Ayer por la noche, en uno de los pocos programas serios de debate que aún existen en los medios de comunicación españoles (TVE La noche en 24 horas) debatían, apareció una referencia a un artículo firmado por Sebastian Schoepp, publicado en Süddeutsche Zeitung Múnchen, titulado "500 años de oportunidades perdidas" (500 Jahre verpasster Gelegenheiten) y recogido en presseurop.
Uno de los periodistas comentó con "exceso de síntesis" la noticia, incluyendo valoraciones forzadas (empleó el término "catastrofistas" para matizarla), y otro comentó:
—500 años haciendo mal las cosas son muchos años (...)
Uno de los periodistas comentó con "exceso de síntesis" la noticia, incluyendo valoraciones forzadas (empleó el término "catastrofistas" para matizarla), y otro comentó:
—500 años haciendo mal las cosas son muchos años (...)
Otro comentarista recurrió a descalificar el texto de S. Schoepp por "razones" de falta de calidad periodística y recurriendo a los prejuicios con los que, con frecuencia, los europeos del norte miran a los españoles... Lástima que no hubieran leído el artículo, cuanto menos, en la versión española ofrecida por presseurop, porque con ello acaso hubieran podido comentar el texto sin decir incongruencias...
¿Cómo explicar a un lector alemán del siglo XXI lo que está sucediendo en España durante los últimos años? ¿cómo explicar la pasividad del pueblo español ante una estructura política podrida desde los pies a la cabeza? ¿Cómo trazar un bosquejo que, al amparo del proceso histórico, ayude a entender tanta incongruencia? Sebastian Schoepp se limitó a hacer algo razonable: buscar entre los textos de autores españoles alguno con cualidades aclaratorias. Y dio con Juan Goytisolo...
Aunque los periodistas no lo dijeron, el texto mencionado en el debate de La noche en 24 horas se limitaba a recoger y sintetizar la tesis de Juan Goytisolo en su obra "España y los españoles", libro de cuya propia historia podrían extraerse conclusiones auto-reforzantes. El libro fue editado por primera vez en 1969; ¡y lo fue en alemán!: Spanien und die Spanier, Verlag C. J. Bucher, Lucerna y Frankfurt/M, 1969. Sólo lo pudo editar en castellano diez años después... cuando la recuperación de las tesis de Américo Castro no era pecado capital.
Para situar a quien no lo haya leído y por enfocar lo que ahora interesa, propongo unas pocas líneas del prólogo de Aria Nuño de la primera edición española (1979):
"La «españolidad», lejos de ser un referente en el que la mayoría de los españoles acepte reconocerse, es una entidad problemática, abierta a discusión y disenso, y una y otra vez puesta en tela de juicio o sometida a revisión. Pero ello no es fruto, como a primera vista pudiera antojársenos, de una mayor aptitud a la autocrítica, sino, paradójicamente, de una extrema rigidez en la constitución y definición misma de la identidad de los españoles. Durante los últimos cinco siglos, desde el momento en que los Reyes Católicos impusieran el dogma nacional-católico en sus reinos y comenzara la poda radical de los brotes que no se ajustaban a su estrecho y rígido fuste, la identidad cultural o «el ser» de los españoles, para utilizar una expresión cara a los noventayochistas, ha ido constituyéndose no como sujeto de uno o varios discursos históricos, sino como objeto de una búsqueda de identidad más o menos angustiosa y perentoria, condenada al fracaso y la repetición. Quiere esto decir, si aceptamos el esquema propuesto por Todorov, que lo que singulariza a los españoles es un prolongado y pertinaz afán de tratarse a sí mismos como si fueran otros, y que la construcción de la identidad del español ha consistido de larga data en una operación de obsesiva y minuciosa tasación y medición de lo que lo acerca o aleja de un modelo esencialista explícitamente impuesto y no de un marco histórico sometido a variaciones y ajustes, como es el caso del modelo identitario francés. El español ha sido, durante un prolongado período, objeto de una ideología, no sujeto de una Historia".
Y otro párrafo, ahora del propio Juan Goytisolo:
"Homo hispanicus: el mito y la realidad.
Hasta fecha muy reciente, la casi totalidad de nuestros historiadores consideraban la Península Ibérica como un espacio abstracto, habitado, desde sus orígenes más remotos, por unos pobladores que, dos mil años antes de la existencia histórica de España, milagrosamente, eran ya «españoles»: tartesios, íberos, celtas, celtíberos. Cuando fenicios, griegos, cartagineses y romanos desembarcan en ella, los invasores tropiezan con la obstinada resistencia de los autóctonos (Sagunto, Numancia) antes de españolizarse a su vez y devenir, sucesivamente, «españoles»: así, para Menéndez Pidal, Séneca y Marcial eran escritores españoles y Ortega y Gasset nos habla del «sevillano» emperador Trajano. De este modo, España habría recibido, como el cauce de un río, el aporte de diferentes corrientes humanas que, siglo tras siglo, habrían engrosado y enriquecido su primitivo caudal, desde los fenicios a los visigodos. Cuando estos últimos sucumben ante los invasores africanos, la destrucción de su reino es ya la destrucción de España. Consecuentemente, la Reconquista iniciada a partir del siglo VIII en las montañas astures es, ab ovo, la resistencia de España. Curiosamente, esta absurda ficción ha obtenido durante siglos la unánime aceptación de los españoles. Mientras los franceses no consideran como tales a los antiguos habitantes de la Galia, ni los italianos juzgan italianos a los romanos o a los etruscos, para los españoles no cabe la menor duda de que Sagunto y Numancia son gestas suyas (claro precedente, dirán, de la resistencia nacional a Napoleón), del mismo modo que Séneca era «andaluz» y «aragonés» Marcial, como si el perfil actual de los españoles no fuese un hecho de civilización y cultura, sino una «esencia» previa que hubiera marcado con su sello a los sucesivos moradores, paisanos nuestros ya quinientos años antes del nacimiento de Cristo. A decir verdad, la búsqueda de un linaje histórico glorioso por parte de nuestros historiadores recuerda a la de ciertos hombres de negocios sospechosamente enriquecidos que, para hacer olvidar los orígenes turbios de su fortuna, se fabrican una genealogía que remonta a la época de las Cruzadas. Este afán de magnificar nuestros orígenes coincide, en efecto, con el secreto deseo de borrar una afrenta: la continuidad española, mantenida de tartesios e íberos hasta nuestros días, sufre, misteriosamente, una interrupción. Cuando el ejército visigodo de don Rodrigo es derrotado en el Guadalete por las huestes de Tariq y de Muza, los invasores árabes no son ni devendrán nunca españoles a pesar de haber permanecido sin interrupción en la Península por espacio de ocho siglos. Con la toma de Granada por los Reyes Católicos en 1492 se cierra un largo paréntesis de la historia de España: la casi simultánea expulsión de los judíos no conversos y la que operará con los moriscos en 1610 en aras de la unidad religiosa de los españoles equivalen, según el criterio oficial, a la eliminación del corpus del país de dos comunidades extrañas que, no obstante la dilatada convivencia con la cristiana vencedora, no se españolizaron jamás (a diferencia de los fenicios, griegos, cartagineses, romanos y visigodos). Desembarazada de moros y judíos, España recupera su identidad, deviene de nuevo España"
Desde estas observaciones y otras afines es fácil "explicar" la afición al pelotazo que existe en ciertas instancias de la "personalidad hispana", el retraso cultural respaldado con vehemencia desde las dignidades eclesiásticas, la escasa valoración de la racionalidad (en el sentido más amplio del término), el abandono de la educación pública, etc. y con ello de los valores sobre los que se ha edificado el "peculiar" sistema sociopolítico español, supuestamente "democrático".
Y el texto de S. Schoepp finalizaba (en la versión traducida al castellano):
"Históricamente en contra del progreso.
La Inquisición se pasó trescientos años persiguiendo como a una herejía a todo lo que oliese a productividad. Quien investigaba, se atareaba, leía, corría el riesgo de acabar en la hoguera.
Tras el fin de la Inquisición, la oposición al progreso sobrevivió en el nacionalcatolicismo. Tampoco la secularización permitió romper el caparazón. Se crearon conexiones, sin duda, pero no tropezaron con menos obstáculos. Solo aparecieron estructuras industriales en el País Vasco y en Cataluña.
Se construyó una red de ferrocarriles, pero con un ancho de vía distinto al francés, para no acercarse demasiado a Europa. Así que Europa acabaría en los Pirineos.
El siglo XIX crearía tan solo los rudimentos de una burguesía dinámica, mercantil, políticamente consciente. España sería el único país de la Tierra con un movimiento anarquista fuerte. Sobrevive todavía en los indignados de la Puerta del Sol de Madrid, a los que une su rebelión contra el capitalismo, pero sin que lleguen realmente a encontrarse.
El anarquismo triunfó en los años treinta, pero el golpista Franco los vencería en la Guerra Civil. Franco catapultó a España hacia el tiempo de la Inquisición. En pos de la calma, Franco fomentó deliberadamente el inmovilismo.
Mediante la construcción de viviendas e incentivos económicos convirtió en masa a los españoles en propietarios de inmuebles. Y puso los cimientos del boom especulativo posterior. Si bien España afrontó el cambio político tras el fin de la dictadura en 1975 con bravura y creó una sociedad tolerante, en lo económico, siguió atascada en la Edad Media.
Reformar la economía y la educación
En muchos periódicos y blogs españoles imperan todavía los gestos retóricos dirigidos al propio ombligo o las mezquinas reyertas partidistas. El pensamiento de campanario impide a los castellanos o andaluces que se les pegue algo de los productivos vascos o catalanes, mientras que estos, recíprocamente, se niegan tozudamente a compartir su capacidad con el resto del país.
A los españoles, escribe Goytisolo, les es más importante el hecho mismo de participar personalmente en una tarea que las ganancias materiales que reporte. Pero los mercados anglosajones, inscritos en la fría eficiencia protestante, no le dejan a España tiempo alguno para que eso se convierta en algo provechoso socialmente. La necesaria conversión a una educación y una investigación con un sentido práctico ha quedado ahora empantanada en la obligación de ahorrar.
Mientras Europa no se decida a derribar la frontera de los Pirineos mediante ayudas específicas que pongan en marcha la modernización de las estructuras de la economía y de la educación, España deberá buscar refugio en una característica que, según Goytisolo, siempre le ha sido un estorbo para prosperar: su conformismo.
Los españoles saben qué es soportar una crisis. Llevan quinientos años haciéndolo.
El texto acaso simplifique demasiado los hechos, pero es infinitamente más preciso que las explicaciones retóricas de quienes siguen sin "entender" que alguien nacido en "España, coño" no se se sienta o no se quiera sentir representado por "símbolos" que sólo le infunden sentimientos negativos.
"Los alemanes no conocen nada de España, tienen la cabeza cuadrada y además nos tienen envidia y manía"... No quiero ni imaginar lo que sucederá cuando el nuevo presidente de TVE aplique el manual de estilo de Telemadrid.
Cuánto gafapasteo.
ResponderEliminarLa fórmula del éxito: las parrafadas tostoneras son directamente proporcionales al número de visitas. ¡No falla! Si hasta yo estoy aquí... Y ya de paso, si lo aderezamos con un "joder", "pedigrí" o "soy tan progre que no voto y tengo a Goirigolzarri desvelado con mi pasquín" y le damos ese puntillo coloquial, 10/10.