Hacía tiempo que no iba al Reina Sofía: la nueva política de tarifas y horario ha complicado las cosas por razones que no explicaré: no interesan a nadie y mucho menos a quienes las han dictado; ellos sabrán lo que persiguen puteando a los clientes potenciales. Como no me creo las polaridades maniqueas, supongo que no ha de ser por puro sadismo, incluso, aunque lo parezca; es más creíble que les moleste ver demasiada gente en las salas, porque la aglomeración rompe la quietud requerida por los juegos metafóricos y las disquisiciones existenciales, relacionales o trascendentes.
Y me encontré con lo de siempre… Espacios con escasa calor humano, grupos de estudiantes que cruzan las salas a velocidad vertiginosa, diletantes que pasean despacio pero sin pausa; montajes que no responden a las expectativas de un público que tiene “sus ideas” —sus expectativas— sobre lo que ha de ser un museo de arte contemporáneo. Hay salas, hay objetos dispuestos por las paredes y en las salas, hay cartelas sumarias en pugna con manifiestos de pretensiones desmesurados, hasta hay vigilantes sentados o paseando... pero al cruzar la cuarta sala, el museo se desvanece en una niebla densa, de puré de guisantes albos... Lo de siempre.
He aquí lo que han escrito para los usuarios de Internet:
La dicotomía entre práctica creativa y vida ha sido uno de los ejes fundamentales sobre el cual se ha articulado la reflexión histórico-artística a lo largo de los siglos.
Desde el referencial texto Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos (1550-1568) escrito por Giorgio Vasari, la búsqueda de elementos que relacionasen la vida de los creadores con su obra ha constituido uno de los modos hegemónicos de narrar la historia del arte. Esta metodología ha sido cuestionada en la segunda mitad del siglo XX, especialmente con las aportaciones de las teorías estructuralistas llevadas al campo de los estudios sobre arte.
La exposición Formas biográficas. Construcción y mitología individual se centra en la exploración de la identidad como construcción y reconstrucción subjetiva, al modo en que Franz Kafka la entendió cuando escribió: “La escritura se me niega. De ahí mi plan de investigaciones autobiográficas. No biografía, sino búsqueda y descubrimiento de elementos lo más reducidos posible. Ahí es donde me edificaré luego, igual que un hombre cuya casa se tambalea quiere construir una sólida al lado, a ser posible sirviéndose de los materiales de la vieja”.
La actividad artística como construcción biográfica se despliega a menudo en forma de relato mítico. La mitología individual, cuyo origen se puede encontrar en la crítica literaria del romanticismo, se reactiva dentro del vocabulario artístico en la década de los sesenta. La leyenda biográfica, producida en la construcción de una mitología individual, es una crítica del biografismo: ésta da forma a las crisis de identidad vividas en el individuo en sus distintas relaciones de pertenencia cultural y social. De este modo, la exposición contesta el esquema tradicional de una historia del arte lineal centrada en la superación estilística y la sucesión de vidas de artistas, para trasladar su foco de atención hacia la identidad individual como forma experimental.
El texto de la hoja ofrecida en las cajitas del museo es poco más prolija, pero de semejante guisa y aún más complejo de comprender si somos ajenos al juego cultureta o escépticos con los consabidos “lugares comunes” del postureo post-postmoderno. Lo de siempre.
Me pregunto en qué sentido deberemos entender las palabras de Kafka y por qué lo emplearán ahora como escudo justificativo, recurrente y tedioso. Las denuncias de Kafka —y aún las de Larra— perviven en estos nichos endogámicos construidos con dinero público para dar testimonio de modernidad o de petulancia, según la voluntad de quien perciba y valore.
En definitiva, otra exposición cajón de sastre —otra más— para apuntalar divagaciones que no interesan más que a quienes los protagonizan… Lo de siempre.
Y puestos a citar a Kafka, ahí va el último párrafo de El Proceso:
"K esperó en su despacho al ordenanza paseando de un lado a otro, rechazó casi en silencio al subdirector, que quiso entrar varias veces para preguntarle por los motivos de su viaje y, cuando al fin tuvo el maletín, se apresuró a llegar hasta el coche. Se encontraba aún en la escalera, cuando arriba apareció el funcionario Kullych con una carta en la mano, con la que aparentemente quería solicitar algo de K. Éste le rechazó con la mano, pero terco y necio como era ese hombre rubio y cabezón, interpretó mal el gesto de K y bajó las escaleras con el papel dando unos saltos en los que ponía en peligro su vida. K se enojó tanto que, cuando Kullych le alcanzó en la escalinata, le arrebató la carta y la rompió. Cuando K se volvió ya en el coche, Kullych, que probablemente aún no había comprendido el error cometido, permanecía estático en el mismo sitio y miraba cómo se alejaba el coche, mientras el portero, a su lado, se quitaba la gorra. Así que K aún era uno de los funcionarios superiores del banco, el portero rectificaría la opinión de quien lo quisiera negar. Y su madre le tendría, incluso, y a pesar de todos sus desmentidos, por el director del banco y, eso, desde hacía años. En su opinión jamás descendería de rango, por más que su reputación sufriese daños. Tal vez era una buena señal que justo antes de salir se hubiera convencido de que aún era un funcionario que incluso tenía conexiones con el tribunal, podía arrebatar una carta y romperla sin disculpa alguna. Pero no pudo hacer lo que más le hubiera gustado, dar dos sopapos en las mejillas pálidas y redondas de Kullych."
Puestos a pasar dos horas en el Reina Sofía o entre Kafka y Rimbaud, lo tengo claro.
Y me encontré con lo de siempre… Espacios con escasa calor humano, grupos de estudiantes que cruzan las salas a velocidad vertiginosa, diletantes que pasean despacio pero sin pausa; montajes que no responden a las expectativas de un público que tiene “sus ideas” —sus expectativas— sobre lo que ha de ser un museo de arte contemporáneo. Hay salas, hay objetos dispuestos por las paredes y en las salas, hay cartelas sumarias en pugna con manifiestos de pretensiones desmesurados, hasta hay vigilantes sentados o paseando... pero al cruzar la cuarta sala, el museo se desvanece en una niebla densa, de puré de guisantes albos... Lo de siempre.
He aquí lo que han escrito para los usuarios de Internet:
La dicotomía entre práctica creativa y vida ha sido uno de los ejes fundamentales sobre el cual se ha articulado la reflexión histórico-artística a lo largo de los siglos.
Desde el referencial texto Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos (1550-1568) escrito por Giorgio Vasari, la búsqueda de elementos que relacionasen la vida de los creadores con su obra ha constituido uno de los modos hegemónicos de narrar la historia del arte. Esta metodología ha sido cuestionada en la segunda mitad del siglo XX, especialmente con las aportaciones de las teorías estructuralistas llevadas al campo de los estudios sobre arte.
La exposición Formas biográficas. Construcción y mitología individual se centra en la exploración de la identidad como construcción y reconstrucción subjetiva, al modo en que Franz Kafka la entendió cuando escribió: “La escritura se me niega. De ahí mi plan de investigaciones autobiográficas. No biografía, sino búsqueda y descubrimiento de elementos lo más reducidos posible. Ahí es donde me edificaré luego, igual que un hombre cuya casa se tambalea quiere construir una sólida al lado, a ser posible sirviéndose de los materiales de la vieja”.
La actividad artística como construcción biográfica se despliega a menudo en forma de relato mítico. La mitología individual, cuyo origen se puede encontrar en la crítica literaria del romanticismo, se reactiva dentro del vocabulario artístico en la década de los sesenta. La leyenda biográfica, producida en la construcción de una mitología individual, es una crítica del biografismo: ésta da forma a las crisis de identidad vividas en el individuo en sus distintas relaciones de pertenencia cultural y social. De este modo, la exposición contesta el esquema tradicional de una historia del arte lineal centrada en la superación estilística y la sucesión de vidas de artistas, para trasladar su foco de atención hacia la identidad individual como forma experimental.
El texto de la hoja ofrecida en las cajitas del museo es poco más prolija, pero de semejante guisa y aún más complejo de comprender si somos ajenos al juego cultureta o escépticos con los consabidos “lugares comunes” del postureo post-postmoderno. Lo de siempre.
Me pregunto en qué sentido deberemos entender las palabras de Kafka y por qué lo emplearán ahora como escudo justificativo, recurrente y tedioso. Las denuncias de Kafka —y aún las de Larra— perviven en estos nichos endogámicos construidos con dinero público para dar testimonio de modernidad o de petulancia, según la voluntad de quien perciba y valore.
En definitiva, otra exposición cajón de sastre —otra más— para apuntalar divagaciones que no interesan más que a quienes los protagonizan… Lo de siempre.
Y puestos a citar a Kafka, ahí va el último párrafo de El Proceso:
"K esperó en su despacho al ordenanza paseando de un lado a otro, rechazó casi en silencio al subdirector, que quiso entrar varias veces para preguntarle por los motivos de su viaje y, cuando al fin tuvo el maletín, se apresuró a llegar hasta el coche. Se encontraba aún en la escalera, cuando arriba apareció el funcionario Kullych con una carta en la mano, con la que aparentemente quería solicitar algo de K. Éste le rechazó con la mano, pero terco y necio como era ese hombre rubio y cabezón, interpretó mal el gesto de K y bajó las escaleras con el papel dando unos saltos en los que ponía en peligro su vida. K se enojó tanto que, cuando Kullych le alcanzó en la escalinata, le arrebató la carta y la rompió. Cuando K se volvió ya en el coche, Kullych, que probablemente aún no había comprendido el error cometido, permanecía estático en el mismo sitio y miraba cómo se alejaba el coche, mientras el portero, a su lado, se quitaba la gorra. Así que K aún era uno de los funcionarios superiores del banco, el portero rectificaría la opinión de quien lo quisiera negar. Y su madre le tendría, incluso, y a pesar de todos sus desmentidos, por el director del banco y, eso, desde hacía años. En su opinión jamás descendería de rango, por más que su reputación sufriese daños. Tal vez era una buena señal que justo antes de salir se hubiera convencido de que aún era un funcionario que incluso tenía conexiones con el tribunal, podía arrebatar una carta y romperla sin disculpa alguna. Pero no pudo hacer lo que más le hubiera gustado, dar dos sopapos en las mejillas pálidas y redondas de Kullych."
Puestos a pasar dos horas en el Reina Sofía o entre Kafka y Rimbaud, lo tengo claro.