domingo, 18 de noviembre de 2012

La vidas es sueño de Blanca Portillo


Prejuicios

Era la tercera vez que me enfrentaba a Calderón durante este año;  y la  primera en contemplar una representación "ortodoxa"...  Y la situación aparente pintaba fatal, porque la dirección del montaje correspondía a Helena Pimenta, de quien he comentado en este blog su versión de Macbeth . A ello se añadía que el personaje protagonista, Segismundo, estaba interpretado por Blanca Portillo, para mayor inquietud, actriz "famosa", de esas que movilizan al público con su sola presencia. La reciente concesión del Premio Nacional de Teatro no me parecía dato suficiente para garantizar una función memorable. En nuestros días los premios le pueden "caer" a cualquiera. E imaginé que el éxito mencionado por casi todas las fuentes consultadas era previsible:

Autor "clásico" + actriz famosa (o actor famoso) = éxito garantizado

A esos prejuicios aún debía incluir otro factor notorio: los que me infunde el texto de Calderón. Me parece difícil construir sobre  el escenario una función que ofrezca al espectador, pero también al erudito actual, las reflexiones trascendentes y tortuosas encerradas en el texto mediante figuras culteranistas, por no decir pretenciosas. ¿Cómo "tratar" en la actualidad  un texto concebido en armonía acomodaticia con la prepotencia absolutista del siglo XVII?  Helena Pimenta lo explica del siguiente modo:

"La extraordinaria riqueza formal y la profundidad de La vida es sueño han convertido esta obra en uno de los textos más hermosos e inquietantes, no ya del Siglo de Oro español, sino de la dramaturgia universal de todos los tiempos.
Innumerables estudios han dado cuenta de su complejidad y grandeza, tantos que, cuando se trata de servirla al público desde el escenario, se hace imprescindible un enorme ejercicio de humildad y de concentración en los infinitos detalles que la conforman, extrayendo lo que en ella hay de esencial y nos atañe como creadores teatrales de hoy, al igual que atañe al espectador contemporáneo.
Sorprende la concepción conflictiva de sus personajes, sus intensas vivencias y tensiones, dentro de la perfecta estructura arquitectónica en la que se mueven.
Suspende nuestro pensamiento contemplar la lucha denodada de Segismundo por recuperar la libertad que el relator de su vida, su padre Basilio, le ha escamoteado. Inquieta comprobar cuántas justificaciones enmascaran inmensos errores humanos, cuánta manipulación se puede ejercer en nombre del amor, o del poder, o de la ambición. Asombra observar la dignidad y el ardor con que Rosaura se sobrepone a los pesares que siempre le han acompañado.
Nos admira, en definitiva, la capacidad del ser humano de dibujarse a sí mismo, de reconstruirse, a través del pensamiento, de la inteligencia, de la comprensión de lo humano, de la búsqueda de la verdad, ora en la ficción, ora en la realidad."

LT
A riesgo de parecer obtuso o hereje —no sé qué es peor—, debo manifestar disconformidad con casi todo lo expuesto en esta presentación y, muy especialmente, con los adjetivos lisonjeros, si se me perdona la ocurrencia.  ¿Complejidad y grandeza? Puedo reconocer a Calderón habilidad en el uso de la palabra (sería absurdo negarlo); puedo reconocerle cierta categoría relativa entre sus contemporáneos (sería estúpido no reconocerlo), pero pesa demasiado la pertenencia a un universo cultural demasiado encorsetado por unos valores y una forma de entender el poder en las antípodas del ambiente ideal para engendrar una obra centrada en lo específicamente humano. La vida es sueño es una obra irregular, con fragmentos brillantes junto con otros demasiado forzados y aún otros (el desenlace, por ejemplo) que apestan a rancio.
Estas circunstancias —obvias para cualquier persona no especializada— imponen justo lo contrario de lo indicado por Helena Pimenta: alarde de creatividad para establecer un punto de equilibrio entre las posibilidades del texto y las capacidades de los espectadores...

La función

Sin embargo, aunque mis prejuicios y los datos preliminares indicaban neblina, lució el sol como en los veranos mesetarios.
El texto de Calderón, "versionado" por Juan Mayorga, no proporciona anomalías, como era de esperar en postura tan reverente. Y las sorpresas gratificantes comenzaron con la interpretación de Blanca Portillo, que resuelve el reto de colocarse en la piel de Segismundo magníficamente. Chapeau.
Su interpretación está tan ahormada que hasta se diluyen en el éter algunas debilidades que acaso hubieran requerido solución mejor, como la falta de correspondencia entre su altura y la de sus compañeros de reparto. Pero, incluso, contando con ello, me cuesta recordar versiones mejores, y he visto unas cuantas.
La escenografía es sencilla, pero está bien concebida y muy bien adaptada al desarrollo de la función, con referencias de matiz especialmente afortunadas. Me ha parecido que el vestuario de Estrella y las fórmulas arquitectónicas del escenario apuntan en la dirección de los "recientes" tiempos del brillo imperial, ya perdido
Me ha gustado especialmente la forma de resolver las alusiones bélicas, las "aperturas" del techo  y, por supuesto, los desplazamientos verticales de Segismundo.
El vestuario cumple el objetivo de situar al espectador en ambiente de solemnidad "velazqueña"... según claves orteguianas.

Lo mejorable

En este montaje han recurrido a la música para aligerar las partes menos "tensas" del texto y el resultado no es, a mi juicio, positivo: música y texto se funden de modo que es difícil entender a los actores.
Lo peor: la irregularidad interpretativa. La mayor parte de los actores cumplen aceptablemente su cometido, pero existe una excepción clamorosa e incomprensible tratándose de la Compañía Nacional de Teatro Clásico...
Las piernas ensangrentada no armonizan bien con la circunspección general.
En las butacas extremas se pierde la visión de parte del escenario. Entiendo que deberían haber resuelto ese problema o, cuando menos, no vender las localidades correspondientes.

El resultado global 

El público interrumpió la función para aplaudir en una ocasión y el final fue apoteósico. Me sumé de buen grado a quienes aplaudieron puestos en pie.


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