Mil veces nos hemos planteado las relaciones entre el cine y el teatro, y lo hemos hecho desde diferentes puntos de vista. Mil veces hemos recordado que en los orígenes del cine algunos realizadores apostaron decididamente por emplear las posibilidades ofrecidas por ese medio expresivo y de comunicación como fórmula para dar continuidad a las tradiciones teatrales. De hecho, el cine tenía y sigue teniendo la posibilidad de hacer llegar a un público amplísimo las representaciones teatrales con sólo convertir los escenarios en set de rodaje o, incluso, mediante una cámara delante de los actores, como si lo que ella registrara fuera lo que percibiera un espectador privilegiado, sentado junto a Yasuhiro Ozu en una butaca de la primera fila.
Al hilo de esas reflexiones, mil veces nos hemos enfrentado con el primitivo cine italiano, tan dependiente de esos planteamientos, y de una proyección hacia el previsible desarrollo futuro de los recursos técnicos; en esa línea debiéramos contemplar —con cierta benevolencia— el Manifiesto Futurista del Cine, que hoy parece tan descolocado en el discurso temporal como el Manifiesto Dogma 95. Asimismo, mil veces hemos discutido las propuestas más interesantes de Griffith, conduciendo el cine a una dimensión de mayor desarrollo técnico al conseguido por Pastrone y sus compañeros… Mil veces hemos comentado las apuestas de Bertold Brech y sus compañeros de generación por conseguir un híbrido entre el teatro y el cine, como la obra firmada por Georg Wilhelm Pabst (La ópera de los tres centavos, 1931). …
Y mil veces hemos comentado y discutido las posibilidades del cine para ofrecer al público una lectura nueva, diferente y enriquecedora de “los clásicos”, tal y como han hecho directores de la talla de Akira Kurosawa, Orson Welles, Joseph L. Mankiewicz; por no hablar de las apuestas de Sir Laurence Olivier o Kenneth Branagh…
Por fortuna, en esa valoración, de reiteración cansina, no me siento muy original, porque somos legión quienes "creemos" (mejor, sabemos) que el cine y el teatro son formas expresivas de convivencia pacífica y sencilla, aunque existan personas y personajes empeñados en abrir frentes apocalípticos cuando el proceso creativo huye de los territorios de la individualidad.
En ese contexto, plantearse las relaciones entre el cine (el vídeo) y el teatro conduce a un universo de posibilidades tan amplio y complejo como el que abriría en análisis de la peor película firmada por cualquiera de los directores mencionados. Al fin y al cabo, la realización de muchas buenas películas comienza con la adquisición de los "derechos" de un relato literario y cada vez son más frecuentes las películas reconvertidas al universo de Talía.
Desde esas consideraciones, el texto de José Ricardo Morales (Málaga, 1915), que pude leer previamente y sobre el que se construyó el montaje ofrecido en la sala Princesa del teatro María Guerrero, me produjo perplejidad y, desde ella, un cúmulo de expectativas negativas difíciles de contener. El epílogo de la obra me había desconcertado sobremanera:
SERENA: Entonces pregunté, ignoro si para empezar o concluir, por qué habíamos grabado todas nuestras acciones, hechas realmente y en persona, cuando en la obra sostuvimos que tanto el teatro como nosotros mismos estamos amenazados de extinción, debido a una técnica que nos transforma en imágenes sin consistencia alguna?
¿Cómo entender un comentario tan ajeno a las posibilidades creativas del desarrollo cultural? Y aún el asunto me inquietaba más desde el periplo biográfico de José Ricardo Morales, que vivió tiempos difíciles y ejerció de republicano comprometido con las circunstancias penosas de su tiempo; finalizada la guerra y gracias a las gestiones de Pablo Neruda, viajó en el Winnipeg, que lo trasladó a Chile, donde aún vive y donde ofreció una actividad teatral y divulgativa de gran proyección. Allí editó obras de poetas poco publicados como el Conde de Villamediana, de incómodo recuerdo, que fue asesinado en la calle Mayor de Madrid, por “picar demasiado alto” en lances amorosos… Al parecer, compitió con Felipe IV en lechos de amantes y otros “más reales”... Las consecuencias fueron terribles para él y para quienes le apreciaron.
Y concluí que cuando un escritor está a punto de cumplir noventa años tiene perfecto derecho a escribir lo que le pidan las vísceras, aunque a los demás sus preocupaciones nos queden relativamente lejos…
Sin embargo, la función ofrecida en la sala pequeña del María Guerrero, que me ha remitido a los tiempos remotos de la Sala Magallanes, me ha despejado la mente y, según creo, también el espíritu. La apuesta de Aitana Galán, uniendo el texto original, cargado de matices difíciles de valorar y comprender, con un discurso paralelo construido a partir de las circunstancias político-culturales de la cotidianeidad española, es, ante todo, divertida; la combinación de los dos elementos mencionados substancia un ritmo vivo, trepidante, casi cinematográfico...
Los actores estuvieron francamente bien: La escenografía, la iluminación y el vestuario me parecieron eficaces; los efectos especiales, bien encajados.
En suma, la experiencia merece la pena.
El público aplaudió con ganas y no creo que el autor se hubiera sentido ofendido por una apuesta tan actualizada, contando, incluso, con el hecho de que ella suponga una reformulación radical de lo argumentado en la obra original.
A posteriori, me cuesta imaginar lo que habría sucedido si la directora hubiera prescindido de las alusiones paralelas y hubiera optado por un montaje supeditado a un texto tan… “personal”. Seguro que habría alegrado el cuerpo a quienes se sienten cómodos con los discursos posmodernos y post-posmodernos, pero… Confieso que imaginar la situación me recordó el cinismo escéptico y populista de Bep Garbandella...
Como desconozco las circunstancias políticas de este "estreno", no me importa manifestar abiertamente que el respeto a una obra no debería chocar con la voluntad de aproximarla a las circunstancias del presente y, en ese sentido, me parece obvio que, para la pervivencia del teatro, es mucho más perniciosa la situación sociocultural general, que la existencia del cine o de los medios de grabación y reproducción. Vivimos tiempos duros para casi todas las formas de creación cultural.
Al hilo de esas reflexiones, mil veces nos hemos enfrentado con el primitivo cine italiano, tan dependiente de esos planteamientos, y de una proyección hacia el previsible desarrollo futuro de los recursos técnicos; en esa línea debiéramos contemplar —con cierta benevolencia— el Manifiesto Futurista del Cine, que hoy parece tan descolocado en el discurso temporal como el Manifiesto Dogma 95. Asimismo, mil veces hemos discutido las propuestas más interesantes de Griffith, conduciendo el cine a una dimensión de mayor desarrollo técnico al conseguido por Pastrone y sus compañeros… Mil veces hemos comentado las apuestas de Bertold Brech y sus compañeros de generación por conseguir un híbrido entre el teatro y el cine, como la obra firmada por Georg Wilhelm Pabst (La ópera de los tres centavos, 1931). …
Y mil veces hemos comentado y discutido las posibilidades del cine para ofrecer al público una lectura nueva, diferente y enriquecedora de “los clásicos”, tal y como han hecho directores de la talla de Akira Kurosawa, Orson Welles, Joseph L. Mankiewicz; por no hablar de las apuestas de Sir Laurence Olivier o Kenneth Branagh…
Por fortuna, en esa valoración, de reiteración cansina, no me siento muy original, porque somos legión quienes "creemos" (mejor, sabemos) que el cine y el teatro son formas expresivas de convivencia pacífica y sencilla, aunque existan personas y personajes empeñados en abrir frentes apocalípticos cuando el proceso creativo huye de los territorios de la individualidad.
En ese contexto, plantearse las relaciones entre el cine (el vídeo) y el teatro conduce a un universo de posibilidades tan amplio y complejo como el que abriría en análisis de la peor película firmada por cualquiera de los directores mencionados. Al fin y al cabo, la realización de muchas buenas películas comienza con la adquisición de los "derechos" de un relato literario y cada vez son más frecuentes las películas reconvertidas al universo de Talía.
Desde esas consideraciones, el texto de José Ricardo Morales (Málaga, 1915), que pude leer previamente y sobre el que se construyó el montaje ofrecido en la sala Princesa del teatro María Guerrero, me produjo perplejidad y, desde ella, un cúmulo de expectativas negativas difíciles de contener. El epílogo de la obra me había desconcertado sobremanera:
SERENA: Entonces pregunté, ignoro si para empezar o concluir, por qué habíamos grabado todas nuestras acciones, hechas realmente y en persona, cuando en la obra sostuvimos que tanto el teatro como nosotros mismos estamos amenazados de extinción, debido a una técnica que nos transforma en imágenes sin consistencia alguna?
¿Cómo entender un comentario tan ajeno a las posibilidades creativas del desarrollo cultural? Y aún el asunto me inquietaba más desde el periplo biográfico de José Ricardo Morales, que vivió tiempos difíciles y ejerció de republicano comprometido con las circunstancias penosas de su tiempo; finalizada la guerra y gracias a las gestiones de Pablo Neruda, viajó en el Winnipeg, que lo trasladó a Chile, donde aún vive y donde ofreció una actividad teatral y divulgativa de gran proyección. Allí editó obras de poetas poco publicados como el Conde de Villamediana, de incómodo recuerdo, que fue asesinado en la calle Mayor de Madrid, por “picar demasiado alto” en lances amorosos… Al parecer, compitió con Felipe IV en lechos de amantes y otros “más reales”... Las consecuencias fueron terribles para él y para quienes le apreciaron.
Y concluí que cuando un escritor está a punto de cumplir noventa años tiene perfecto derecho a escribir lo que le pidan las vísceras, aunque a los demás sus preocupaciones nos queden relativamente lejos…
Sin embargo, la función ofrecida en la sala pequeña del María Guerrero, que me ha remitido a los tiempos remotos de la Sala Magallanes, me ha despejado la mente y, según creo, también el espíritu. La apuesta de Aitana Galán, uniendo el texto original, cargado de matices difíciles de valorar y comprender, con un discurso paralelo construido a partir de las circunstancias político-culturales de la cotidianeidad española, es, ante todo, divertida; la combinación de los dos elementos mencionados substancia un ritmo vivo, trepidante, casi cinematográfico...
Los actores estuvieron francamente bien: La escenografía, la iluminación y el vestuario me parecieron eficaces; los efectos especiales, bien encajados.
En suma, la experiencia merece la pena.
El público aplaudió con ganas y no creo que el autor se hubiera sentido ofendido por una apuesta tan actualizada, contando, incluso, con el hecho de que ella suponga una reformulación radical de lo argumentado en la obra original.
A posteriori, me cuesta imaginar lo que habría sucedido si la directora hubiera prescindido de las alusiones paralelas y hubiera optado por un montaje supeditado a un texto tan… “personal”. Seguro que habría alegrado el cuerpo a quienes se sienten cómodos con los discursos posmodernos y post-posmodernos, pero… Confieso que imaginar la situación me recordó el cinismo escéptico y populista de Bep Garbandella...
Como desconozco las circunstancias políticas de este "estreno", no me importa manifestar abiertamente que el respeto a una obra no debería chocar con la voluntad de aproximarla a las circunstancias del presente y, en ese sentido, me parece obvio que, para la pervivencia del teatro, es mucho más perniciosa la situación sociocultural general, que la existencia del cine o de los medios de grabación y reproducción. Vivimos tiempos duros para casi todas las formas de creación cultural.
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