Hablar del MOMA, que junto con la Tate Modern es referencia personal indiscutible, supone entrar en un universo de complejidad infinita, que es necesario acotar en un marco tan directo e inmediato como éste. Lo intentaré centrándome en unos pocos "puntos gordos"...
Filantropía estética
Cuando se entra por la calle 53, a pocos pasos de la Quinta Avenida, cerca de Tyffany's, enseguida se advierte que el MOMA es mucho, muchísimo más que un museo de arte contemporáneo. Por su ubicación, prolonga hacia el oeste la zona más exclusiva de Manhattan que, casualmente, coincide con los alrededores del segmento definido entre dicho museo y el Guggenheim, que incluye también a otro de los más emblemáticos de Estados Unidos: el Metropolitan. El propio edificio, en la concepción actual de Yoshio Taniguchi, integra un bloque de apartamentos de lujo que se eleva hacia el cielo para competir con los jalones de las inmediaciones.
La institución comenzó sus actividades en 1929, por iniciativa de tres mujeres de la alta sociedad norteamericana, Lillie P. Bliss, Mary Quinn Sullivan y Abby Aldrich Rockefeller, que, según quedó escrito, en tiempos de crisis profunda, pretendían continuar la línea filantrópica ya consolidada y, en ella, "ayudar a la gente a entender, utilizar y disfrutar de las artes visuales de nuestro tiempo". En tiempos de miseria social, era lo que la sociedad norteamericana "necesitaba", pero sobre todo, lo que convenía a la familia Rockefeller, después de los escándalos que durante los primeros años del siglo XX habían rodeado a las empresas familiares y, sobre todo, a la Standard Oil. En 1904, Ida M. Tarbell culminaba varios años de investigaciones y artículos de prensa con un libro —"The History of the Standard Oil Company"— que ofrecía una imagen poco edificante sobre las actividades empresariales de la familia Rockefeller.
Seguramente, por ese objetivo cosmético de la filantropía estética, llama la atención que en paralelo a los primeros pasos del MOMA, los mismos círculos de poder económico encargaran a J.M. Sert pintar y "repintar" (junto con Frank Brangwyn) la planta baja del Rockefeller Center, edificio nacido con el objetivo de integrar en él al renacido capitalismo alemán. J.M. Sert y Frank Brangwyn fueron los pintores elegidos para encauzar la decoración del edificio después del escándalo provocado por la eliminación del mural realizado por Diego Rivera enalteciendo a Lenin. El resultado final fue tan patético como el ambiente general del espacio exterior inmediato, acaso uno de los lugares más horteras del planeta Tierra.
El MOMA
Aunque la concepción actual del MOMA parece concebida para distanciarse de la secuencia histórica lineal, sus contenidos insisten en ofrecer la idea del "volumen de láminas" de una enciclopedia de Historia del Arte Contemporáneo. Y aunque no exista la línea, el volumen permanece con un orden intangible más rígido que el catecismo de Ripalda. Si alguien desea información sobre los "hechos" más relevantes de la historia del arte durante el siglo XX, no tienen más que perderse en el museo o en su magnífica web.
Cobran 25 $ por entrar (algo menos, si se adquiere la entrada por Internet) y dejan hacer fotografías salvo en lugares muy concretos. Es un museo agradable, con obras bien seleccionadas y distribuidas, que se recorre sin agobios y con pocas dificultades, porque la comunicación vertical, mediante escaleras mecánicas, es cómoda y eficaz, y porque no hay demasiados visitantes. Ninguna de sus obras —con ser muy importantes en el discurso de las vanguardias— ha llegado a movilizar cotas de interés social comparables a las del Guernica o las de las pinturas más relevantes del Renacimiento italiano Sorprende la escasa atracción social de obras como "Las señoritas de Avignon", tan importante en el proceso de transición hacia la consolidación del factor "objetual" —la Real Academia aún no admite tan común término en los ambientes culturetas— de la pintura. Creo que, en la actualidad y desde la acción museística, no se ha encontrado el punto G para reducir el componente elitista específico del arte de vanguardia, que lo aleja de los grupos sociales de cierto interés estético. También aquí los visitantes recorren las salas sin mostrar otro interés que el de verlo todo.
Dada esa naturaleza de "manual", paradójicamente, los gestores del museo tampoco aquí se han esmerado en la vertiente didáctica y no siempre es cómodo consultar las cartelas ni está clara la obra correspondiente. Acaso piensen, como el director del Reina Sofía, que no es necesario incidir demasiado en esa vertiente o, tal vez, sólo pretendan incrementar las ventas de libros y catálogos.
Es divertido observar cómo los gestores enfatizan con vehemencia una de las cualidades que para un no norteamericano es más delicada: el protagonismo norteamericano en la evolución del arte occidental durante la segunda mitad del siglo XX y aún en las fases anteriores. Uno de de los casos más llamativos lo encontramos en las obras de George Grosz, que aparece "catalogado" como "americano" —"América para los americanos"—, por ejemplo, en la cartela del retrato del poeta Max Hermann-Neisse, realizada en 1927, 11 años antes de obtener la ciudadanía norteamericana:
La alegría "a beneficio de inventario" tiene cierto ctrasfondo en este caso concreto porque no están claras las circunstancias de la adquisición. Según The New York Times, que se hacía eco de las reclamaciones de los herederos de Gorsz, cuando éste abandonó Alemania para evitar la persecución nazi, dejó en manos del marchante Alfred Flechtheim tres pinturas (entre ellas, el retrato de Max Herrmann-Neisse), cuyo rastro se perdió hasta que aparecieron en el mercado en la década de los cincuenta. El propio Alfred Flechtheim, que era judío, tuvo que emigrar a Londres y allí falleció.
Frente a los argumentos empleados por los herederos de Grosz, el MOMA se ha amparado en que ya han pasado los plazos legales para presentar reclamaciones de ese tipo y en que, en vida de Grosz, éste no presentó ninguna reclamación. El primer argumento es, sencillamente, miserable; el segundo... Cualquier artista daría la vida por ver una obra suya colgada en las paredes del MOMA.
La argumentación de los abogados del MOMA podría ser eficaz si los altos tribunales norteamericanos no se hicieran eco de la presión de los sectores pro-judíos.
Y me pregunto si situaciones como ésta no empañan el prestigio de una institución que parece más preocupada por sus intereses financieros que por los objetivos fundacionales y por hacer valer los códigos éticos que deben regir en las prácticas museísticas de los países democráticos.
Son las "pequeñas contrapartidas" asociadas a los museos gestionados por fundaciones sin ánimo de lucro...
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