Coincidiendo con el estreno de una película que recupera Las historias de Tokio de Yosuhiru Ozu, el
teatro Valle-Inclán ofrece una obra de “argumento” afín pero de interpretación
sesgada hacia propuestas reflexivas y estéticas muy diferentes. Sobre un
escenario convertido en simulacro simétrico de la playa de las catedrales, nos
ofrecen un espectáculo que, según dicen, pretende colocarnos ante los universos
que ese ilustre escritor definió durante 16 años (entre 1907 y 1923).
Asistimos a la representación el día del estreno,entre muchas "caras conocidas", repartidas entre las primera filas... Al finalizar, el público aplaudió con ganas...
A juzgar por la imagen del cartel, parece obvia la voluntad de enfatizar los matices “lobeznos” del protagonista, reforzados mediante un vestuario irregular, concebido para hacer bueno el adagio sobre el hábito y el monje: los personajes más formalizados visten ropas más o menos convencionales, mientras que los personajes de inclinaciones más primitivas van semidesnudos o con elementos que enfatizan ese primitivismo. Concretamente, el protagonista ofrece una imagen que sugiere relación con Liacón o, incluso, con el hombre-lobo del repertorio expresivo del cine antiguo.
Entre lo mejor: el modo de postular referencias con los elementos más primitivos del ser humano, mediante la “relación” con los “animales” (caballos y perros o lobos, según los casos). También me pareció sobresaliente el modo de materializar "el barco" que, según infiero, relaciona la vida con la muerte. Tal vez por contraposición, me acordé del barco de Muerte en Venecia (Visconti, 1971) que llega al muelle para dejar al protagonista frente a la barca de Caronte... En la misma línea parece apuntar la muy teatral, en el mejor sentido del término, manera de matizar con tintes inquietantes el viaje del protagonista mediante un mascarón de conexiones culturales más complejas, pero en todo caso de implicaciones saturnales.
Los actores estuvieron francamente bien, con algunas "anomalías", propias de los estrenos, que no desmerecieron la labor del equipo. Por contra, no me gustaron las acotaciones musicales que, con frecuencia, tapaban a los actores. Tampoco me hicieron gracia las referencias a “lo español”, si no entendí mal los paralelos iconográficos con Don Quijote y Sancho Panza.
Asistimos a la representación el día del estreno,entre muchas "caras conocidas", repartidas entre las primera filas... Al finalizar, el público aplaudió con ganas...
A juzgar por la imagen del cartel, parece obvia la voluntad de enfatizar los matices “lobeznos” del protagonista, reforzados mediante un vestuario irregular, concebido para hacer bueno el adagio sobre el hábito y el monje: los personajes más formalizados visten ropas más o menos convencionales, mientras que los personajes de inclinaciones más primitivas van semidesnudos o con elementos que enfatizan ese primitivismo. Concretamente, el protagonista ofrece una imagen que sugiere relación con Liacón o, incluso, con el hombre-lobo del repertorio expresivo del cine antiguo.
Entre lo mejor: el modo de postular referencias con los elementos más primitivos del ser humano, mediante la “relación” con los “animales” (caballos y perros o lobos, según los casos). También me pareció sobresaliente el modo de materializar "el barco" que, según infiero, relaciona la vida con la muerte. Tal vez por contraposición, me acordé del barco de Muerte en Venecia (Visconti, 1971) que llega al muelle para dejar al protagonista frente a la barca de Caronte... En la misma línea parece apuntar la muy teatral, en el mejor sentido del término, manera de matizar con tintes inquietantes el viaje del protagonista mediante un mascarón de conexiones culturales más complejas, pero en todo caso de implicaciones saturnales.
La dialéctica entre Eros y Thanatos se substancia en contraponer a los elementos mencionados, frecuentes alusiones sexuales, que, a mi juicio, no facilitan la conexión con los planteamientos más característicos en la obra de Valle-Inclán. A lo mejor es un problema de indocumentación personal, pero cuando acudo a ver una obra de este curioso y contradictorio escritor, espero (expectativas) encontrarme con su peculiar manera de entender el "humor", desde las situaciones más dramáticas y en este caso, en este montaje, esa comicidad ha sido sustituida por un "esencialismo" simbólico y trágico desconcertante... Pero reconozco que Valle-Inclán no ha movilizado tanto mi interés como otros autores de su generación, tal vez, por su errática línea vital, que tanto me recuerda a ciertos profesionales del curriculum actuales. Y hasta cabe la posibilidad de que la versión de Ernesto Caballero tenga más sentido del que alcanzo a comprender.
Foto CDN |
La representación ofrece buen ritmo durante la “primera parte” (hasta el descanso), pero no sucede lo mismo con la segunda.
Del planteamiento de algunos aspectos de la representación, deduzco que quienes
la han diseñado, tenían clara la necesidad de emplear recursos, afines a los del cine de productor, para reforzar las posibilidades espectaculares. En ese sentido, cumple una misión clave la escenografía "catedralicia" de José Luis Raymond, capacitada para las
funciones polivalentes exigidas por el desarrollo de la “historia”. Asimismo,
también juegan en la misma dirección los frecuentes “destapes” (en tono light), algunas situaciones que los timoratos podrían juzgar de “especial dureza” y detalles aislados de humor procaz y refrescante. No habrían venido mal algunos otros "pecadillos" del mismo tipo en la "segunda parte".
La función es entretenida, pero no sé si transmite lo más específico del "estilo" de Valle-Inclán...
La función es entretenida, pero no sé si transmite lo más específico del "estilo" de Valle-Inclán...
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