Con el paso de los años he aprendido que es difícil encontrar un lugar maravilloso que responda a las expectativas elaboradas por nuestra conciencia. Lo más común —al menos en mi caso— es que la imaginación se haya desmadrado hasta componer imágenes hermosas, saturadas de color y con matices dignos de Blake o de cualquier otro genio de la inventiva. Pero también es común que al llegar al lugar idealizado, aparezcan circunstancias que desvirtúen la magia: demasiados visitante, normas surrealistas, funcionarios estúpidos... Francamente, es difícil que la experiencia sea plenamente satisfactoria y acaso por ello, cuando los astros entran en conjunción y aparece la situación idónea, dan ganas de levantar un ara a los dioses y proclamar solemnemente su gloria.
El día que me infundió agradecimiento a los dioses amaneció con amenaza de lluvia y con un cielo jaspeado de cirros y claros, que tamizaban la luz del sol hasta componer una atmósfera relativamente densa, sin estridencias cromáticas, ideal para contemplar en su máximo esplendor la obra de Piero Ligorio, dictada por la voluntad heterodoxa de Pier Francesco Orsini (Vicino), en honor a Giulia Farnese y a sus propias ideas filosóficas.
Una de las personas más cultas que conozco —que naturalmente no trabaja en la universidad—, destacó el carácter novelesco de la obra escrita por Mujica Láinez... Es cierto, el Bomarzo de Mujica Láinez es una novela, pero la descripción que hace del personaje y de su tiempo no pueden ser superada en verosimilitud por los manuales más rigurosos de Historia, por una razón simple: la imagen literaria vive, mientras que la historia escrita con rigor siempre es material de museo, naturaleza muerta. Lo mismo sucede con los jardines de Bomarzo; también ellos son historia viva.
Los jardines de Bomarzo quedaron abandonados a la muerte de Vicino hasta que, varios siglos después, la curiosidad inducida por el escritor argentino entre los lectores de habla hispana, lo convirtió en un centro de interés turístico (limitado) y fue necesario organizarlo para facilitar su explotación: limpiaron la maleza, recuperaron lo recuperable, marcaron senderos...
En la actualidad es un lugar de fácil acceso, con un aparcamiento amplio desde donde se ve el pueblo de Bomarzo en lo alto; la entrada está en una caseta con taquilla, cafetería-autoservicio y tienda de recuerdos... Lo habitual.
Se accede al "jardían sagrado" mediante un itinerario predefinido que, a pesar de todo, ofrece indudables connotaciones sugerentes, si exceptuamos un cartel grosero que, mediante "iconos" señala las reglas de conducta a las que deberá someterse en visitante. Está prohibido montar en moto y bicicleta, hacer fotografía (incluso sin "flesh"), hacer picnic, jugar con pelota, grabar en vídeo, tumbarse en el suelo, subirse a "la tortuga" (o a las esculturas), usar bocinas y entrar con perros... Por fortuna, no existen vigilantes.
Lo más discutible: los gestores han decidido ahorrar esfuerzos a los visitantes y han destacado en color rojo las leyendas que aún subsisten en entre los restos escultóricos, en algunos casos, especialmente erosionados. Ello facilita las cosas al viajero presuroso pero transforma radicalmente las posibilidades de la voluntad curiosa. Gracias a la curiosidad erudita de los estudiosos y sus inclinaciones pedagógicas, es posible reconstruir algunos matices de la voluntad de un promotor que se manifestó epicúreo, en el más noble y culto sentido del término y, en consecuencia, ajeno a todo dios. Y sintetizó su pensamiento en dichas leyendas, de las que destacaré las que me parecen especialmente elocuentes:
Para completar el panorama, el conjunto comprende obras que deberían estar enmarcadas en oro en los manuales de arte contemporáneo, porque anticipan en muchos años cuestiones estéticas sólo afrontadas con continuidad durante el siglo XX. Tal es, por ejemplo, el caso de la "torre inclinada", que ofrece una experiencia de manipulación perceptiva que podría haber abierto —o cerrado— muchas puertas a los minimalistas. Y tal es el caso de casi todas las esculturas, que, en sus cualidades, dibujan digresiones que nos ponen en contacto con el expresionismo, con el surrealismo... con en el escepticismo conceptual.
Toda una lección de Arte y, por supuesto, de Historia y Literatura.
Y lo que aún es más importante e innovador: la fusión del conjunto con su entorno define un maridaje perfeto que no pudo ver Vicino pero sí nosotros, sus herederos. La fusión hace saltar los límites definidos por la palabra "jardín" y desborda ampliamente la idea del "jardín sagrado" que se vende al turista. El jardín de Bomarzo es mucho, muchísimo más.
El lugar, tal y como se nos ofrece y tal y como se imagina, abre muchas dudas sobre cómo explican el siglo XVI los libros de Historia.
Como si todo estuviera diseñado cuidadosamente por un funcionario de la "soprintendenza dei bieni culturali", mientras recorríamos los jardines, una pareja de jóvenes sin defectos físicos aparentes rememoraba entre piedras y musgo el amor de Vicino por Giulia y posaba para un reportaje fotográfico, probablemente nupcial; las posturas de los jóvenes cargaban de sensualidad —epicúrea— las leyendas rojas y acotaban en positivo vital algo prosaico el final del relato de Mugica Láinez:
"Yo he gozado del inescrutable privilegio, siglos más tarde —y con ello se cumplió, sutilmente, la promesa de Sandro Benedetto, porque quien ecuerda no ha muerto—, de recuperar la vida distante de Vicino Orsini, en mi memoria, cuando fui hace poco, hace tres años, a Bomarzo, con un poeta y un pintor, y el deslumbramiento me devolvió en tropel las imágenes y las emociones perdidas. En una ciudad vasta y sonora, situada en el opuesto hemisferio, en una ciudad que no podría ser más diferente al villorrio de Bomarzo, tanto que se diría que pertenece a otro planeta, rescaté mi historia, a medida que devanaba la áspera madeja viejísima y reivindicaba, día a día y detalle a detalle, mi vida pasada, la vida que continuaba viva en mí. Así se realizó lo que me auguró en Venecia, por intermedio de Pier Luigi Farnese, una monja visionaria de Murano, a quien debo esta profecía que ninguno de nosotros entendió a la sazón y que atribuimos a su mística locura: Dentro de tanto tiempo que no lo mide lo humano, el duque se mirará a sí mismo ... El duque murió; el duque Pier Francesco Orsini que luego se miraría a sí mismo, asombrado, murió de veneno, sin originalidad, como cualquier príncipe del Renacimiento, en el instante preciso en que creía que tornaba a ser totalmente un ascético príncipe medieval, émulo de los santos insignes de su familia. Pero aun en eso, en la ironía trágica del emponzoñamiento con la pócima que aseguraba el perpetuo subsistir, el duque de Bomarzo fue distinto a los numerosos duques envenenados de su época, como su parque célebre fue distinto a todos los demás, porque cuanto con él se vinculaba fue distinto del resto. Murió esa noche de mayo de 1572 en que yo, tumbado sobre la mesa de la Boca del Infierno, sentí el frío de la piedra contra mi cara."
El día que me infundió agradecimiento a los dioses amaneció con amenaza de lluvia y con un cielo jaspeado de cirros y claros, que tamizaban la luz del sol hasta componer una atmósfera relativamente densa, sin estridencias cromáticas, ideal para contemplar en su máximo esplendor la obra de Piero Ligorio, dictada por la voluntad heterodoxa de Pier Francesco Orsini (Vicino), en honor a Giulia Farnese y a sus propias ideas filosóficas.
Una de las personas más cultas que conozco —que naturalmente no trabaja en la universidad—, destacó el carácter novelesco de la obra escrita por Mujica Láinez... Es cierto, el Bomarzo de Mujica Láinez es una novela, pero la descripción que hace del personaje y de su tiempo no pueden ser superada en verosimilitud por los manuales más rigurosos de Historia, por una razón simple: la imagen literaria vive, mientras que la historia escrita con rigor siempre es material de museo, naturaleza muerta. Lo mismo sucede con los jardines de Bomarzo; también ellos son historia viva.
Los jardines de Bomarzo quedaron abandonados a la muerte de Vicino hasta que, varios siglos después, la curiosidad inducida por el escritor argentino entre los lectores de habla hispana, lo convirtió en un centro de interés turístico (limitado) y fue necesario organizarlo para facilitar su explotación: limpiaron la maleza, recuperaron lo recuperable, marcaron senderos...
En la actualidad es un lugar de fácil acceso, con un aparcamiento amplio desde donde se ve el pueblo de Bomarzo en lo alto; la entrada está en una caseta con taquilla, cafetería-autoservicio y tienda de recuerdos... Lo habitual.
Se accede al "jardían sagrado" mediante un itinerario predefinido que, a pesar de todo, ofrece indudables connotaciones sugerentes, si exceptuamos un cartel grosero que, mediante "iconos" señala las reglas de conducta a las que deberá someterse en visitante. Está prohibido montar en moto y bicicleta, hacer fotografía (incluso sin "flesh"), hacer picnic, jugar con pelota, grabar en vídeo, tumbarse en el suelo, subirse a "la tortuga" (o a las esculturas), usar bocinas y entrar con perros... Por fortuna, no existen vigilantes.
Lo más discutible: los gestores han decidido ahorrar esfuerzos a los visitantes y han destacado en color rojo las leyendas que aún subsisten en entre los restos escultóricos, en algunos casos, especialmente erosionados. Ello facilita las cosas al viajero presuroso pero transforma radicalmente las posibilidades de la voluntad curiosa. Gracias a la curiosidad erudita de los estudiosos y sus inclinaciones pedagógicas, es posible reconstruir algunos matices de la voluntad de un promotor que se manifestó epicúreo, en el más noble y culto sentido del término y, en consecuencia, ajeno a todo dios. Y sintetizó su pensamiento en dichas leyendas, de las que destacaré las que me parecen especialmente elocuentes:
"SOL PER SFOGARE IL CORE"
"TU CH'ENTRI QUA PON MENTE
PARTE A PARTE
E DIMMI POI SE TANTE
MERAVIGLIE SIAN FATTE PER INGANNO
O PUR PER ARTE."
"CHI CON CIGLIA INARCATE E LABBRA STRETTE NON VA PER QUESTO LOCO MANCO AMMIRA LE FAMOSE DEL MONDO MOLI SETTE"
(Más información)Para completar el panorama, el conjunto comprende obras que deberían estar enmarcadas en oro en los manuales de arte contemporáneo, porque anticipan en muchos años cuestiones estéticas sólo afrontadas con continuidad durante el siglo XX. Tal es, por ejemplo, el caso de la "torre inclinada", que ofrece una experiencia de manipulación perceptiva que podría haber abierto —o cerrado— muchas puertas a los minimalistas. Y tal es el caso de casi todas las esculturas, que, en sus cualidades, dibujan digresiones que nos ponen en contacto con el expresionismo, con el surrealismo... con en el escepticismo conceptual.
Toda una lección de Arte y, por supuesto, de Historia y Literatura.
Y lo que aún es más importante e innovador: la fusión del conjunto con su entorno define un maridaje perfeto que no pudo ver Vicino pero sí nosotros, sus herederos. La fusión hace saltar los límites definidos por la palabra "jardín" y desborda ampliamente la idea del "jardín sagrado" que se vende al turista. El jardín de Bomarzo es mucho, muchísimo más.
El lugar, tal y como se nos ofrece y tal y como se imagina, abre muchas dudas sobre cómo explican el siglo XVI los libros de Historia.
Como si todo estuviera diseñado cuidadosamente por un funcionario de la "soprintendenza dei bieni culturali", mientras recorríamos los jardines, una pareja de jóvenes sin defectos físicos aparentes rememoraba entre piedras y musgo el amor de Vicino por Giulia y posaba para un reportaje fotográfico, probablemente nupcial; las posturas de los jóvenes cargaban de sensualidad —epicúrea— las leyendas rojas y acotaban en positivo vital algo prosaico el final del relato de Mugica Láinez:
"Yo he gozado del inescrutable privilegio, siglos más tarde —y con ello se cumplió, sutilmente, la promesa de Sandro Benedetto, porque quien ecuerda no ha muerto—, de recuperar la vida distante de Vicino Orsini, en mi memoria, cuando fui hace poco, hace tres años, a Bomarzo, con un poeta y un pintor, y el deslumbramiento me devolvió en tropel las imágenes y las emociones perdidas. En una ciudad vasta y sonora, situada en el opuesto hemisferio, en una ciudad que no podría ser más diferente al villorrio de Bomarzo, tanto que se diría que pertenece a otro planeta, rescaté mi historia, a medida que devanaba la áspera madeja viejísima y reivindicaba, día a día y detalle a detalle, mi vida pasada, la vida que continuaba viva en mí. Así se realizó lo que me auguró en Venecia, por intermedio de Pier Luigi Farnese, una monja visionaria de Murano, a quien debo esta profecía que ninguno de nosotros entendió a la sazón y que atribuimos a su mística locura: Dentro de tanto tiempo que no lo mide lo humano, el duque se mirará a sí mismo ... El duque murió; el duque Pier Francesco Orsini que luego se miraría a sí mismo, asombrado, murió de veneno, sin originalidad, como cualquier príncipe del Renacimiento, en el instante preciso en que creía que tornaba a ser totalmente un ascético príncipe medieval, émulo de los santos insignes de su familia. Pero aun en eso, en la ironía trágica del emponzoñamiento con la pócima que aseguraba el perpetuo subsistir, el duque de Bomarzo fue distinto a los numerosos duques envenenados de su época, como su parque célebre fue distinto a todos los demás, porque cuanto con él se vinculaba fue distinto del resto. Murió esa noche de mayo de 1572 en que yo, tumbado sobre la mesa de la Boca del Infierno, sentí el frío de la piedra contra mi cara."