Animales nocturnos, de Juan Mayorga, es una obra cuya gestación explica en cierto modo algunas de sus cualidades. Al parecer, el germen de la obra nació en el año 2002, cuando el teatro Royal Court de Londres encargó a varios dramaturgos obras de escasa duración (10 minutoa) que afrontaran los problemas políticos más acuciantes de su país. Con esa finalidad, Juan Mayorga escribió El buen vecino, que es posible ver en el vídeo adjunto en un montaje hispano-chileno de 2013.
El buen vecino describe la relación entre dos personajes a partir de la promulgación de la "ley 3754", de extranjería, que prescribía la expulsión inmediata para los emigrantes en situación irregular. Un hombre advierte que su vecino es "un ilegal" y, desde esa circunstancia, toma la iniciativa para modificar radicalmente el sentido de un vínculo, hasta entonces, apenas substanciado en los saludos triviales y de cortesía. El autóctono exigirá al emigrante una relación más profunda...
"(...) Pero esté seguro de que nunca le pediré nada vergonzoso. Y, por supuesto, nada relacionado con el sexo. Usted ha tenido suerte conmigo. No voy a obligarle a trabajar para mí, ni a cometer ninguna fechoría, no voy a ponerle la mano encima. Un día le pediré un rato de conversación; otro, que me acompañe a dar una vuelta. Nada feo, nada humillante. Que me lea un poema, que me cuente un chiste... Nada humillante. A veces le pediré algo incómodo o desagradable, pero no con ánimo de ofenderlo, sino para comprobar su disponibilidad. Eso es, en definitiva, lo que me importa: estar seguro de su disponibilidad. Algunos días dejaré que se olvide de mí, pero siempre reapareceré. Entonces le pediré que recite una oración o que me cante un canto de su tierra, no por molestarle, sino para recordarle la naturaleza de nuestro vínculo. Para humillarlo, nunca. (...)"
Desde el texto primitivo, el autor amplió el repertorio de relaciones personales incluyendo a las compañeras de los personajes iniciales hasta conseguir una obra de hechura más convencional, de unos 90 minutos. El original "definitivo", estrenado en el año 2004 en La Guindalera, cambió de título y, por supuesto, de planteamiento argumental: la "sencillez" del primer texto, construida desde la alusión al desequilibrio asociado a las sociedades con inmigrantes, con sutiles alusiones a las formas de Brecht y de Samuel Beckett (al menos eso detecto en la versión hispano-chilena), dio paso a una trama mucho más compleja.
Enseguida sabremos que ello implica un manifiesto desequilibrio de roles, porque el autóctono es un "manitas", "homo faber" (si se me permite la licencia), mientras que el extranjero tiene sólida formación intelectual. Paradójicamente, a causa de la promulgación de una ley —las leyes deben garantizan el orden social— se hace añicos la legitimidad o, si se prefiere, quiebran los fundamentos del sistema democrático, que garantiza la igualdad política entre todos los individuos y la primacía social de los más capacitados: el emigrante ilegal (el hombre alto) quedará sometido a la voluntad del otro (el hombre bajo), en una situación cercana al vínculo entre un "buen romano" (pater familias) y un esclavo.
Cuando la obra llega al primer tercio aparece una referencia que concreta el desbordamiento de la apuesta inicial, mediante una idea de proyección argumental, que me parece tomada de Isaiah Berlin; a ellas se unirán elementos de calculada ambiguedad que hacen pensar en el primer Harold Pinter, aquel que estaba más cerca del llamado "teatro del absurdo".
La referencia a Isaiah Berlin deriva de la relevancia que se otorga al proverbio de la zorra y el erizo, a su vez, tomado de Arquíloco y reformulado con matices no sexistas que pueden desconcertar a quien esté familiarizado con la figura de "la zorra", más frecuente en el mundo de la fábula que la del "zorro". El aforismo reza: "El zorro sabe muchas cosas; el erizo, sólo una pero muy importante". Isaiah Berlin había publicado en el año 1953 un ensayo con título de El erizo y la zorra, que concretaba su voluntad de ofrecer un modelo psicológico alternativo a las corrientes de raíz freudomarxista dominantes en los ambientes universitarios occidentales de la época. En él clasificaba a las personas en dos grupos de cualidades casi contrapuestas:
"Pues hay un gran abismo entre, por un lado, quienes lo relacionan todo con una única visión central, con un sistema más o menos congruente o integrado, en función del cual comprenden, piensan y sienten —un principio único universal y organizador que por sí solo da significado a cuanto son y dicen—, y, por otro, quienes persiguen muchos fines distintos, a menudo inconexos y hasta contradictorios, ligados si acaso por alguna razón de facto, alguna causa psicológica o fisiológica, sin intervención de ningún principio moral ni estético."
El ensayo es un trabajo de incuestionables cualidades retóricas, pero no sé si, en la actualidad, es buena idea mantenerlo como referencia para un asunto como éste, tendiendo en cuenta las connotaciones que condicionaron su redacción, básicamente los mismos que conforman las actuales referencias ultracentristas.
De todas formas, en la obra, esas posibles implicaciones son "compensadas" — hasta cierto punto— por las acotaciones al modo de Harold Pinter, aludido mediante un universo de relaciones personales complejas y contradictorias, que constriñen a los personajes con la ayuda de los condicionantes oscuros, subyacentes en lo más profundo de sus instancias íntimas. Por desgracia, los juegos contradictorios, que podrían haber proporcionado mayor dinamismo a la obra, se desdibujan entre un universo estético demasiado rico en figuras retóricas no siempre fáciles de interpretar, sobre todo para quien llegue al teatro sin haberse documentado someramente.
La obra comienza en la cafetería Yakarta, que en los años de la gestación de El buen vecino, acotaba un lugar de Madrid (la plaza Elíptica) donde se establecía una especie de "mercado de esclavos", substanciado por extranjeros ilegales, que eran reclutados por empresarios con pocos escrúpulos para emplear sus necesidades en beneficio propio, para realizar toda suerte de actividades —por supuesto, sin actividades excesivamente vejatorias ni de orientación sexuales.
Cerrada la "introducción" de El buen vecino, la obra da un giro para materializar lo que el título implica (Animales nocturnos) mediante la exposición de los protagonistas como seres insomnes, en su contexto íntimo, en jaulas con sus respectivas parejas, dentro de un zoológico del que el público también forma parte.
Como tengo la costumbre de no desvelar el desenlace de las tramas, me detendré brevemente en el planteamiento para hacer notar que la situación descrita es lugar común en las relaciones humanas cuando aparece el desequilibrio implícito en el juego de roles; en esos casos lo más frecuente es que "la relación" culmine en situaciones aún más complejas, dramáticas y penosas que las mencionadas en la obra. En esos casos comunes, que conocerá quien haya tenido la desgracia de ocupar los escalones sociales más bajos, afloran estrategias que suelen tener a la mezquindad como máximo común denominador, tanto por la zona activa como por la pasiva. Desde esta apreciación, casi obvia, se difuminan parte de las pretensiones que, según ha indicado su autor, tiene la obra.
En el mismo sentido opera otra circunstancia se gran calado al contemplar la obra en el año 2016: los procesos migratorios han sufrido una transformación que dejan en asunto trivial el resorte desencadenante de la historia. La obra ha envejecido mal, porque las relaciones entre autóctonos y foráneos han cambiado radicalmente para activar mecanismos infinitamente más elementales, prosaicos y poderosos que los descritos a partir del antagonismo entre lo centrípeto y lo centrifugo, entre lo convergente y lo divergente.
Desde las indiscutibles cualidades retóricas del hallazgo poético, hoy, en 2016, puede parecer pueril que una persona se sienta amenazada en su intimidad porque un vecino voluntarioso toque las sábanas de su cama, cuando dominan situaciones de aristas múltiples que, con frecuencia, activan resortes atávicos de alcance brutal y terrible. Ante esas disyuntivas, las estrategias de erizos y zorras (o zorros) quedarían en ejercicio vacuo de elucubraciones y metáforas para pijos, sin que este juicio deba entenderse como descalificación del texto de Mayorga, que contemplado como obra del año 2004, me parece. cuando menos, notable. Cuando vivimos en una sociedad que está instutucionalizando diversas formas de semiesclavismo, que es incapaz de resolver el problema humano de los refugiados, las cuitas de los Animales nocturnos quedan en una propuesta demasiado ingenua.
Acaso por ello, el desarrollo de las dos terceras partes finales de la obra, me sugiere la imagen de un mecanismo de engranajes demasiado difusos, escasamente sintonizado con los fenómenos implicado por la emigración, tal vez útil para activar en el espectador una reflexión "abstracta" sobre la condición humana, que no es poco.
Por lo demás...
Supongo que la obra causará sensación entre los profetas de la metáfora y los santones de los dogmas procesuales, dada la propuesta "abierta" y "contradictoria" implícita en un desenlace desconcertante, que despertó en mi cabeza la idea de que tal vez Juan Mayorga intentara (o intente) "actualizar" los planteamientos de Beckett, Ionesco y Pinter, hasta acomodarlos a las ideas posmodernas... Pero tal vez sea exceso de imaginación.
El trabajo de El Aedo, compañía especializada en propuestas pedagógicas y de reflexión social, es, como de costumbre, magnífico, contando incluso con las habituales irregularidades derivadas del perfil profesional de cada actor.
Los elementos que completan la infraestructura de la representación cumplen su cometido: la iluminación está francamente bien, el vestuario facilita los convenientes procesos proyectivos...
Pero en esta función destaca un elemento que deseo enfatizar, aunque sólo sea con carácter de "aviso de caminantes". El montaje está concebido a partir de un gran cajón que, con su movimiento y modificaciones, va definiendo la naturaleza de los diferentes espacios escénicos. Es, en lo que se puede percibir, una magnífica idea para una sala convencional. Sin embargo no se adapta en absoluto a las cualidades de la sala Jardiel Poncela, porque está concebido para ser contemplado frontalmente, y en ella el público ha de colocarse también en gradas laterales desde las que se pierden detalles muy relevantes para seguir el desarrollo de la función. Concretamente, desde las zonas laterales no se percibe con la precisión que recoge la foto adjunta, el carácter de "las jaulas" y, lo que es más grave, es imposible saber "cómo acaba" la historia.
Ignoro a quién corresponde la responsabilidad de una situación tan absurda o si, incluso, el director de la obra habrá juzgado que los espectadores debían asumir las penalidades de ocupar jaulas marginales, pero si la escenografía está pensada para salas convencionales búsquese una sala de ese tipo y si no es posible, échenle imaginación y plantean una escenografía diferente. El respeto al público debería ser, en todo caso, objetivo primordial.
El buen vecino describe la relación entre dos personajes a partir de la promulgación de la "ley 3754", de extranjería, que prescribía la expulsión inmediata para los emigrantes en situación irregular. Un hombre advierte que su vecino es "un ilegal" y, desde esa circunstancia, toma la iniciativa para modificar radicalmente el sentido de un vínculo, hasta entonces, apenas substanciado en los saludos triviales y de cortesía. El autóctono exigirá al emigrante una relación más profunda...
"(...) Pero esté seguro de que nunca le pediré nada vergonzoso. Y, por supuesto, nada relacionado con el sexo. Usted ha tenido suerte conmigo. No voy a obligarle a trabajar para mí, ni a cometer ninguna fechoría, no voy a ponerle la mano encima. Un día le pediré un rato de conversación; otro, que me acompañe a dar una vuelta. Nada feo, nada humillante. Que me lea un poema, que me cuente un chiste... Nada humillante. A veces le pediré algo incómodo o desagradable, pero no con ánimo de ofenderlo, sino para comprobar su disponibilidad. Eso es, en definitiva, lo que me importa: estar seguro de su disponibilidad. Algunos días dejaré que se olvide de mí, pero siempre reapareceré. Entonces le pediré que recite una oración o que me cante un canto de su tierra, no por molestarle, sino para recordarle la naturaleza de nuestro vínculo. Para humillarlo, nunca. (...)"
(Animales nocturnos)
Desde el texto primitivo, el autor amplió el repertorio de relaciones personales incluyendo a las compañeras de los personajes iniciales hasta conseguir una obra de hechura más convencional, de unos 90 minutos. El original "definitivo", estrenado en el año 2004 en La Guindalera, cambió de título y, por supuesto, de planteamiento argumental: la "sencillez" del primer texto, construida desde la alusión al desequilibrio asociado a las sociedades con inmigrantes, con sutiles alusiones a las formas de Brecht y de Samuel Beckett (al menos eso detecto en la versión hispano-chilena), dio paso a una trama mucho más compleja.
Enseguida sabremos que ello implica un manifiesto desequilibrio de roles, porque el autóctono es un "manitas", "homo faber" (si se me permite la licencia), mientras que el extranjero tiene sólida formación intelectual. Paradójicamente, a causa de la promulgación de una ley —las leyes deben garantizan el orden social— se hace añicos la legitimidad o, si se prefiere, quiebran los fundamentos del sistema democrático, que garantiza la igualdad política entre todos los individuos y la primacía social de los más capacitados: el emigrante ilegal (el hombre alto) quedará sometido a la voluntad del otro (el hombre bajo), en una situación cercana al vínculo entre un "buen romano" (pater familias) y un esclavo.
Cuando la obra llega al primer tercio aparece una referencia que concreta el desbordamiento de la apuesta inicial, mediante una idea de proyección argumental, que me parece tomada de Isaiah Berlin; a ellas se unirán elementos de calculada ambiguedad que hacen pensar en el primer Harold Pinter, aquel que estaba más cerca del llamado "teatro del absurdo".
La referencia a Isaiah Berlin deriva de la relevancia que se otorga al proverbio de la zorra y el erizo, a su vez, tomado de Arquíloco y reformulado con matices no sexistas que pueden desconcertar a quien esté familiarizado con la figura de "la zorra", más frecuente en el mundo de la fábula que la del "zorro". El aforismo reza: "El zorro sabe muchas cosas; el erizo, sólo una pero muy importante". Isaiah Berlin había publicado en el año 1953 un ensayo con título de El erizo y la zorra, que concretaba su voluntad de ofrecer un modelo psicológico alternativo a las corrientes de raíz freudomarxista dominantes en los ambientes universitarios occidentales de la época. En él clasificaba a las personas en dos grupos de cualidades casi contrapuestas:
"Pues hay un gran abismo entre, por un lado, quienes lo relacionan todo con una única visión central, con un sistema más o menos congruente o integrado, en función del cual comprenden, piensan y sienten —un principio único universal y organizador que por sí solo da significado a cuanto son y dicen—, y, por otro, quienes persiguen muchos fines distintos, a menudo inconexos y hasta contradictorios, ligados si acaso por alguna razón de facto, alguna causa psicológica o fisiológica, sin intervención de ningún principio moral ni estético."
De todas formas, en la obra, esas posibles implicaciones son "compensadas" — hasta cierto punto— por las acotaciones al modo de Harold Pinter, aludido mediante un universo de relaciones personales complejas y contradictorias, que constriñen a los personajes con la ayuda de los condicionantes oscuros, subyacentes en lo más profundo de sus instancias íntimas. Por desgracia, los juegos contradictorios, que podrían haber proporcionado mayor dinamismo a la obra, se desdibujan entre un universo estético demasiado rico en figuras retóricas no siempre fáciles de interpretar, sobre todo para quien llegue al teatro sin haberse documentado someramente.
La obra comienza en la cafetería Yakarta, que en los años de la gestación de El buen vecino, acotaba un lugar de Madrid (la plaza Elíptica) donde se establecía una especie de "mercado de esclavos", substanciado por extranjeros ilegales, que eran reclutados por empresarios con pocos escrúpulos para emplear sus necesidades en beneficio propio, para realizar toda suerte de actividades —por supuesto, sin actividades excesivamente vejatorias ni de orientación sexuales.
Cerrada la "introducción" de El buen vecino, la obra da un giro para materializar lo que el título implica (Animales nocturnos) mediante la exposición de los protagonistas como seres insomnes, en su contexto íntimo, en jaulas con sus respectivas parejas, dentro de un zoológico del que el público también forma parte.
Como tengo la costumbre de no desvelar el desenlace de las tramas, me detendré brevemente en el planteamiento para hacer notar que la situación descrita es lugar común en las relaciones humanas cuando aparece el desequilibrio implícito en el juego de roles; en esos casos lo más frecuente es que "la relación" culmine en situaciones aún más complejas, dramáticas y penosas que las mencionadas en la obra. En esos casos comunes, que conocerá quien haya tenido la desgracia de ocupar los escalones sociales más bajos, afloran estrategias que suelen tener a la mezquindad como máximo común denominador, tanto por la zona activa como por la pasiva. Desde esta apreciación, casi obvia, se difuminan parte de las pretensiones que, según ha indicado su autor, tiene la obra.
En el mismo sentido opera otra circunstancia se gran calado al contemplar la obra en el año 2016: los procesos migratorios han sufrido una transformación que dejan en asunto trivial el resorte desencadenante de la historia. La obra ha envejecido mal, porque las relaciones entre autóctonos y foráneos han cambiado radicalmente para activar mecanismos infinitamente más elementales, prosaicos y poderosos que los descritos a partir del antagonismo entre lo centrípeto y lo centrifugo, entre lo convergente y lo divergente.
Desde las indiscutibles cualidades retóricas del hallazgo poético, hoy, en 2016, puede parecer pueril que una persona se sienta amenazada en su intimidad porque un vecino voluntarioso toque las sábanas de su cama, cuando dominan situaciones de aristas múltiples que, con frecuencia, activan resortes atávicos de alcance brutal y terrible. Ante esas disyuntivas, las estrategias de erizos y zorras (o zorros) quedarían en ejercicio vacuo de elucubraciones y metáforas para pijos, sin que este juicio deba entenderse como descalificación del texto de Mayorga, que contemplado como obra del año 2004, me parece. cuando menos, notable. Cuando vivimos en una sociedad que está instutucionalizando diversas formas de semiesclavismo, que es incapaz de resolver el problema humano de los refugiados, las cuitas de los Animales nocturnos quedan en una propuesta demasiado ingenua.
Acaso por ello, el desarrollo de las dos terceras partes finales de la obra, me sugiere la imagen de un mecanismo de engranajes demasiado difusos, escasamente sintonizado con los fenómenos implicado por la emigración, tal vez útil para activar en el espectador una reflexión "abstracta" sobre la condición humana, que no es poco.
Por lo demás...
Supongo que la obra causará sensación entre los profetas de la metáfora y los santones de los dogmas procesuales, dada la propuesta "abierta" y "contradictoria" implícita en un desenlace desconcertante, que despertó en mi cabeza la idea de que tal vez Juan Mayorga intentara (o intente) "actualizar" los planteamientos de Beckett, Ionesco y Pinter, hasta acomodarlos a las ideas posmodernas... Pero tal vez sea exceso de imaginación.
El trabajo de El Aedo, compañía especializada en propuestas pedagógicas y de reflexión social, es, como de costumbre, magnífico, contando incluso con las habituales irregularidades derivadas del perfil profesional de cada actor.
Los elementos que completan la infraestructura de la representación cumplen su cometido: la iluminación está francamente bien, el vestuario facilita los convenientes procesos proyectivos...
Pero en esta función destaca un elemento que deseo enfatizar, aunque sólo sea con carácter de "aviso de caminantes". El montaje está concebido a partir de un gran cajón que, con su movimiento y modificaciones, va definiendo la naturaleza de los diferentes espacios escénicos. Es, en lo que se puede percibir, una magnífica idea para una sala convencional. Sin embargo no se adapta en absoluto a las cualidades de la sala Jardiel Poncela, porque está concebido para ser contemplado frontalmente, y en ella el público ha de colocarse también en gradas laterales desde las que se pierden detalles muy relevantes para seguir el desarrollo de la función. Concretamente, desde las zonas laterales no se percibe con la precisión que recoge la foto adjunta, el carácter de "las jaulas" y, lo que es más grave, es imposible saber "cómo acaba" la historia.
Ignoro a quién corresponde la responsabilidad de una situación tan absurda o si, incluso, el director de la obra habrá juzgado que los espectadores debían asumir las penalidades de ocupar jaulas marginales, pero si la escenografía está pensada para salas convencionales búsquese una sala de ese tipo y si no es posible, échenle imaginación y plantean una escenografía diferente. El respeto al público debería ser, en todo caso, objetivo primordial.