jueves, 9 de junio de 2016

Cleopatra, 1963; el fin de una época

Cuestiones preliminares

Es una de las películas más interesantes de los años sesenta por muchas razones, contando con que no es muy popular y con las "debilidades", sobre todo, de la segunda parte, que dificultan considerarla una "obra maestra". Sin embargo, es uno de los espectáculos cinematográficos más grandiosos que conozco. Para valorarla, antes que nada, es necesario afrontar una cuestión preliminar de imposible solución, tal y como hoy están las cosas: le película requiere ser contemplada en "pantalla grande"; es la única manera de acercarse a la "obra original", concebida en formato Todd-AO, uno de las modalidades del "mítico" 70 mm,. que tanto le gusta a Tarantino. Ver esta película es la pantalla de un monitor o en un televisor desnaturaliza a la experiencia; es como disfrutar de Las Meninas mediante una reproducción a todo color de 3 cm. de altura.
A propósito de ello y teniendo en cuenta que no parece probable su explotación en salas convencionales, a la espera de que existan fórmulas de realidad virtual que lo permitan, me gustaría dejar un lamento en el desierto sordo sobre la responsabilidad que  afecta a las instituciones museísticas que se interesan o deberían interesarse, por esta forma de expresión estética y, con frecuencia, emplean medios inadecuados, seguramente porque no pueden hacer otras cosas. Sin embargo, hoy por hoy son las únicas entidades que, cuando menos, podrían intentar resolver ese problema, aunque ya sé que decirlo así podría pasar por juicio estúpido más que ingenuo. Rehabilitar el Albeniz, por ejemplo, supondría detraer recursos que son muy necesarios para otras cosas.



Cabría responder que para eso están las filmotecas... pero de lo que estoy hablando es de un cine "especial" que acaso debiera recuperarse desde los objetivos que son específicos de los museos: categorizar los restos del pasado para ofrecerlos a la contemplación del público con el objetivo de facilitar su aproximación al proceso histórico con los menores sesgos posibles. Por desgracia, desde esa función, aún se acentúa la estupidez de mi planteamiento dado que los criterios de categorización que se están aplicando en algunos museos guardan más relación con la línea programática del propio museo que con la valoración "objetiva" de obras en cuya génesis actuaron mecanismos en las antípodas de aquella. Y la situación está tan desequilibrada que si, por algún azar inimaginable, leyera este comentario alguien relacionado con la gestión museística del cine, y observara la película elegida para "justificar" la argumentación, pensaría que quien escribe está loco, porque Cleopatra no proporciona demasiados argumentos desde el punto de vista estético; es una película espectacular, pero desde el punto de vista estético, resulta, cuando menos, pelín relamida.
Aunque la película fue "nominada" a 9 Óscar —mejor película, actor protagonista. fotografía, dirección artística, vestuario, sonido, montaje, efectos especiales, música— y recibió 4 —fotografía, dirección artística, vestuario y efectos especiales—, no creo que ni tan siquiera sea una de las mejores "firmadas" (enseguida veremos en qué circunstancias) por Joseph L. Mankiewicz; pero sí de las más interesantes de recuperar por las posibilidades que tiene para convertirse en documento que nos ayude a entender la naturaleza del cine durante los años sesenta, cuando dependía, ante todo, del criterio de los productores y de factores que lo hacían de una complejidad inusitada y grandiosa. Por llevar el problema a asuntos muy familiares a quienes se interesan por la expresión estética, Cleopatra sería al cine de los años sesenta lo que el Gesù a la arquitectura católica de mediados del siglo XVI.



La producción

La película se planteó con carácter excepcional casi desde el momento mismo de su gestación, a finales del año 1958, y para ello se buscaron los medios técnicos más avanzados, de acuerdo con las posibilidades que tenían las cámaras, los objetivos de aquellos años y, por supuesto, las emulsiones, tradicionalmente limitadas por el tamaña del grano y por la fidelidad en el registro de colores. Por desgracia, para marcar los jalones de lo que fue una sucesión de decisiones "peculiares", aquí comenzaron las penalidades porque la productora se planteó inicialmente realizar la película en CinemaScope; poco después se pretendió rodarla para Cinerama y, por fín —casi— según el sistema patentado por Mike Todd, en colaboración con el sistema de la American Optical Company. Y aún hubo más propuestas...
La película, que comenzó a rodarse el 30 de septiembre de 1960, enseguida se convirtió en paradigma de mala planificación y derroche de medios, aunque seguramente las gacetillas exageraron ese aspecto de la realización, tal vez para acentuar la notoriedad. Aunque "se dijo" y "se dice" que la película arruinó a la 20 th Century Fox, la sangre no llegó al río, porque el balance final culminó en un buen negocio (ver datos de explotación en IMDb)
En todo caso, anotado el dinero arrojado a la basura al abandonar lo realizado en Inglaterra y teniendo en cuenta algunos "excesos" contractuales, escenográficos y de ambientación, es de suponer que algún ejecutivo acabaría con dolencias de estómago, problemas cardíacos y quebrantos en la cartera, que es lo más doloroso.


Mediante fórmulas consagradas por muchos años, la estrategia de explotación se basaba, por un lado, en la espectacularidad que garantizaba el formato, aplicado a escenarios fastuosos, pero también y sobre todo, en la capacidad de Liz Taylor y Richard Burton para atraer al público familiar y, muy especialmente, a los aficionados al papel couché. Acaso por ello debamos "justificar" iniciativas como el contrato de la mujer de los ojos violetas, que, según cuentan, dio verosimilitud a los chistes de bilbainos. Cuando el productor, Walter Wanger, intentó hablar con la Taylor para proponerle el papel de Cleopatra, recibió la llamada su esposo, Eddi Fisher, que le transmitió el recado. Elisabeth Taylor, que estaba rodando Súbitamente, el último verano, respondió en broma: "Claro, dile que lo haré por un millón de dólares" ("Sure, tell him I'll do it for a million dollars."). Y el productor respondió colocando el dinero sobre la mesa en una decisión que pareció exagerada, incluso para las posibilidades de Liz Taylor como factor de motivación periodístico y social.
Atendiendo a los excesos, merece ser destacado que se gastaron casi 200.000 $ en el vestuario de Cleopatra; y me excuso por no mencionar los escenarios que sirvieron para enfatizar la vertiente espectacular en eventos que, incluso, rompen la verosimilitud del relato visual. Algún crítico de mala baba ha llegado a decir que la entrada de Cleopatra en Roma fue un montaje más propio de la apertura de unos juegos olímpicos modernos que de una película de pretensiones históricas.
Se rodó material para montar dos películas de tres horas: César y Cleopatra y Antonio y Cleopatra; sin embargo, la 20 th Century-Fox decidió dejar en los archivos subterráneos alrededor de dos horas, para ofrecer un montaje próximo a  las cuatro horas, que incomodó a todo el equipo relacionado con el rodaje, incluyendo a Liz Taylor, que se lamentó públicamente por la cantidad de minutos rodados y no utilizados.
Pero seguramente lo más penoso de la producción fuera la manera de cerrar el montaje, marginando a Joseph L. Mankiewicz, que intentó "protegerse" reservándose el control sobre el guión. Pero es notorio que "para la industria", para cierta industria, la función del guionista era irrelevante y Walter Wanger, también en este caso, zanjó la cuestión a martillazos, de tal modo que su director se manifestó públicamente repudiando el resultado final. Por desgracia, el "cierre a martillazos", el montaje forzado, se vislumbra con claridad en la segunda parte, con frecuentes "saltos" que no pueden justificarse desde las posibilidades de la elipsis.
Walter Wanger llegó a Cleopatra tras una carrera de cierto reconocimiento en los ambientes de la "industria". Nacido en 1894, moriría en 1968 sin producir ninguna película más después de Cleopatra. Su primera película data de 1929 y desde entonces trabajó con ritmo de dos o tres películas al año, con fases hiperactivas durante los años treinta, cuando produjo multitud de obras que, vistas hoy, dan la razón a quienes apuestan por "proteger" (subvencionar) las realizaciones locales, incluso, aunque sean mediocres. Fue presidente de la Academia de las Artes y la Ciencias entre 1939 y 1941 y entre 1941 y 1945. Entre sus películas destacan algunas de gran notoriedad popular como La diligencia (Stagecoach, Ford, 1939) y Parversidad (Scarlet Street, Lang, 1945), que, a pesar de tantos juicios interesados, no creo se puedan considerar entre lo mejor de aquellos años (Citizen Kane es de 1941).




La fotografía y la dirección artística

Para la parte visual, Wanger contó con Leon Shamroy, director de fotografía de acreditada carrera, que ya había ganado 3 Óscar (con casi veinte "nominaciones") trabajando con directores "de la industria" y cuyas ideas sobre la función de la imagen en el cine dominaban durante los años anteriores a la aparición de los directores de gran proyección estética, que arrancarían con fuerza, precisamente, durante la década de los sesenta. Para Sharmoy, ajeno a las propuestas de Hitchcock en North by Northwest (1959), la fotografía debía molestar lo menos posible al desarrollo de la historia. Dicho de otro modo, para él la fotografía debía alejarse de la grandilocuencia de Eisenstein y caminar por el sendero abierto por Griffith, con quien comenzó su periplo profesional. Y, paradójicamente, acaso en esta circunstancia esté una de las debilidades mayores de Cleopatra. No discutiré las cualidades técnicas de la fotografía de Cleopatra, pero si su planteamiento secundario y sobre todo, que el director de fotografía no hubiera trabajado en un escalón superior a la dirección artística, que también fue premiada con un Óscar. Pero en aquellos años así se trabajaba en Hollywood, con unos estándares de calidad bastante altos pero sin otro instrumento de integración que la acción del productor, de cuyo talento dependía que el resultado final fuese notable, sobresaliente o excepcional. En el caso de San Spiegel, el resultado fue, por lo general, bueno y, en algún caso, excepcional; en el caso de Walter Wanger... lo mejor es Cleopatra, con mucho; contando, incluso con la La diligencia, a mi juicio mitificada por razones extracinematográficas.
La fotografía de Sharmoy es, en definitiva, "hermosa", técnicamente buena, de tarjeta postal, pero ajena a las posibilidades que podría tener para colaborar en el desarrollo del ritmo narrativo, es decir, para conseguir una obra integrada, de carácter tan monumental como el correspondiente al esfuerzo económico aplicado en su realización.


Por fortuna, el director de fotografía contó con una dirección artística que, por encima de las tropelías histórico-estéticas (véase IMDb), configuró un ambiente mejor entonado que otras supuestamente "mejor documentadas". Casi todas las ambientaciones de interiores "cantan" con tanto desatino como la música "de romanos" que genera ese ambiente sonoro tan específico de Hollywood que hiere cualquier sensibilidad medianamente formada en historia de la música.
De todas formas, Alejandría es reinterpretada como una ciudad de fundación helenística y no como una ciudad egipcia, tal y como sucedió en Ágora (Amenábar, 2009); y si acaso, debiera reprocharse a quienes tuvieron responsabilidades en estos asuntos que se pasaran de "buen gusto" y no ofrecieran ambientes de colorido más vivo, como debió ser en su momento.
De todas las "cantadas" en ese sentido, me duele especialmente la manera de resolver la tumba de Alejandro, anacrónica y ridícula hasta la extenuación.



El guión

La película arranca de la novela de Carlo Maria Franzero, La vida y los tiempos de Cleopatra. En los créditos el guión aparece firmado por Joseph L. Mankiewicz, Ranald MacDougall y Sidney Buchman, que había sido marginado por negarse a colaborar en la caza de brujas. Teniendo en cuenta el perfil del director, seguramente sería él la persona decisiva en la concreción del guión definitivo, al menos, en teoría; porque conocido cómo culminó el montaje final, acaso en los créditos también debería incluirse el nombre del productor.
Se ha dicho que el personaje, tal y como queda reflejado en la pantalla, tiene mucha relación con la tradición de “mujer fatal” substanciada durante la segunda mitad del siglo XIX en Europa. No creo que la Cleopatra de Mankiewicz-Wanger tenga nada que ver con las mujeres de Strinderg ni con la Salomé de Wilde; más bien debiéramos pensar en circunstancias culturales más relacionadas con lo que eran las condiciones de vida en Hollywood, en el entorno de las personas o personajes relacionados con el Star System.
También se ha dicho que la película mamaba de la visión literaria de Shakespeare… Tampoco lo creo, aunque es indiscutible que se emplearon referencias de cierta entidad, como la elección de Rex Harrison para interpretar a Julio César con matices "ingleses"; pero poco más, teniendo en cuenta que pocos años antes el propio Mankiewicz había dirigido Julio César (1953).
En general, los personajes fueron diseñados a partir de lo que sobre ellos se dice en las fuentes literarias de la época (Plutarco, Suetonio, Apiano, etc.), completando sus respectivos perfiles personales según el capricho de quienes organizaron el guión, seguramente condicionados por las circunstancias amorosas de dos de sus protagonistas (Burton y Taylor), que, en su tormentosa relación, activaron especialmente la atención del público. Las críticas de la época enfatizaron la voluntad de forzar la relación entre la Cleopatra histórica ("meretrix regina", según Propercio), que empleaba su condición sexual de manera muy "moderna" y Lyz Taylor, decidamente partidaria de ejercer su libertad personal sin los límites del puritanismo imperante en la cultura norteamericana de aquellos años. La continuidad entre actores y personajes, que fuerza el funcionamiento de nuestro sistema perceptivo, justifica que, con frecuencia, se empleen estos recursos que, en ocasiones, desencadenan situaciones particularmente desagradables para los actores, sobre todo, lo especializados en hacer papeles de "villanos".



El director

Desde las circunstancias de la película, es consecuente mencionar al director en último lugar... aunque ello suponga menoscabo para la memoria de François Truffaut. Joseph L. Mankiewicz se había distinguido en la década de los cincuenta por afrontar varias películas con guiones de cierta ambición, entre las que destacaron la mencionada versión del Julio César (1953) de Shakespeare, The Barefoot Contessa (1954) y Suddenly, Last Summer (1959); a ello aún deberíamos unir otras películas de especial significación como The Quiet American (1958), que con su reelaboración de la novela de Graham Greene, podría entenderse como su "obligada" aportación al cine de una época estrechamente ligado a los intereses colectivos. Mankiewicz se esforzó porque sus películas acreditaran un nivel literario que, hasta entonces, había sido factor relativamente excepcional en Hollywood, salvo en las grandes superproducciones y de algunos casos "especiales", como el de William Wyler, magnífico referente en este sentido.
Desde esa postura no debió ser dificultoso armonizar con las ideas de Leon Shamroy; obviamente, en ello están también las mayores debilidades de ambos... A la industria de Hollywood le costó asimilar la lección de Orson Welles...




El resultado

La película está estructurada mediante un preludio musical de Alex North, que determina un ambiente particularmente engañoso sobre la cultura romana, cuyas posibilidades musicales fueron muy distintas, dado el limitado repertorio de instrumentos conocidos, casi todos ellos particularmente elementales. Supongo que interesaba ofrecer un tipo de espectáculo comparable a las propuestas grandilocuentes de la cultura europea de la segunda mitad del siglo XIX... Aunque quizás sea mucho suponer.
La primera parte, dedicada a las relaciones entre Cleopatra y Julio César es más que notable, aunque si prescindimos de lo espectacular, sea difícil destacar una secuencia sobre otra; la historia discurre con un ritmo muy aceptable. La segunda, parte es, cuando menos, manifiestamente mejorable.
Desde un punto de vista estrictamente cinematográfico, es difícil destacar una secuencia sobre otra, en un planteamiento general de incuestionable buen nivel general, que se desborda en las escenografías monumentales.
Los actores están bien, aunque en la elección de los personajes se apostó por incluir un factor de tendenciosidad que deja en mal lugar a la figura de Octavio, como si sus intrigas estuvieran en el origen de la ruina de todos los protagonistas de la historia.
Tampoco hubiera sido mala idea emplear una actriz mejor dotada de atributos nasales para personalizar a Cleopatra, pero ello hubiera creado problemas para el diseño de explotación; Barbra Streisand aún no contaba con el tirón popular que alcanzaría años después.
En todo caso, teniendo en cuenta que, desde el punto de vista histórico, se pueden poner casi tantos reparos a esta película como las que se pusieron a El Cid, a mi juicio, tiene la virtud de ofrecer una imagen de la época romana asequible y aceptablemente sujeta a lo que sabemos de ella si deseamos transmitirlo a una persona ajena a la especialidad histórica. Obviamente, si ponemos la lupa del historiador en el mundo romano, el juicio sería terrorífico, porque las concesiones a la espectacularidad y las "licencias creativas" se llevan por delante demasiados datos conocidos perfectamente, que movilizan la risa o el escándalo, según la actitud de cada cual. El reparo más importante desde mi punto de vista: la película apenas enfatiza los factores que motivaron las guerras civiles, la muerte de Julio César y Marco Antonio, y el fin de la República; obviamente, ofrecer una reconstrucción más rigurosa hubiera menoscabado las posibilidades comerciales.



Para finalizar

Aunque se han hecho muchas películas sobre la figura de Cleopatra (la primera, en 1912; la de Ceccil B. DeMille, de 1934), creo que la versión de Wanger-Mankiewicz es la más interesante, desde un punto de vista estrictamente histórico, incluso para acercarse a las circunstancias que rodeaban a este medio de expresión estética, siempre condicionado por el peso del dinero y por la dedicación a un público lo más numeroso posible.
El año 1963 coincide con un momento de transición que conducirá a un replanteamiento radical del hecho cinematográfico, seguramente movilizado por múltiples factores (competencia de la TV, desarrollo del color, cambios culturales, etc.) entre los que ocupaba un lugar destacado la irrupción de directores europeos como Fellini (La dolce vita, 1960), Visconti (Il gattopardo, 1963), Bergman (Como en un espejo, 1961). Estaban pasando a la historia los "paradigmas" que, durante muchos años, habían sostenido una parte importante de la industria cinematográfica norteamericana, siguiendo las enseñanzas de realizadores como Griffith, J, Ford, C. B. DeMIlle, etc. en un espacio de ingenuidad insultante. El público había cambiado y comenzaban a llegar productos destinados a personas más exigente y con inquietudes nuevas.
Desde esas consideraciones, Cleopatra aparece revestida de connotaciones en el sentido de la transición mencionada y acaso deba tenerse por una de las más relevantes en el proceso de transformación que, a mi juicio, abrirá una fase de particular brillantez también en el cine norteamericano. Seguramente por ello, fueron numerosos quienes vieron en la supuesta quiebra producida por la mala gestión de Walter Wnger un símbolo elocuente para forzar una transformación necesaria.

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