Resuelto —más o menos— el conflicto con Patrimonio Nacional, se ha abierto al público la exposición dedicada al V Centenario de El Bosco. Más allá de los debates soterrados engendrados por las atribuciones discutibles e, incluso, por ello, previsiblemente, alcanzará un importantísimo éxito de público, entre otras razones porque el pintor holandés es uno de los más populares del Museo del Prado.
Desde aquí deseo felicitar a quienes la han hecho posible y muy especialmente, a su comisaria...
En general, desde la situación del diletante, existen dos maneras de afrontar la contemplación estética: desde la globalidad o desde el análisis del detalle. Quien sepa un poco de ciertos asuntos, imaginará que estoy llevando el agua al molino de lo que es específico del proceso perceptivo y, obviamente, de eso se trata. En la Europa del siglo XV se plantearon dos modelos que han llegado hasta la actualidad con derivaciones muy diferentes. El primero, el más antiguo, nació de la evolución "natural" de la pintura medieval (gótica) y, en términos de calidad excepcional, se concretó en la obra de unos cuantos pintores de sólida formación "manual", asentado en lo que hoy es Holanda; el segundo, el más moderno, derivado de la célula sembrada en la Toscana. Durante unos pocos años los dos modelos lucharon en condiciones de equilibrio hasta que el ejército florentino aplastó al holandés... Dicen que fue la victoria del fresco sobre el óleo, la revancha de un neoplatoismo agónico —no sólo en el sentido de Unamuno— sobre el materialismo incipiente de la Reforma...
Y sin embargo, la "solución holandesa" se adaptaba muy bien a lo que sucede cuando una persona decide contemplar una obra y, resuelto el contacto preliminar, se plantea observarla con mayor detenimiento. En el paso de la percepción global a la percepción analítica está la diferencia entre una contemplación eminentemente pasiva, controlada por nuestros mecanismos automáticos, y una forma de mirar que otorga mucha mayor relevancia a los mecanismos cognoscitivos regidos por nuestra voluntad. Por desgracia, ese paso no suele estar al alcance de cualquier supuesto aficionado al arte, porque son muy poderosos los hábitos de contemplación que amargan la vida a quienes gestionan los museos con voluntad de catequesis estética.
Por fortuna, el diletante, aunque carezca de formación específica, sí está preparado y dispuesto a "conversar" detenidamente con la obra si ésta ofrece conversación interesante, exactamente igual que cuando se sienta en una butaca a ver una película "buena". Y es obvio que las obras de El Bosco y, muy especialmente, El jardín de las delicias son, en ese sentido "bocado de cardenal". De hecho, acaso sea de las que mayor cantidad de información "interesante" ofrecen al contemplador y sólo por ello, merece una consideración excepcional.
Por fortuna, esas posibilidades se multiplican cuando quien se pone ante la obra es una persona con formación específica , con capacidad para ofrecer toda suerte de análisis e interpretaciones iconológicas —en el sentido de Panofsky— que, más allá de su verosimilitud, tienen la cualidad de enriquecer la experiencia de quien pone en conexión la imagen con la palabra. Dicho de otro modo: acaso no exista obra con mayores capacidades semióticas.
Como durante estos días Internet se está llenando de sesudos comentarios sobre este pintor y como por mi mala reputación, la música semiótica nunca me la supo levantar, dejaré para otros los juegos retóricos de altura, no sin ofrecer desde mi desabrido punto de vista una pregunta grosera: ¿Y si las obras de El Bosco no fueran más que "chistes" para quienes pudieran pagarlos? Seguramente la pregunta no sea sino lo que corresponde a pluma tan desplumada: una simple boutade o, mejor aún, una chorrada. Pero reconociendo mi grosería, anoto en mi cuaderno de observaciones que 500 años después las gentes se siguen riendo con las obras de El Bosco; acaso porque también son ignorantes; toda persona culta y de sensibilidad bien formada sabe que el arte es cosa muy seria.
Desde aquí deseo felicitar a quienes la han hecho posible y muy especialmente, a su comisaria...
En general, desde la situación del diletante, existen dos maneras de afrontar la contemplación estética: desde la globalidad o desde el análisis del detalle. Quien sepa un poco de ciertos asuntos, imaginará que estoy llevando el agua al molino de lo que es específico del proceso perceptivo y, obviamente, de eso se trata. En la Europa del siglo XV se plantearon dos modelos que han llegado hasta la actualidad con derivaciones muy diferentes. El primero, el más antiguo, nació de la evolución "natural" de la pintura medieval (gótica) y, en términos de calidad excepcional, se concretó en la obra de unos cuantos pintores de sólida formación "manual", asentado en lo que hoy es Holanda; el segundo, el más moderno, derivado de la célula sembrada en la Toscana. Durante unos pocos años los dos modelos lucharon en condiciones de equilibrio hasta que el ejército florentino aplastó al holandés... Dicen que fue la victoria del fresco sobre el óleo, la revancha de un neoplatoismo agónico —no sólo en el sentido de Unamuno— sobre el materialismo incipiente de la Reforma...
Y sin embargo, la "solución holandesa" se adaptaba muy bien a lo que sucede cuando una persona decide contemplar una obra y, resuelto el contacto preliminar, se plantea observarla con mayor detenimiento. En el paso de la percepción global a la percepción analítica está la diferencia entre una contemplación eminentemente pasiva, controlada por nuestros mecanismos automáticos, y una forma de mirar que otorga mucha mayor relevancia a los mecanismos cognoscitivos regidos por nuestra voluntad. Por desgracia, ese paso no suele estar al alcance de cualquier supuesto aficionado al arte, porque son muy poderosos los hábitos de contemplación que amargan la vida a quienes gestionan los museos con voluntad de catequesis estética.
Por fortuna, el diletante, aunque carezca de formación específica, sí está preparado y dispuesto a "conversar" detenidamente con la obra si ésta ofrece conversación interesante, exactamente igual que cuando se sienta en una butaca a ver una película "buena". Y es obvio que las obras de El Bosco y, muy especialmente, El jardín de las delicias son, en ese sentido "bocado de cardenal". De hecho, acaso sea de las que mayor cantidad de información "interesante" ofrecen al contemplador y sólo por ello, merece una consideración excepcional.
Por fortuna, esas posibilidades se multiplican cuando quien se pone ante la obra es una persona con formación específica , con capacidad para ofrecer toda suerte de análisis e interpretaciones iconológicas —en el sentido de Panofsky— que, más allá de su verosimilitud, tienen la cualidad de enriquecer la experiencia de quien pone en conexión la imagen con la palabra. Dicho de otro modo: acaso no exista obra con mayores capacidades semióticas.
Como durante estos días Internet se está llenando de sesudos comentarios sobre este pintor y como por mi mala reputación, la música semiótica nunca me la supo levantar, dejaré para otros los juegos retóricos de altura, no sin ofrecer desde mi desabrido punto de vista una pregunta grosera: ¿Y si las obras de El Bosco no fueran más que "chistes" para quienes pudieran pagarlos? Seguramente la pregunta no sea sino lo que corresponde a pluma tan desplumada: una simple boutade o, mejor aún, una chorrada. Pero reconociendo mi grosería, anoto en mi cuaderno de observaciones que 500 años después las gentes se siguen riendo con las obras de El Bosco; acaso porque también son ignorantes; toda persona culta y de sensibilidad bien formada sabe que el arte es cosa muy seria.
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