jueves, 11 de septiembre de 2014

El museo Brandhorst de Munich

Fue inaugurado en 2009, por voluntad de Udo-Fritz Hermann, esposo de Anette Brandhorst, a su vez, bisnieta del fundador de la firma Henkel, que decidió legar la colección de arte reunida entre ambos, cuando esta murió, al estado de Baviera. Sólo puso una condición: que le prepararan un edificio adecuado a la entidad de la colección. Éste fue encargado a Sauerbruch Hutton, estudio berlinés de gran implantación en Alemania, caracterizado por diseñar edificios cuyas fachadas ofrecen espectaculares juegos de color. El museo Brandhorst, situado en la zona de los museos más relevantes de Munich, está cubierto por paneles sobre los que se colocan de lamas tubulares de sección cuadrada, esmaltadas en tonos variados y sujetas mediante usillos roscados regulables. El resultado final recuerda ciertas fórmulas de Op Art y, muy especialmente, los juegos de inestabilidad visual de Vasarely, aunque en este caso, sin desbordar los límites del “buen gusto”, sin forzar demasiado el efecto Moirè, que no molesta en la percepción directa.



El museo se puso en marcha con un patrimonio de 120 millones de euros, que sirve para asegurar que la fundación rectora mantenga un nivel adquisitivo de 2 millones de euros anuales, cifra difícil de alcanzar por la inmensa mayoría de las instituciones europeas y norteamericanas afines. En ese sentido, podríamos decir que se trata de uno de los museos mejor planteados para un momento como el actual, tan condicionado por la relaciones entre el arte y el dinero.
La colección es especialmente relevante por la atención prestada a las vanguardias posteriores a los años setenta y, por la cantidad de obras de A. Warhol y Cy Twombly, acaso dos de los artistas que determinan la línea de separación más clara ente los criterios de valoración estética “popular” (sociológicamente mayoritaria) y “cualificado” (de “los expertos”).
Tal vez la sala más espectacular sea la dedicada a la serie Lepanto de Twombly...


Cuando lo visitamos ofrecían una exposición de Richard Avedon, que no pude documentar porque los vigilantes permanecían especialmente atentos a que el visitante no se equivocara de tecla al tomar notas… o pisara las rayas que determinan los límites de lo admisible.
Gracias a las paredes blancas, los suelos de madera (roble danés), las amplias escaleras, la generosa iluminación y el orden geométrico dominante, el ambiente interior es sumamente grato. Sin embargo, como es habitual en museos o exposiciones afines, a pesar de ese ambiente y de las posibilidades “populistas” de las imágenes de Richard Avedon, sus gestores no parecen haber conseguido interesar al gran público: las salas estaban prácticamente vacías.

Una lástima que un museo como éste, tan magníficamente dotado, que tanto podría hacer para romper la barrera entre cultura popular y de élite, se empecine en colocar barreras… ¿por defender los derechos de reproducción? ¿No sería mejor fomentar la afición de los jóvenes ofreciéndoles posibilidades de disfrute más próximas a sus intereses y necesidades?

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