sábado, 6 de agosto de 2016

Lawrence de Arabia, 1962

Lo que planteaba a propósito de Cleopatra, se podría repetir aquí, aún con más razones, o con razones más poderosas, porque la película ofrece cualidades visuales casi tan espectaculares, pero con el mérito de restringirse a territorios específicamente cinematográficos; frente a la de Mankiewicz-Wanger, que recabó reconocimientos tibios y reparos feroces, ésta conoció la aprobación general de la Academia,  que la premió con 7 Óscar, de los de "pata negra": mejor película, mejor director, mejor edición de sonido, mejor banda sonora original, mejor dirección artística, mejor montaje y, por supuesto, mejor fotografía. Y el detalle tiene miga porque se trataba de una película de esas que alteraban substancialmente el esquema básico del negocio cinematográfico. Frente a Cleopatra, realizada poco después, en ésta no entraba en juego la capacidad de los actores para atraer al público, según los recursos ya mencionados en este blog en varias ocasiones. No creo que por entonces Omar Sharif , con todas sus capacidades sugerentes de “macho mediterráneo”, hubiera sido capaz de atraer al público femenino; y menos aún, Peter O’Tool, interpretando a un personaje de sexualidad “dudosa”. Para mayor complejidad, el director de la película era un inglés nacido en Croydon, con un repertorio de películas a sus espaldas que acreditaban una manera de entender el cine relativamente alejada de los paradigmas de la industria americana. En suma, con tan anómalos ingredientes, si la película cayó bien entre los miembros de la Academia, debía ser una película excepcional.



Ignoro cuántos años habría que buscar hacia adelante y hacia atrás para encontrar otra que, con condicionantes de semejante fuste, recabara una aceptación similar. Desde mis gustos personales, Lawrence de Arabia podría contarse entre las mejores de la historia del cine, hasta el año de su realización, muy por delante de otras que recaban mayor reconocimiento general; y, con el mismo criterio, acaso podríamos discutir comparándola con 2001, A Space Odyssey (Kubrick, 1968), con la que le unen tantos elementos estéticos, y con Amadeus (Forman, 1984), otra película excepcional. Y tal vez mi punto de vista no sea demasiado exático, porque Lawrence de Arabia aún documenta en Rotten Totatoes un 97 % de los “expertos” y un 93 % del público, para poner de manifiesto la debilidad de una máxima que en ciertos sectores, obsesionados con el manierismo estúpido del clasismo estético, aún es especie rara y, ante todo, sospechosa: si una obra de arte le gusta a “la gente”, no puede ser buena y mucho menos, muy buena. Por suerte o por desgracia, lo que dimana de ese juicio está en las antípodas de lo que, en esencia, es el fundamento del arte cinematográfico, porque si quien realiza una película no es capaz de obtener el favor del público, hará pocas películas más, a no ser que desarrolle su carrera profesional en España, donde son numerosos los ganapanes que, al amparo de la etiqueta de “intelectuales progresistas”, otorgadas por ellos mismos y por sus colegas, viven de la sopa boba... (en el cine como en tantas otras esferas de los territorios creativos).



Lawrence de Arabia es cine en el más estricto sentido del término. La película se apoya en un tándem formado entre Sam Spiegel y David Lean; de Sam Spiegel me ocupé en la entrada dedicada a The Chase (1966), pero no es difícil ampliar el bosquejo de su biografía, porque, sin entrar en el anecdotario goloso del cotilleo, su participación en la industria cinematográfica fue muy amplia. Entre sus películas más destacadas, además de la mencionada, figuran títulos tan sonados como Lo que el viento se llevó (1939) —para algunos, quintaesencia del arte cinematográfico; para otros, el primer gran culebrón—, Rebeca (1940), El tercer hombre (1949)... La noche de los generales (1966), estrechamente vinculada a Lawrence de Arabia, por razones que comentaré más adelante. Cuentan las malas lenguas que su voluntad por intervenir en la realización de las películas culminó en un enfrentamiento agrio con Hitchcock, que salió del lance prometiéndose no volver a trabajar con él. En todo caso, su voluntad por hacer un cine de calidad cinco estrellas le condujo a complicarse la vida con aventuras de cierto riesgo, entre las que destacaron sus versiones cinematográficas de las obras de Harold Pinter, siempre difícil de llevar al cine. Quien no sepa a qué me refiero, compare las dos versiones de La huella: la realizada por Mankiewicz en 1972 con la de K. Branagh (2007)… La aventura no tiene desperdicio, no sólo porque las comparaciones sean odiosas, sino porque pueden llegar a ser particularmente odiosas.



David Lean, por su parte, ya había firmado unas cuantas de cualidades sobresalientes como Oliver Twist (1948), Locuras de verano (Summertime, 1955), en la que optó por escapar del corsé de los estudios y rodar en exteriores,  El puente sobre el río Kwai (1957), etc. y alguna pequeña joya como Breve encuentro (1945) sobre una obra de Noël Coward. A ellas seguirían Doctor Zhivago (1965), La hija de Ryan (1970) y Pasaje a la India (1984). Todas ellas definen uno de los conjuntos monumentales más destacados del la historia del cine y, desde luego, de los más elocuentes a la hora de establecer la especial naturaleza del cine como forma de expresión estética específica del siglo XX.
Si el lector se toma la molestia de ver las películas de este director —aunque sea en pantalla pequeña—  se encontrará con pocas, pero muy significativas, cualidades comunes: guiones de entidad —en ocasiones, de mucha entidad—, fotografía muy cuidada, por supuesto, buenas interpretaciones, no siempre a cargo de actores del Star System y, sobre todo, planteamientos muy centrados en las circunstancias psicológicas de los personajes, que abren un curioso problema de funcionalidad narrativa, al que dedicaré unos renglones, aunque amparado por mis responsabilidades sociales, sea a costa de quebrar la linealidad y coherencia de este texto (espero que quienes aterricen en estas páginas por casualidad, sepan disculpar una digresión que hará sonreír a quienes estén más acomodados a la "extraña amalgama" de este blog).


¿Cómo conseguir con una imagen que el espectador capte las circunstancias psicológicas de un personaje concreto? Quien esté familiarizado con la literatura artística convencional, estará acostumbrado a leer que tal pintor tiene gran capacidad para captar la psicología del retratado; y cuando eso sucede, decimos que es un gran retratista. Muchas veces me he preguntado cómo es posible contrastar un juicio de ese tipo que, para ser verificado, debería pasar por psicoanalizar al personaje retratado y con el resultado proporcionado por el psicoanalista, acudir ante el retrato para ver si las cualidades "aparecen" en la imagen (fin del comentario irónico). Pero incluso en esa situación, aún deberíamos concretar qué rasgos expresivos debería representar el pintor para que la imagen se adaptara a dicho perfil.
Mil veces se han planteado elogios y elegías sobre el retrato de Inocencio X, de Velázquez, para destacar la genialidad del pintor sevillano a la hora de captar la psicología de un personaje que hoy nos parece la concreción de la terribilità. Quienes así se expresan pasan por alto que para Velázquez, cuando le pintó el retrato, era muy importante quedar bien con el Papa porque de él dependía una parte muy relevante de sus posibilidades para continuar su ascenso social. Así, pues, para Velázquez era especialmente importante que el Papa quedara satisfecho con el retrato y ello pasaba, necesariamente, porque la imagen no destacara especialmente lo que algunos historiadores han “visto”.


Al amparo de ciertas propuestas marxistas de salón, obsesionadas con construir edificios firmes sobre cimientos pantanosos, durante algún tiempo estuvo de moda enfatizar las cualidades estéticas de los grandes artistas, destacando los planteamientos de crítica social implícitos en sus obras, Hubo quien convirtió a Velázquez y Goya en revolucionarios reprimidos... Desde tan desabridos pre-juicios, apareció Goya como un adelantado de la pintura crítica, pasando por alto la rígida estructura social española de los alrededores de 1800 y, muy especialmente, el ambiente social de la corte. Imaginar que Goya tenía la pretensión de hacer una radiografía crítica de la familia real es, a mi juicio, una torpeza interesada, inducida desde la voluntad de presentarnos al “Goya genial” al margen del servilismo impuesto por el cargo al que aspiraba. Fue necesario que Manuela Carmena explicara en detalle la pintura para que las cosas quedaran tan claras como estaban en la pintura para quien la contemplara sin prejuicios.


Pero recuperemos la cuestión básica y preguntémonos qué se debe hacer para que el espectador adjudique gran complejidad psicológica a una imagen... Desde lo que que sabemos sobre la conducta humana en estos asuntos, la respuesta es paradójica: en general, a mayor ambigüedad expresiva corresponde mayor complejidad receptiva. Desde los tiempos de Leonardo, cualquier pintor de cierto “nivel” sabe que para transmitir al espectador gran complejidad psicológica es necesario ofrecerle elementos de ambigüedad calculada. Si La Gioconda ofreciera una sonrisa abierta, perdería el interés que hace preguntarse al espectador por su actitud y generar juicios ("respuestas") de tanta complejidad como permita su propia personalidad. Los historiadores han enfatizado la “enigmática” sonrisa de La Gioconda como uno de sus atributos más relevantes, por supuesto, por encima o por debajo de la calidad del sfumato y de la habilidad de Leonardo por ofrecer una imagen de gran verosimilitud.
En cine el problema implica el mismo planteamiento, por supuesto, condicionado por las posibilidades del guión para acotar al personaje en los grados de complejidad que requiere un discurso de cierta complejidad. Y, en ese sentido, la combinación entre interpretación, fotografía, ritmo narrativo y guión, puede abrir procesos de complejidad inusitada que, si están bien calculados, pueden inducir resultados grandiosos; esos resultados que, con malicia, hacen preguntarse a un amigo muy cercano por qué el cine ha de ser el "séptimo arte" y no el primero.



¿Cómo acotar la psicología de Lawrence de Arabia? La propuesta de Lean-Spiegel  pasó por elegir a Peter O’Tool, que no se distinguía precisamente por la elasticidad de un Donald Shuterland o de un Jack Nicholson.  No obstante el desequilibrio entre sus posibilidades y las de quienes "sonaron" para el papel, cumplió su función aceptablemente y hasta configuró una personalidad que fue explotada pocos años después en otra película de Spiegel: La noche de los generales (Litvak, 1967), en la que O’Toole proporciona cuerpo a un general alemán de personalidad algo más declinada hacia el thanatos que Lawrence de Arabia. En todo caso, apenas pudo escapar del cliché creado para él por Spiegel y Lean.  Y es que en cine, el éxito de un actor se puede transformar en cadena perpetua, en una cárcel de barrotes infranqueables, tal y como también le sucedió a Malcom McDowell, en circunstancias aún más onerosas.
La película nos irá ofreciendo una sucesión de "experiencias" personales del protagonista que serán ofrecidas al espectador como otros tantos "ritos de transición", si se me consiente la broma antropológica: Lawrence frente a sus jefes, frente a las peculiaridades de las "culturas árabes",... frente a las intrigas políticas... frente al servilismo y la amistad, frente al desierto, frente a la guerra, frente al dolor, frente a los propios sentimientos de venganza... La superposición de situaciones, unida a las transformaciones del personaje y, por supuesto, a los gestos adoptados por el actor en cada situación, crean un mosaico de riqueza inimaginable para quien afronte una aventura narrativa mediante medios más "tradicionales". Sería ridículo (quebraría el elemental principio de verosimilitud) que el actor permaneciera constantemente con el gesto inalterable, según la fórmula consagrada por Clint Eastwood en el spaghetti western.



La película ofrece una fotografía grandiosa, como grandiosos son los ambientes del contexto geográfico, firmada por Freddie Young, acreditado profesional, que ya había realizado unas cuantas obras de calidad estimable en colaboración con Ford, Cukor, Vidor y Minnelli. Volvió a trabajar con Lean en Doctor Zhivago, para resolver problemas técnicos y estéticos similares a los de Lawrence de Arabia, con un cambio significativo: pasar de la arena del desierto a las estepas nevadas rusas... aunque fueran españolas. Eran tiempos en los que existían medios para salir del control de los estudios y afrontar los retos de rodar en exteriores, con lo que ello implicaba en cuanto al incremento de costes; pero como ya había acreditado Lean en Summertime (1955), los problemas derivados de la nueva manera de rodar se resolvían sencillamente, por supuesto, con dinero. Rodar en “escenarios naturales”, implicaba incrementar el grado de complejidad técnica, incluir la siempre compleja “localización”, depender de las inclemencias del tiempo, de las interferencias de los curiosos… pero, teniendo en cuenta las posibilidades de los nuevos medios (cámaras y emulsiones), el resultado merecía la pena. “Sorprendentemente”, F. Young y D. Lean supieron adaptarse si mermar un milímetro las posibilidades narrativas (perceptivas) de la imagen, contando, incluso, con que no fuera este aspecto el más destacado de una obra de excepcional calidad. Pero en todo caso, la cámara se mueve con agilidad, adaptándose a lo más conveniente para cada situación, hasta llegar a extremos apenas igualados por muy pocos directores (Kubrick, Kurosawa y pocos más).



Es difícil destacar una secuencia sobre otra, pero quizás merezcan ser subrayadas las del desierto “de cine” y, muy especialmente, aquellas que contienen situaciones de acción. El encuentro en el pozo, incluso contando con la congelación del tiempo narrativo, debiera destacarse como fórmula para marcar un punto y aparte en el desarrollo de una historia. Otorgar importancia a un personaje para hacerlo desaparecer segundos después, acaso sea una fórmula especialmente adecuada para combinar calidad literaria y ritmo trepidante, incluso, en ambiente de tiempo “pausado”.
David Lean contó para resolver estos escoyos con la capacidad profesional del mencionado Freddie Young y con la “lente Lean” (482 mm panavisión), especialmente útil para enfatizar las posibilidades de ese desierto que para emplearlo en cine requiere de localizaciones no siempre sencillas de controlar, por lo que supone de agresivo para los actores y para el funcionamiento de los medios ópticos y mecánicos. Quien haya visitado alguna zona desértica sabrá que, por lo general, sus cualidades visuales dominantes no son tan espectaculares…
Por supuesto, merece ser destacada también la secuencia del bombardeo, que preludia la presentación del “rey Faisal”, que acredita capacidad de control de los figurantes, que según los testimonios de la época, no fueron dóciles.



Lo mismo se puede decir del ataque a Aqaba, en la que se enfatiza muy especialmente una de las constantes de Lean en esta película: el movimiento de la cámara y de los personajes de izquierda a derecha, según explicó el propio director, para enfatizar el carácter de viaje del periplo vital de Lawrence; ciertamente los movimientos de izquierda a derecha sintonizan mejor que los de sentido contrario en los ambientes culturales de Occidente, con la sensación de movimiento; un movimiento en ese sentido se percibe con más naturalidad, con menos dramatismo que el contrapuesto. Apenas existe algún momento en el que el movimiento dominante marque otro sentido, como el arranque de la marcha hacia Ababa, en el que las tropas comienzan en dirección contraria para marcar un gran arco, que enfatiza el movimiento del alarde y culmina hacia la derecha…
Tampoco tienen desperdicios los ataques a los trenes, especialmente bien resueltos y que colocan las secuencias de Lean, que ha firmado unas cuantas magistrales en otras tantas películas, entre las mejores de la historia del cine en ese sentido; contando, incluso, con la paradigmática de Frankenheimer en El tren, realizada dos años después, mediante recursos gráficos más “truculentos”, si se me permite exagerar un poco, dado que fue rodada en blanco y negro y, en aquellos años, recurrir a esa fórmula suponía garantía de voluntad estética.
La película es un filón para contemplar hasta dónde se podía llegar con el viejo recurso de la “noche americana”, tan mal empleado incluso en películas de grandes pretensiones. Vista con ojos del siglo XXI, las imágenes nocturanas pueden parecer algo forzadas, pero no creo que aún hoy resulten tan artificiosas como las de Hitchcock.
Y por supuesto, es una película excepcional para valorar el magisterio de Eisenstein y sus ideas sobre el "espectáculo cinematográfico: es divertido contemplar cómo se emplea el polvo y el humo para elevar la espectacularidad de las acciones bélicas... No llega a los extremos de Ran, pero le anda cerca.


El guión lo firmaron Robert Bolt, escritor prolífico, que comenzó a colaborar con Lean, precisamente en esta película, y que había trabajado para la radio y para el teatro, y Michael Wilson, escritor adaptado a la industria cinematográfica norteamericana, que ya había colaborado con Lean en El puente sobre el río Kwai. Está basado en textos del propio Lawrence, quien dejó documentada su función en el contexto de la "primera" intervención de las potencias europeas en la organización territorial de Oriente Medio; esa organización fue concebida desde los intereses de las potencias, sin tomar en consideración las circunstancias particulares de los diferentes pueblos asentados en una zona del planeta especialmente proclive a resolver los problemas mediante fórmulas radicales. El juego culminó en los acuerdos de Sykes-Picot (1916), entre Inglaterra y Francia, que pusieron en marcha un mecanismo de consecuencias diabólicas para quienes habitan en esos lugares e, indirectamente, también en Europa.



El guión presenta estos asuntos en el contexto personal de Lawrence, a quien se dibuja como una especie de mesías para los árabes que estaban a su alrededor, y como un "peón de brega", no siempre fácil de controlar, por quienes movían los hilos desde las diplomaturas.
Aunque el planteamiento general es bastante sensato, cabe formular algunos reparos que, sin embargo, no restan méritos a la película, entendida como película (otra cosas sería si debiéramos valorarla como "documento histórico riguroso"). Concretamente, me parece un error grave la poca relevancia que se otorga al aspecto religioso, apenas aludido en un pequeño detalle en la tienda del rey Faisal. Contemplada la película desde hoy, hubiera ayudado a entender la situación mencionar las diferencias religiosas que había entre los diferentes grupos étnicos...
Fuera de esa acotación, la película se presenta como una obra "de divulgación", construida desde la mentalidad occidental que puede ayudar a comprender problemas presentes, con más claridad que los editoriales que se siguen escribiendo en los medios occidentales y pasan por alto muchos más datos que los omitidos por la película. Supongo que por ahí deban buscarse las razones al rechazo islámico de la película, cuya proyección apenas se juzgo aceptable en el Egipto de Nasser, cuyos planteamientos panarabistas estaban relativamente bien recogidos en la actitud ingenua y ególatra del protagonista.

T. E. Lawrence. Imagen tomada de bigmart73.wordpress.com
No sé si merece la pena indicarlo, salvo como guiño a quienes hoy están muy preocupados por estos asuntos: puede que sea una de las películas menos comprometidas con las estrategias antidiscriminatorias hacia la condición femenina. Sólo parecen mujeres en dos secuencias y con carácter de absoluta irrelevancia argumental: en la tienda del rey Faisal y al final, como enfermeras. Es una película esencialmente masculina.



Sin embargo, por encima de las posibilidades de otros actores consagrados y de sus limitaciones para trabajar bajo cierta disciplina, contaba con una cualidad muy relevante: su parecido físico con el personaje histórico. Seguramente no estuvo a la altura de algunos de sus compañeros, sobre todo, a la de Anthony Quinn, Alec Guinness, José Ferrer, Jack Hawkins, etc. pero, manifestándose como “él mismo” (siempre es complicado definir las líneas de separación entre el actor y el personaje representado), dejó un trabajo más que digno, que no desmerece el nivel medio definido por los actores de reparto, particularmente brillantes, sin excepciones.
Merecen ser destacadas las limitaciones interpretativas de un Omar Sharif , bien canalizadas por el director, que acaso encontrara en él unas posibilidades que se aprecian mucho mejor en Doctor Zhivago. Por la vertiente contraria, es decir, entre quienes bordaron su trabajo en un planteamiento cinematográfico con planos de cierta extensión, deben ser mencionados, en primer lugar, el brevísimo trabajo de José Ferrer, especialmente brillante como oficial turco, que desencadenará la terrible transformación psicológica del protagonista, también la actuación de Arthur Kennedy, en su papel de periodista, Jack Hawkins, como oficial británico; y Claude Rains, a quien muchos recordarán como oficial francés en Casablenca (Curtiz, 1942), que aquí se mete en la piel de un discreto y camaleónico diplomático francés.



Mención muy especial merece la música de Maurice Jarre, que determina una de las referencias más significativas de la película por cuanto tiene la propiedad de proporcionar una dimensión más a los paisajes. Puede que para algunas personas, resulte anacrónica la “ambientación” musical, pero no recuerdo una película de ambiente “árabe” mejor resuelta en ese sentido, teniendo en cuenta, por supuesto, aquellos engendros que optaron por imitar músicas étnicas, siempre difíciles de encajar en una situación tan compleja como la definida en la película. El juego entre imagen y sondo anticipa, en buena medida, lo que hará Kubrick pocos años después en 2001, A Space Odyssey y por supuesto, en La naranja mecánica. En Lawrence de Arabia se mantiene la idea tradicional de emplear la música como acompañamiento ambiental, pero, en las cualidades específicas de la partitura de Jarre “se cuelan” matices que desbordan esa función para llegar al territorio de la yuxtaposición (integración) narrativa.


La película fue rodada en Jordania, Marruecos, Almería, Sevilla, etc. A destacar el partido que se sacó a la sevillano plaza de España, tan cinematográfica ella y al palacio de Pilatos. En todo caso, creo que es de justicia enfatizar la dirección artística, impecable.

Para finalizar, me gustaría enfatizar que Lawrence de Arabia no es una película norteamericana sino británica, porque en esa circunstancia deben entenderse algunas de sus cualidades más significativas. Aunque la película se titula con el nombre de uno de los personajes y su participación en ella corresponde al “protagonista”, la película tiene mucho de las fórmulas corales que caracterizaron y aún caracterizan a una parte del cine británico, aquella que apuesta por mantener los planteamientos de una manera de contar historias que nos remite a tradiciones relacionadas, cuando menos, con el magisterio de Shakespeare, Oscar Wilde y Bertold Brecht. En Lawrence de Arabia, el desarrollo de la historia se va confeccionando siguiendo pautas de articulación argumental activadas por los “personajes secundarios” que, de hecho, van cobrando fuerza a medida que se desarrolla la acción. Y ello se aprecia muy especialmente en la versión “restaurada” de 1989, que con la inclusión de unos cuantos minutos de escaso ritmo narrativo, pero de gran significación para el entramado literario, refuerza esa cualidad.



En definitiva, Lawrence de Arabia debería ocupar un lugar de honor en ese utópico museo cinematográfico, que cumpliera la función de divulgar los productos estéticos más relevantes del siglo XX. Es una pena que para mantenerla viva nos veamos obligados a contemplarla prescindiendo del "factor escalar", tan relevante en cine, en monitores de televisión. Confiemos en que el desarrollo de los medios de "realidad virtual" resuelvan pronto la carencia, porque no creo que a la mayor parte de los actuales directores de museos occidentales se les pase por la imaginación incluir en "sus parcelas" profesionales algo tan "trivial" y populachero.

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