lunes, 4 de septiembre de 2017

Sensibilidad estética

El Ayuntamiento de La Granja (Segovia) tiene una muy arraigada tradición de eventos culturales, probablemente concebidos para incrementar el potencial turístico de una ciudad especialmente atractiva en verano. Así lo acredita el palacio real instalado allí por el primer Borbón, especialmente interesante por los jardines que lo rodean y que contienen un conjunto monumental de fuentes que, muy probablemente, pudieran ser gestionadas de mejor modo para los intereses colectivos.
Desde que el actual equipo gestor está al frente del Ayuntamiento se han consagrado una serie de actividades entre las que destacan los espectáculos ofrecidos en el Centro Cultural-Teatro Canónigos
y los de jazz, en el marco neoclásico de la Puerta de la Reina, con hermosa puesta de sol garantizada
En elogiable costumbre, ambos eventos han sido este año de acceso libre y, en consecuencia, en ellos se han dado cita los parroquianos locales, vecinos de los alrededores y veraneantes, de perfiles personales variados, con un mínimo común divisor: cierto gusto musical que, en ocasiones, llega a cotas de vehemencia sorprendentes. De hecho, son numerosas las personas dispuestas a aplaudir fervorosamente sin que medie razón objetiva alguna.
En ese ambiente general, que cambia poco de un año a otro, a mediados del pasado julio se ofreció un concierto de piano con el siguiente programa:

F. Lisz, Réminiscenses de Don Juan, S. 418
M. Ravel, La Valse
F. Chopin, Sonata para piano nº 3 en si menor, op. 58. I, Allegro maestoso. II, Scherzo, molto vivace. III, Largo. IV, Finale, presto non tanto; agitato.
F. Chopin, Polonesa Fantasía, op. 61

El concierto transcurrió por los cauces “habituales” hasta que, como es frecuente, el respetable arrancó a aplaudir en momento inadecuado y el intérprete mostró su disgusto de modo ostentoso… o eso me pareció. y cuando finalizó el concierto, el pianista abandonó precipitadamente el escenario y, contra lo que es habitual y demandaba el público, no regresó a saludar…

La Granjazz 2016
Si no interpreté mal la situación —mil factores ajenos a mi juicio pudieron forzar la salida precipitada del artista—, me gustaría decir que en la actualidad la situación materializada en el Centro Cultural Canónigos es frecuente y, casi se podría decir, “normal” en todos los contextos artísticos. Porcentajes muy altos de quienes visitan los museos tienen una formación estética muy baja; otro tanto sucede con quienes elogian o se admiran ante una obra arquitectónica; por no hablar de quienes leen libros, en su inmensa mayoría incapaces de detectar las tropelías sintácticas...
En la actualidad los “artistas” han de convivir, necesariamente, con ese factor que, en gran medida, condiciona la experiencia estética puesto que es un componente muy activo en la valoración social de arte. Y seguramente, uno de los territorios donde menos se manifiesta esa influjo nefasto es el de la música, dado que, por sus condiciones específicas, deja menos margen para que se manifieste una opinión pública mayoritariamente indocumentada: es mucho más fácil detectar a un mal pianista que a un mal pintor.
Estoy seguro de que a todos los pianistas del mundo les gustaría que sólo asistieran a sus conciertos personas con elevada formación musical; de ese modo, podrían sentirse satisfechos ante el juicio favorable del respetable. Pero ese tiempo pasó a la historia; desde hace años acuden a los conciertos de “música clásica” muchos “aficionados” que esperan ser transportados a un universo de sensaciones "maravillosas" sin tomar en consideración los factores que, para un conocedor, distinguen a un buen intérprete de un “lector de partituras”. Y cuando eso sucede, muestran fervorosamente su contento. Naturalmente, buena parte de esos “aficionados” han aprendido que se debe controlar el entusiasmo de tal modo que únicamente arrancarán a aplaudir cuando observen que lo hacen quienes "entienden”. Pero no se confundan los jóvenes pianistas con grandes y justas pretensiones, porque entre quienes aplauden sus interpretaciones magistrales, un porcentaje sensiblemente mayoritario lo hará exactamente igual si quien ofrece la interpretación se limita a leer la partitura trastocando de vez en cuando alguna nota.
Me consta que algunos directores de museos de arte contemporáneos, estarían dispuestos a realizar exámenes de posmodernidad a quienes desearan acceder a ellos, y supongo que entre los intérpretes musicales pudiera suceder algo parecido, pero no creo que ello fuera ni democrático ni sensato. El arte ha de convivir con el nivel cultural medio del lugar donde se ofrezca y si ese nivel es bajo, deberá padecer las consecuencias.  En suma, compite a todos, desde nuestros ámbitos de acción personal, hacer lo posible por elevar ese nivel… si es posible; y, en todo caso, intentarlo, en lugar de lanzar exabruptos sobre quienes, con dolor y complejos, han de padecer sus propias limitaciones.

Para finalizar y con carácter marginal, reconociendo la maravillosa labor llevada a cabo por los gestores de los conciertos veraniegos, deseo aprovechar la ocasión para sugerir a quienes los organizan que elijan programas menos “técnicos” y más próximos a “lo popular”; es decir, que propongan composiciones más conocidas por ese público heterogéneo que llena las salas y que, en mitad del concierto, no se corta un pelo en sacar el teléfono para hacer una fotografía con flash o que mitiga el calor con abanicos de oscilación ruidosa. Y en este punto me gustaría recordar las enseñanzas de Fernando Argenta y Araceli González Campa, que tanto hicieron por divulgar la "música culta" más allá de las odas radiofónicas. Puede que no fuera mala idea recuperar, en este tipo de conciertos, el espíritu de Clásicos Populares, que tanto hizo por difundir el gusto musical en una población demasiado alejada de la música por obra y gracia de un sistema educativo que, entonces como ahora, dejaba a un lado aspectos esenciales de lo más noble del ser humano.

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