Por Lobu
Ya no resulta extraño querer contemplar El rapto de Europa de Rubens y tener que compartir la obra con El toro de Veragua. Desde hace unos meses el Museo del Prado nos ofrece la exposición de Historias Naturales; una muestra que pretende conformar “un gabinete de futuro” que favorezca una nueva forma de contemplación de las esculturas y cuadros del museo.
La exposición es una reinterpretación del proyecto de Carlos III de albergar en el edificio Villanueva un Gabinete de Historia Natural; más la inicial intención ilustrada ha dado paso –intencionadamente- al oscurantismo de las cámaras de las maravillas. Este gabinete contemporáneo “plantea veintidós intervenciones en las salas del Museo que consisten en la instalación de alrededor de 150 piezas de historia natural […] minerales, animales naturalizados y en etanol, fósiles, esqueletos, e insectos”. Diálogos que en su mayoría refuerzan la idea del carácter misterioso y fantasioso del arte; como algo mitológico, impenetrable, alejado de la realidad. Una distorsión de la percepción de la naturaleza del arte –y del saber científico de la época- a cargo de la imaginativa de las wunderkammer.
Arte y naturaleza son conceptos inseparables; siempre que no se tenga la visión de arte solamente como una representación bidimensional, ni de naturaleza como cualquier entidad material que no participe de lo humano. Aun así la relación expuesta entre arte y naturaleza se basa en analogías icónicas y simbólicas; una reducción a una semejanza formal que divide irremediablemente. Más allá de la carga estética que tiene colocar una cornamenta invertida junto a un cuadro de Goya, a un nivel comunicativo básico la conexión arte, naturaleza –y ciencia- se muestra limitada.
Sin hablar de otras cuestiones de controvertida funcionalidad didáctica en esta exposición, tras verla –y ver otras realizadas recientemente en el Museo del Prado- uno se pregunta dónde han dejado su responsabilidad pedagógica. Da la sensación que en su proceso de captación de visitantes se están decantando por la espectacularidad. ¿Qué nos está ofreciendo realmente el Prado? ¿Hasta dónde llega su capacidad expositiva? ¿Es capaz de ofrecernos propuestas atractivas con el rigor obligado? La respuesta es obvia y desde luego sería un gusto poder visitar el museo dejándose cautivar por futuras exposiciones.
Ya no resulta extraño querer contemplar El rapto de Europa de Rubens y tener que compartir la obra con El toro de Veragua. Desde hace unos meses el Museo del Prado nos ofrece la exposición de Historias Naturales; una muestra que pretende conformar “un gabinete de futuro” que favorezca una nueva forma de contemplación de las esculturas y cuadros del museo.
La exposición es una reinterpretación del proyecto de Carlos III de albergar en el edificio Villanueva un Gabinete de Historia Natural; más la inicial intención ilustrada ha dado paso –intencionadamente- al oscurantismo de las cámaras de las maravillas. Este gabinete contemporáneo “plantea veintidós intervenciones en las salas del Museo que consisten en la instalación de alrededor de 150 piezas de historia natural […] minerales, animales naturalizados y en etanol, fósiles, esqueletos, e insectos”. Diálogos que en su mayoría refuerzan la idea del carácter misterioso y fantasioso del arte; como algo mitológico, impenetrable, alejado de la realidad. Una distorsión de la percepción de la naturaleza del arte –y del saber científico de la época- a cargo de la imaginativa de las wunderkammer.
Arte y naturaleza son conceptos inseparables; siempre que no se tenga la visión de arte solamente como una representación bidimensional, ni de naturaleza como cualquier entidad material que no participe de lo humano. Aun así la relación expuesta entre arte y naturaleza se basa en analogías icónicas y simbólicas; una reducción a una semejanza formal que divide irremediablemente. Más allá de la carga estética que tiene colocar una cornamenta invertida junto a un cuadro de Goya, a un nivel comunicativo básico la conexión arte, naturaleza –y ciencia- se muestra limitada.
Sin hablar de otras cuestiones de controvertida funcionalidad didáctica en esta exposición, tras verla –y ver otras realizadas recientemente en el Museo del Prado- uno se pregunta dónde han dejado su responsabilidad pedagógica. Da la sensación que en su proceso de captación de visitantes se están decantando por la espectacularidad. ¿Qué nos está ofreciendo realmente el Prado? ¿Hasta dónde llega su capacidad expositiva? ¿Es capaz de ofrecernos propuestas atractivas con el rigor obligado? La respuesta es obvia y desde luego sería un gusto poder visitar el museo dejándose cautivar por futuras exposiciones.
Puto lagarto
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