Por Lostinart
Puede resultar un lugar tenebroso. Lógicamente (o así lo escenifico en mi cabeza, ya lejos del lugar, tratando de utilizar esa lógica), hay luz, sino ¿de qué modo podría uno ser testigo de la calidad de unos objetos realizados, como casi toda obra pictórica o visual, para ser contemplados con una buena iluminación? Pero la sensación, sin embargo, cada vez que pienso en mis visitas al museo, sigue siendo la penumbra, como si me hubiese adentrado en un templo egipcio en el que, según se suceden las cámaras, nos vamos alejando de la luz, del mundo. Según escribo esto, me doy cuenta de que ya hizo esta comparación alguien con quien compartí una visita al Calcográfico. La diferencia es que su paralelismo se ceñía a la sucesión de habitáculos cada vez más sagrados, menos accesibles, que culminaban en una cámara acorazada de acceso restringido (el almacén de las matrices de grabado), mientras que mi idea apela directamente a una sensación: esa que, en este caso, proviene de una progresiva soledad, de un alejamiento exponencial de la luz, del ruido, de la muchedumbre, de todo aquello que, en definitiva, deja uno al traspasar la puerta del Palacio de Goyeneche y que se ve potenciada por la ubicación de éste, lugar en el que, especialmente en estas fechas pre-navideñas, acontecen masivas y ruidosas manifestaciones diarias en apoyo al capitalismo.
Quizá, por lo tanto, sea soledad, y no penumbra, lo que le confiere ese aire tenebroso. Puede que ayude la sensación de que todo allí parece -o es- antiguo, en lo cual, parecen esforzarse, pues hablamos de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, institución que queda, tras más de dos siglos de historia, precisamente como tal, como historia. Historia de los orígenes de la enseñanza institucional del Arte, historia de una “estética”, historia de un academicismo -con consciencia de ello- obsoleto que, de algún modo, se resiste a la extinción. Porque quizá lo llevamos en la sangre. Me refiero al hecho de pegarnos como una lapa a todo aquello que denota seguridad, honorabilidad, -rancio- prestigio, en definitiva, a todo eso que acompaña a la figura más o menos política, intocable, en un pedestal -augurando ya la inminente inmortalización de nuestra estampa-, y todo esto recubierto con una exquisita capa de apetecible “institucionalismo”. En verdad, no hay nada en el mundo que nos haga sentirnos más protegidos que el amparo de la “institución”, ente todopoderoso en cuyo regazo nos sentimos más -no Artur, por supuesto, eso sería mucho-. Por encima de los demás incluso, fíjense. En fin, dejando aparte estas ciegas divagaciones , que puede ser, no guarden del todo relación con aquello de lo que realmente tenía intención de hablar, vuelvo a la Academia. Y es que todos los conocimientos que nos pueda trasmitir esta institución, a día de hoy, pueden ser de un valor incalculable, por supuesto, pero principalmente desde un punto de vista histórico. Quizá no posea otra pretensión, pero, ¿por qué existe la Academia como tal, con sus 56 ancianos académicos, ocultos tras esa montaña de obras e ímpetu clásicos?
Vuelvo a hablar de sensaciones, pues certezas pocas puede uno tener ya. No conozco, exactamente, las actividades que los académicos llevan a cabo para cumplir sus objetivos de "fomentar la creatividad artística, así como el estudio, difusión y protección de las artes y del patrimonio cultural, muy particularmente de la pintura, la escultura, la arquitectura, la música y las nuevas artes de la imagen", pero sí sé lo que siento frente a las contradicciones entre la noción actual del arte y el escaparate que nos muestra la “Academia del Arte”. Llego a la conclusión de que su existencia es simbólica y que, realmente, no tiene ninguna relación con la realidad. Como si hubiesen dejado al abuelo en un cuarto apartado pero cómodo, regocijándose, en su soledad, con sus viejos recuerdos y delirios sobre mejores tiempos pasados.
Después de la sensación, se deja entrever la certeza -quizá una certeza subjetiva, si cabe-, y esta se refleja en las Crónicas, publicadas por la propia Academia, y cuyo fin es mostrar -o demostrar- la rutina de la institución. En dichas crónicas, podemos ver lo bien que se lo pasan los académicos realizando actos , almuerzos y encuentros , generando distinciones y otorgando medallas a diestro y siniestro (ejem. A la Fundación Mapfre, al metro de Madrid...).
Culmina mi desasosiego al toparme con el nuevo diseño del logotipo de la Real Academia diseñado por el ilustre académico D. José María Cruz Novillo, “más vistoso y actual, que aumenta la visibilidad del propio logotipo”. Un buen ejemplo de la autocomplacencia de la institución.
La cuestión es que el “arte clásico” no carece de adeptos. En un vistazo rápido al ciudadano medio podríamos comprobar que la inmensa mayoría de la gente se mostrará menos escéptica, mucho más receptiva, a un arte más clásico. Lo único, que su interés por el arte, en muchos casos, va acompañado de la necesidad de ceñirse a lo que esa etérea sociedad cultural establece como paradigmático, es decir, si voy a ver arte, debo acudir al Museo del Prado, o al Louvre, o a cualquier otro museo mediáticamente emblemático. Vamos, que imagino a poca gente no traspasando los cuadros con la mirada mientras mantiene la mente lejos, muy, muy lejos. Por todo esto, quizá sea éste, un museo condenado a ser visitado exclusivamente por aquellos verdaderamente interesados en el arte, o al menos en su historia. El problema principal es que una gran mayoría de estos últimos, naturalmente, precisan ser atraídos por algún tipo de adaptación a los tiempos que corren, algún modo de relacionar lo antiguo con lo nuevo, de hacerlo convivir, de hacer que lo antiguo reclame su lugar en el mundo -por que sin duda lo tiene- , pero sin querer imponerse como la (única) realidad del arte que dejo de ser hace tiempo. Y es que, al abuelo, no se le debe dejar aislado, autocomplacido en su pasado y sus historias, sino que debe estar con nosotros, pues tenemos mucho que aprender de él, de su experiencia, de nuestro pasado y ancestros. El debería participar plenamente de nuestro presente y no acomodarse en su confortable sofá, convirtiendo su vejez en “institución”, y dando, ciegamente, su sabiduría por sentada.
Debo aclarar que mi intención no es atacar a la Real Academia de Bellas Artes, pues poco sé de ella y poco daño me ha hecho en particular, pero sí me vale como claro ejemplo de aquello que me solivianta y que he venido percibiendo, con los años, en ciertas instituciones, cuanto más tradicionales éstas, más intensamente. Hace ya muchos años, un profesor hablaba de una actitud un tanto subjetiva, algo así como “hacer como que...”. No he conseguido recordar a que refirió dicha actitud pero, desde entonces, se ha ido generando en mí cierta noción de esta idea, cuyas características he podido verificar en muchos ámbitos, y sintiendo, incluso, diferencia en según que zonas del país. Simplificando, me refiero a todo aquello que muestra una sofisticada apariencia o capacidad ejecutiva, que aporta sensación de seguridad, que ostenta -materialmente, al menos- los medios para un impecable funcionamiento, a saber, la “institución”, en cuyas entrañas, si tratamos de sacar el jugo que debe aportarnos, no encontramos, a menudo, más que humo. Mi sensación es que sus esfuerzos se reducen a una intención firme de subsistir en sí misma, sin importar los fines o bienes para los que se constituyó.
En realidad, es el haber tratado de escapar de la muchedumbre por un rato, lo que me ha llevado, de un modo fortuito, a encontrarme con la figura de Anton Raphael Mengs, y éste, el que me ha conducido a reflexionar sobre la propia Academia, por lo que solo me queda hacer referencia a dicho personaje histórico para cerrar un círculo en el que quedan relacionados estrechamente ambos, Academia y personaje. Mengs influyó mucho en la estética y modo de enseñanza de la Real Academia. Llegó a ser primer pintor de cámara de Carlos III y fue nombrado Académico honorario, en cuya efeméride (se cumplen 250 años), la Real Academia y la aseguradora MAPFRE, por medio de su fundación, cobran 3 Euros por disfrutar de la compañía de unas añejas y frías escayolas cuyo valor no creo que pueda ir más allá de su condición de viejo regalo (fueron donadas por Mengs a Carlos III para su aprovechamiento didáctico en la Real Academia, fruto de su interés, supongo, por imponer lo que consideraba el único camino del arte: imitar la antigüedad clásica) y herramienta antigua de trabajo. He de reconocer, sin embargo, que mereció la pena visitar la exposición solo por contemplar algunas (muy pocas) pinturas y dibujos de Mengs.
Junto con su coetáneo y amigo Winckelmann se constituyó como uno de los principales promotores y propagadores del neoclasicismo en Europa. Este estilo surgió, una vez más, mirando con admiración a una antigüedad clásica tomada como modelo de perfección y belleza máxima. Hablamos de hace más de 200 años, por lo que dicha estética, seguía poseyendo cierta transgresión, (y sino, entre otras cuestiones, ¿por qué no era digno de las damas exponerse ante tan desvergonzadas -modelo de belleza y buen gusto- imágenes?) inherente al arte de todos los tiempos (teniendo en cuenta la mentalidad de cada momento de la historia), que hace de él algo ajeno a la vida común, que lo hace trascender, que lo mistifica. Con ésto, lo único que quiero poner de manifiesto es la legitimidad de su existencia. Parece que el ser humano no podrá prescindir jamás de aquel momento en que se miró a si mismo, idealizó su figura, y se quedó prendado de sí mismo.
A Mengs, se puede decir que le bañaron en la marmita de la estética clásica (como a Obelix en la de poción mágica, si se me permite tan vulgar comparación), y con esto quiero recordar la índole de su rígida e inflexible formación. No entiendo de psicología pero, después de tantos años de convivencia con uno mismo y con el resto de congéneres, se da uno cuenta de que, ante una educación excesivamente férrea del individuo, suelen aparecer dos tendencias en su comportamiento. O bien asimilará esa educación como única vía en el mundo, sacándole partido a todos los conocimientos adquiridos por haber penetrado profundamente en su ser, y convirtiendo al individuo en una especie de fanático del método; o se rebelará en cuanto le sea posible y huirá despavorido hacia el otro extremo, aborreciendo lo aprendido. Mengs parece haber sido del primer tipo. No se puede negar su gran sensibilidad y su tendencia al buen hacer artístico, pero, de algún modo, transmitió sus conocimientos tal y como los había adquirido, es decir, partiendo de la idea de un único modo de ver el arte y de apreciar “el buen gusto”. Hay que decir, a su favor, que su riqueza intelectual era enorme, y su consagración al arte, a su estudio y propagación, son dignas de admiración pero, con todas sus buenas intenciones, estaba fomentando cierto “borreguismo” en lo que se refiere al aprendizaje de los nuevos artistas. Me llama mucho la atención un pasaje de su obra “Tratado de la belleza”. Reza lo siguiente:
“Dos son los caminos que conducen al buen Gusto cuando se camina con la guía de la razón. El más difícil es el de escoger lo más útil y bello de la Naturaleza; el otro más fácil es el de estudiar las obras en que la elección está ya hecha”.
¿He de sacar, de ésto, la conclusión de que hizo un flaco favor Mengs a los estudiantes del momento, propiciando una didáctica establecida y pautada, donde no cabía, siquiera, el criterio a la hora de plantearse o, tan solo, aprehender la noción de lo bello por ellos mismos?
Sea como fuere -y no caigo en contradicción, pues mi crítica solo pretende plantear la existencia de lo cuestionable en aquello que nos venden como exclusivamente bueno, principio fundamental del camino a una libertad un poco, vamos a llamarla, “como menos de mentira”-, el día que el artista deje de mirar, aunque sea de soslayo, a una tradición artística que viene casi desde los comienzos de la historia conocida del hombre “culto”, el arte, o al menos muchas de las circunstancias que lo han hecho especial a lo largo de su existencia, desaparecerá de la nuestra propia.
Al final, lo que quiero expresar es mi aflicción por lo que toca vivir hoy. Quiero decir, otro academicismo. Entiendo que así se rige el mundo. Necesitamos pautas. Desaparece o evoluciona un academicismo -que criticamos hasta derrocarlo- y lo sustituimos por otro, acorde a los tiempos que corren. Así, a día de hoy, si quiere uno ser “Artista”, debe fijarse (supongo que como en toda academia) en otros artistas, debe, ante todo, investigar, hacer del arte ingeniería, hacer de él algo demasiado cerebral, y nadie parece querer darse cuenta de que el arte ha emanado, y lo hará siempre, de la sensibilidad individual ante el medio. Creo en la multiplicidad del arte, o creo que éste, no es uno, sino que parte principalmente de una necesidad genuina y sincera del ser, una necesidad de expresar, desahogar, criticar, embellecer, engrandecer, mistificar, y por lo tanto, tendrá múltiples formas e intenciones, tantas como maneras de sentir. No se puede normalizar. A la hora de ser valorado, ha de haber unos criterios de calidad. Debe verse reflejado un trabajo, un esfuerzo, unos conocimientos, una habilidad o un “genio” o “don” (no una iluminación o superpoder, sino una capacidad, a veces innata, para transmitir belleza o espectáculo -como aquello que nos mantiene expectantes, a poder ser con el máximo criterio-), pero no se puede enjaular en un “modus operandi” general. Lo peor de todo es que, como ha ocurrido a lo largo de la historia, la “institución” ha ido absorbiendo todo aquello que le ha sido imposible combatir, lo que la ha criticado y ha sido aceptado por determinados sectores, llegando a mostrar -aunque es éste un problema que atañe también a los intereses de los propios artistas, del historicismo, etc.-, en sus museos, aquello que nació, precisamente, con el exclusivo fin de evadirse de sus fauces. Así, el arte, en su estado postmoderno, en toda su dispersión, incapaz de ser, en apariencia, normalizado, es -¡increíble!- academizado otra vez.
Entiendo que todo es mucho más complejo y que, en casi todo su ser, el arte baila al son de unas tendencias que no suele marcar el propio creador. Este no es más que un pequeño componente de la enrevesada maquinaria del mundo del arte y, como tal, su libertad suele contar poco. Siempre estará condicionada. Pero sí creo, que todo parte de la tendencia -o la pereza- a creernos, a pies juntillas, todo lo que nos trasmiten. De este modo, el sistema va creando eminencias cuyo único mérito lo constituye el haber ejecutado, de un modo impecable, todo aquello que se les ha mostrado como verdad. “Tome usted referencias”. “Fíjese en este artista, que trabaja en su línea”. ¿Cuando nos daremos cuenta de que cualquier persona que tenga abiertos los ojos, o simplemente viva, ira asimilando, sin necesidad de forzarlo, a lo largo de su experiencia en el entorno, todas las referencias necesarias que su propio criterio canalizará y convertirá en su creación personal original? No me hagan mirar al sol, que querré ser igual de poderoso, tan solo muéstrenme que puedo mirar. Escuchemos al sabio, pero tengamos en cuenta que el sabio es humano.
Puede resultar un lugar tenebroso. Lógicamente (o así lo escenifico en mi cabeza, ya lejos del lugar, tratando de utilizar esa lógica), hay luz, sino ¿de qué modo podría uno ser testigo de la calidad de unos objetos realizados, como casi toda obra pictórica o visual, para ser contemplados con una buena iluminación? Pero la sensación, sin embargo, cada vez que pienso en mis visitas al museo, sigue siendo la penumbra, como si me hubiese adentrado en un templo egipcio en el que, según se suceden las cámaras, nos vamos alejando de la luz, del mundo. Según escribo esto, me doy cuenta de que ya hizo esta comparación alguien con quien compartí una visita al Calcográfico. La diferencia es que su paralelismo se ceñía a la sucesión de habitáculos cada vez más sagrados, menos accesibles, que culminaban en una cámara acorazada de acceso restringido (el almacén de las matrices de grabado), mientras que mi idea apela directamente a una sensación: esa que, en este caso, proviene de una progresiva soledad, de un alejamiento exponencial de la luz, del ruido, de la muchedumbre, de todo aquello que, en definitiva, deja uno al traspasar la puerta del Palacio de Goyeneche y que se ve potenciada por la ubicación de éste, lugar en el que, especialmente en estas fechas pre-navideñas, acontecen masivas y ruidosas manifestaciones diarias en apoyo al capitalismo.
Quizá, por lo tanto, sea soledad, y no penumbra, lo que le confiere ese aire tenebroso. Puede que ayude la sensación de que todo allí parece -o es- antiguo, en lo cual, parecen esforzarse, pues hablamos de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, institución que queda, tras más de dos siglos de historia, precisamente como tal, como historia. Historia de los orígenes de la enseñanza institucional del Arte, historia de una “estética”, historia de un academicismo -con consciencia de ello- obsoleto que, de algún modo, se resiste a la extinción. Porque quizá lo llevamos en la sangre. Me refiero al hecho de pegarnos como una lapa a todo aquello que denota seguridad, honorabilidad, -rancio- prestigio, en definitiva, a todo eso que acompaña a la figura más o menos política, intocable, en un pedestal -augurando ya la inminente inmortalización de nuestra estampa-, y todo esto recubierto con una exquisita capa de apetecible “institucionalismo”. En verdad, no hay nada en el mundo que nos haga sentirnos más protegidos que el amparo de la “institución”, ente todopoderoso en cuyo regazo nos sentimos más -no Artur, por supuesto, eso sería mucho-. Por encima de los demás incluso, fíjense. En fin, dejando aparte estas ciegas divagaciones , que puede ser, no guarden del todo relación con aquello de lo que realmente tenía intención de hablar, vuelvo a la Academia. Y es que todos los conocimientos que nos pueda trasmitir esta institución, a día de hoy, pueden ser de un valor incalculable, por supuesto, pero principalmente desde un punto de vista histórico. Quizá no posea otra pretensión, pero, ¿por qué existe la Academia como tal, con sus 56 ancianos académicos, ocultos tras esa montaña de obras e ímpetu clásicos?
Vuelvo a hablar de sensaciones, pues certezas pocas puede uno tener ya. No conozco, exactamente, las actividades que los académicos llevan a cabo para cumplir sus objetivos de "fomentar la creatividad artística, así como el estudio, difusión y protección de las artes y del patrimonio cultural, muy particularmente de la pintura, la escultura, la arquitectura, la música y las nuevas artes de la imagen", pero sí sé lo que siento frente a las contradicciones entre la noción actual del arte y el escaparate que nos muestra la “Academia del Arte”. Llego a la conclusión de que su existencia es simbólica y que, realmente, no tiene ninguna relación con la realidad. Como si hubiesen dejado al abuelo en un cuarto apartado pero cómodo, regocijándose, en su soledad, con sus viejos recuerdos y delirios sobre mejores tiempos pasados.
Después de la sensación, se deja entrever la certeza -quizá una certeza subjetiva, si cabe-, y esta se refleja en las Crónicas, publicadas por la propia Academia, y cuyo fin es mostrar -o demostrar- la rutina de la institución. En dichas crónicas, podemos ver lo bien que se lo pasan los académicos realizando actos , almuerzos y encuentros , generando distinciones y otorgando medallas a diestro y siniestro (ejem. A la Fundación Mapfre, al metro de Madrid...).
Culmina mi desasosiego al toparme con el nuevo diseño del logotipo de la Real Academia diseñado por el ilustre académico D. José María Cruz Novillo, “más vistoso y actual, que aumenta la visibilidad del propio logotipo”. Un buen ejemplo de la autocomplacencia de la institución.
La cuestión es que el “arte clásico” no carece de adeptos. En un vistazo rápido al ciudadano medio podríamos comprobar que la inmensa mayoría de la gente se mostrará menos escéptica, mucho más receptiva, a un arte más clásico. Lo único, que su interés por el arte, en muchos casos, va acompañado de la necesidad de ceñirse a lo que esa etérea sociedad cultural establece como paradigmático, es decir, si voy a ver arte, debo acudir al Museo del Prado, o al Louvre, o a cualquier otro museo mediáticamente emblemático. Vamos, que imagino a poca gente no traspasando los cuadros con la mirada mientras mantiene la mente lejos, muy, muy lejos. Por todo esto, quizá sea éste, un museo condenado a ser visitado exclusivamente por aquellos verdaderamente interesados en el arte, o al menos en su historia. El problema principal es que una gran mayoría de estos últimos, naturalmente, precisan ser atraídos por algún tipo de adaptación a los tiempos que corren, algún modo de relacionar lo antiguo con lo nuevo, de hacerlo convivir, de hacer que lo antiguo reclame su lugar en el mundo -por que sin duda lo tiene- , pero sin querer imponerse como la (única) realidad del arte que dejo de ser hace tiempo. Y es que, al abuelo, no se le debe dejar aislado, autocomplacido en su pasado y sus historias, sino que debe estar con nosotros, pues tenemos mucho que aprender de él, de su experiencia, de nuestro pasado y ancestros. El debería participar plenamente de nuestro presente y no acomodarse en su confortable sofá, convirtiendo su vejez en “institución”, y dando, ciegamente, su sabiduría por sentada.
Debo aclarar que mi intención no es atacar a la Real Academia de Bellas Artes, pues poco sé de ella y poco daño me ha hecho en particular, pero sí me vale como claro ejemplo de aquello que me solivianta y que he venido percibiendo, con los años, en ciertas instituciones, cuanto más tradicionales éstas, más intensamente. Hace ya muchos años, un profesor hablaba de una actitud un tanto subjetiva, algo así como “hacer como que...”. No he conseguido recordar a que refirió dicha actitud pero, desde entonces, se ha ido generando en mí cierta noción de esta idea, cuyas características he podido verificar en muchos ámbitos, y sintiendo, incluso, diferencia en según que zonas del país. Simplificando, me refiero a todo aquello que muestra una sofisticada apariencia o capacidad ejecutiva, que aporta sensación de seguridad, que ostenta -materialmente, al menos- los medios para un impecable funcionamiento, a saber, la “institución”, en cuyas entrañas, si tratamos de sacar el jugo que debe aportarnos, no encontramos, a menudo, más que humo. Mi sensación es que sus esfuerzos se reducen a una intención firme de subsistir en sí misma, sin importar los fines o bienes para los que se constituyó.
En realidad, es el haber tratado de escapar de la muchedumbre por un rato, lo que me ha llevado, de un modo fortuito, a encontrarme con la figura de Anton Raphael Mengs, y éste, el que me ha conducido a reflexionar sobre la propia Academia, por lo que solo me queda hacer referencia a dicho personaje histórico para cerrar un círculo en el que quedan relacionados estrechamente ambos, Academia y personaje. Mengs influyó mucho en la estética y modo de enseñanza de la Real Academia. Llegó a ser primer pintor de cámara de Carlos III y fue nombrado Académico honorario, en cuya efeméride (se cumplen 250 años), la Real Academia y la aseguradora MAPFRE, por medio de su fundación, cobran 3 Euros por disfrutar de la compañía de unas añejas y frías escayolas cuyo valor no creo que pueda ir más allá de su condición de viejo regalo (fueron donadas por Mengs a Carlos III para su aprovechamiento didáctico en la Real Academia, fruto de su interés, supongo, por imponer lo que consideraba el único camino del arte: imitar la antigüedad clásica) y herramienta antigua de trabajo. He de reconocer, sin embargo, que mereció la pena visitar la exposición solo por contemplar algunas (muy pocas) pinturas y dibujos de Mengs.
Junto con su coetáneo y amigo Winckelmann se constituyó como uno de los principales promotores y propagadores del neoclasicismo en Europa. Este estilo surgió, una vez más, mirando con admiración a una antigüedad clásica tomada como modelo de perfección y belleza máxima. Hablamos de hace más de 200 años, por lo que dicha estética, seguía poseyendo cierta transgresión, (y sino, entre otras cuestiones, ¿por qué no era digno de las damas exponerse ante tan desvergonzadas -modelo de belleza y buen gusto- imágenes?) inherente al arte de todos los tiempos (teniendo en cuenta la mentalidad de cada momento de la historia), que hace de él algo ajeno a la vida común, que lo hace trascender, que lo mistifica. Con ésto, lo único que quiero poner de manifiesto es la legitimidad de su existencia. Parece que el ser humano no podrá prescindir jamás de aquel momento en que se miró a si mismo, idealizó su figura, y se quedó prendado de sí mismo.
A Mengs, se puede decir que le bañaron en la marmita de la estética clásica (como a Obelix en la de poción mágica, si se me permite tan vulgar comparación), y con esto quiero recordar la índole de su rígida e inflexible formación. No entiendo de psicología pero, después de tantos años de convivencia con uno mismo y con el resto de congéneres, se da uno cuenta de que, ante una educación excesivamente férrea del individuo, suelen aparecer dos tendencias en su comportamiento. O bien asimilará esa educación como única vía en el mundo, sacándole partido a todos los conocimientos adquiridos por haber penetrado profundamente en su ser, y convirtiendo al individuo en una especie de fanático del método; o se rebelará en cuanto le sea posible y huirá despavorido hacia el otro extremo, aborreciendo lo aprendido. Mengs parece haber sido del primer tipo. No se puede negar su gran sensibilidad y su tendencia al buen hacer artístico, pero, de algún modo, transmitió sus conocimientos tal y como los había adquirido, es decir, partiendo de la idea de un único modo de ver el arte y de apreciar “el buen gusto”. Hay que decir, a su favor, que su riqueza intelectual era enorme, y su consagración al arte, a su estudio y propagación, son dignas de admiración pero, con todas sus buenas intenciones, estaba fomentando cierto “borreguismo” en lo que se refiere al aprendizaje de los nuevos artistas. Me llama mucho la atención un pasaje de su obra “Tratado de la belleza”. Reza lo siguiente:
“Dos son los caminos que conducen al buen Gusto cuando se camina con la guía de la razón. El más difícil es el de escoger lo más útil y bello de la Naturaleza; el otro más fácil es el de estudiar las obras en que la elección está ya hecha”.
¿He de sacar, de ésto, la conclusión de que hizo un flaco favor Mengs a los estudiantes del momento, propiciando una didáctica establecida y pautada, donde no cabía, siquiera, el criterio a la hora de plantearse o, tan solo, aprehender la noción de lo bello por ellos mismos?
Sea como fuere -y no caigo en contradicción, pues mi crítica solo pretende plantear la existencia de lo cuestionable en aquello que nos venden como exclusivamente bueno, principio fundamental del camino a una libertad un poco, vamos a llamarla, “como menos de mentira”-, el día que el artista deje de mirar, aunque sea de soslayo, a una tradición artística que viene casi desde los comienzos de la historia conocida del hombre “culto”, el arte, o al menos muchas de las circunstancias que lo han hecho especial a lo largo de su existencia, desaparecerá de la nuestra propia.
Al final, lo que quiero expresar es mi aflicción por lo que toca vivir hoy. Quiero decir, otro academicismo. Entiendo que así se rige el mundo. Necesitamos pautas. Desaparece o evoluciona un academicismo -que criticamos hasta derrocarlo- y lo sustituimos por otro, acorde a los tiempos que corren. Así, a día de hoy, si quiere uno ser “Artista”, debe fijarse (supongo que como en toda academia) en otros artistas, debe, ante todo, investigar, hacer del arte ingeniería, hacer de él algo demasiado cerebral, y nadie parece querer darse cuenta de que el arte ha emanado, y lo hará siempre, de la sensibilidad individual ante el medio. Creo en la multiplicidad del arte, o creo que éste, no es uno, sino que parte principalmente de una necesidad genuina y sincera del ser, una necesidad de expresar, desahogar, criticar, embellecer, engrandecer, mistificar, y por lo tanto, tendrá múltiples formas e intenciones, tantas como maneras de sentir. No se puede normalizar. A la hora de ser valorado, ha de haber unos criterios de calidad. Debe verse reflejado un trabajo, un esfuerzo, unos conocimientos, una habilidad o un “genio” o “don” (no una iluminación o superpoder, sino una capacidad, a veces innata, para transmitir belleza o espectáculo -como aquello que nos mantiene expectantes, a poder ser con el máximo criterio-), pero no se puede enjaular en un “modus operandi” general. Lo peor de todo es que, como ha ocurrido a lo largo de la historia, la “institución” ha ido absorbiendo todo aquello que le ha sido imposible combatir, lo que la ha criticado y ha sido aceptado por determinados sectores, llegando a mostrar -aunque es éste un problema que atañe también a los intereses de los propios artistas, del historicismo, etc.-, en sus museos, aquello que nació, precisamente, con el exclusivo fin de evadirse de sus fauces. Así, el arte, en su estado postmoderno, en toda su dispersión, incapaz de ser, en apariencia, normalizado, es -¡increíble!- academizado otra vez.
Entiendo que todo es mucho más complejo y que, en casi todo su ser, el arte baila al son de unas tendencias que no suele marcar el propio creador. Este no es más que un pequeño componente de la enrevesada maquinaria del mundo del arte y, como tal, su libertad suele contar poco. Siempre estará condicionada. Pero sí creo, que todo parte de la tendencia -o la pereza- a creernos, a pies juntillas, todo lo que nos trasmiten. De este modo, el sistema va creando eminencias cuyo único mérito lo constituye el haber ejecutado, de un modo impecable, todo aquello que se les ha mostrado como verdad. “Tome usted referencias”. “Fíjese en este artista, que trabaja en su línea”. ¿Cuando nos daremos cuenta de que cualquier persona que tenga abiertos los ojos, o simplemente viva, ira asimilando, sin necesidad de forzarlo, a lo largo de su experiencia en el entorno, todas las referencias necesarias que su propio criterio canalizará y convertirá en su creación personal original? No me hagan mirar al sol, que querré ser igual de poderoso, tan solo muéstrenme que puedo mirar. Escuchemos al sabio, pero tengamos en cuenta que el sabio es humano.
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