Así lo recoge El País:
"El libro lo publica Artika, editorial española especializada en libros de artistas, y es una edición limitada de 4.498 ejemplares, a 2.100 euros cada uno. Ya han sido vendidos 1.200, según la editorial. Sabina ha firmado a lápiz, uno a uno, todos los ejemplares. "Yo no soy el responsable del precio", ha señalado el cantautor, que ha confesado que al conocer la cuantía le ha dado un poco de impresión. "Entiendo que gran parte de mi público no lo va a comprar", ha apuntado."
Joaquín Sabina es, ante todo y sobre todo, artista, incluso aunque sea del Atlético de Madrid, ese club de señores de hipoteca y ladrillo en predio de perdedores y currantes, hijos o nietos de agricultores, seculares deudores de otros señores de horca y cuchillo. Es cantor de voz rasgada y dura, con matices de vodka caro, en las antípodas de Nerón, que la tenía aflautada y, por supuesto, flácida. Es, según dicen, poeta y animador de ambientes densos; vende gesto canalla, mirada penetrante y sonrisa fácil de tugurio fino; es quintaesencia de lo políticamente correcto y, cuando conviene, paradigma de heterodoxia, por supuesto, controlada por una inteligencia práctica excepcional.
¿Garagatos? Ni garabatos ni garagatos ni... Aunque el término me recuerda las obras de Congo, el chimpancé de Morris, las de Sabina son otra cosa: son obras de arte, pero no de un arte socializado en senderos posmodernos ni de otra naturaleza petulante. Son obras de arte con a mayúscula, casi tan grande como el tamaño de su perspicacia. Súbitamente, como en el relato de Tennessee Williams y con matices afines, se ha destapado un fenómeno sobrenatural y apocalíptico capaz de devorar las crías débiles de un arte caduco o las entrañas del amaneramiento decadente. Y ha nacido un nuevo Matisse o, mejor aún, la reencarnación de Picasso... a precio de saldo. ¿Quién no puede pagar 2.000 € por una obra firmada a lápiz de tan egregio artista?
Próximo destino: el museo Thyssen.
"El libro lo publica Artika, editorial española especializada en libros de artistas, y es una edición limitada de 4.498 ejemplares, a 2.100 euros cada uno. Ya han sido vendidos 1.200, según la editorial. Sabina ha firmado a lápiz, uno a uno, todos los ejemplares. "Yo no soy el responsable del precio", ha señalado el cantautor, que ha confesado que al conocer la cuantía le ha dado un poco de impresión. "Entiendo que gran parte de mi público no lo va a comprar", ha apuntado."
Joaquín Sabina es, ante todo y sobre todo, artista, incluso aunque sea del Atlético de Madrid, ese club de señores de hipoteca y ladrillo en predio de perdedores y currantes, hijos o nietos de agricultores, seculares deudores de otros señores de horca y cuchillo. Es cantor de voz rasgada y dura, con matices de vodka caro, en las antípodas de Nerón, que la tenía aflautada y, por supuesto, flácida. Es, según dicen, poeta y animador de ambientes densos; vende gesto canalla, mirada penetrante y sonrisa fácil de tugurio fino; es quintaesencia de lo políticamente correcto y, cuando conviene, paradigma de heterodoxia, por supuesto, controlada por una inteligencia práctica excepcional.
¿Garagatos? Ni garabatos ni garagatos ni... Aunque el término me recuerda las obras de Congo, el chimpancé de Morris, las de Sabina son otra cosa: son obras de arte, pero no de un arte socializado en senderos posmodernos ni de otra naturaleza petulante. Son obras de arte con a mayúscula, casi tan grande como el tamaño de su perspicacia. Súbitamente, como en el relato de Tennessee Williams y con matices afines, se ha destapado un fenómeno sobrenatural y apocalíptico capaz de devorar las crías débiles de un arte caduco o las entrañas del amaneramiento decadente. Y ha nacido un nuevo Matisse o, mejor aún, la reencarnación de Picasso... a precio de saldo. ¿Quién no puede pagar 2.000 € por una obra firmada a lápiz de tan egregio artista?
Próximo destino: el museo Thyssen.
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