martes, 12 de julio de 2011

La monarquía como gancho turístico: El Palacio de Windsor

Hace días asistí a una conversación especialmente significativa. Un matrimonio de personas sexagenarias había entrado en una agencia de viajes porque pretendía pasar unos días en Londres. La mujer, que llevaba la iniciativa, insistía a la empleada de la agencia en su deseo de recorrer los lugares por los que habían pasado el príncipe Guillermo y Kate Middleton cuando se casaron… 
No creo que el caso sea excepcional, ni muchísimo menos. Parece obvio que una parte importante del potencial turístico londinense (británico) descansa sobre el interés que promueve la familia real inglesa en amplios sectores sociales del Mundo Occidental, aquellos que se mueven por los impulsos generados desde la “prensa” del colorín.  No quiero ni imaginar por un segundo que el pragmatismo inglés acepte el anacronismo de la institución monárquica por razones estrictamente turísticas; colocaría a la Reina en una posición poco airosa, comparable a las momias o las pirámides de Egipto. Seguramente, para evitar sospecha tan perversa, la Reina organiza regularmente recepciones públicas en los jardines del palacio de Buckinham ―con té incluido― para ganar consideración social y democratizar la costumbre de usar sombreros de creatividad desmadrada, que las mujeres emplean con orgullo y, seguramente, vanidad.


El palacio de Windsor es tan decadente como casi todos los que conozco de tipo comparable —incluidos los muy anacrónicos de Turquía—, aunque en éste destacan algunas pinturas de especial calidad, penosamente relegadas a la condición de ornamentación ostentosa. Quizás sea ese el destino "natural" de las grandes obras de arte: acabar como elementos ornamentales en los palacios de los poderosos o de los protagonistas del papel couché. Lo manifestó claramente Velázquez, cuando expuso que se había pasado la vida trabajando a mayor gloria de su señor Felipe IV
En ese contexto, el castillo-palacio de Windsor es carnaza para alimentar ese interés estúpido, magistralmente reforzado mediante un itinerario que, como colofón, ofrece al turista la posibilidad de fotografiarse junto a un “guardia real” de sombrero peludo alto; éstos deben aceptar estoicamente las iniciativas creativas de los visitantes, sin otra opción que iniciar un paseo marcial enérgico cuando algún jovenzuelo irrespetuoso se pasa de listo. En mi presencia un adolescente japonés tuvo la feliz idea de tocarle el arma y el soldado, que hasta ese momento parecía adormilado, reaccionó con fiereza. Me pregunto si los sombreros seguirán siendo de piel de oso...


Entre tanta parafernalia monárquico-folclórica, destaca la capilla de San Jorge, joya gótica de cualidades excepcionales, que no fue posible registrar porque, como en el Museo del Prado, también en ella está prohibido usar las cámaras fotográficas…  En este caso, el ojo de Atenea, que todo lo ve, se quedó sin pilas y no puedo ofrecer imágenes… Sorry

Institución monárquica, poder, prensa del colorín, arte, turismo cultural.. ¡Curiosa mezcolanza!

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