Durante estos días es noticia que un equipo de 30 investigadores ha analizado algunas cartas de van Gogh para llegar a la conclusión de que el famoso pintor sufría de episodios de psicosis intermitentes, que anunciaban la existencia de varias enfermedades...
Los honorables científicos, entre quienes había varios psiquiatras e historiadores, se podrían haber ahorrado el esfuerzo: les habría bastado con darse una vuelta por Arles y haber hablado con la arlesiana de Bizet, reencarnada en una cajera de un hiper del boulevard Georges Clemenceau. Según esta mujer, cuyo aspecto sensual y de exotismo moreno habría desencadenado la lascivia de Gauguin, los "episodios de psicosis intermitentes" fueron ocasionados por los ataques foribundos de los mosquitos del lugar, que gracias a las cualidades de las pestilentes turberas de la Camargue, adquieren un tamaño descomunal y una capacidad de succión más poderosa que la de Nosferatu.
En la región es notorio que las hembras de los insectos no pican a todo el mundo, sino únicamente a personas especiales, porque tienen la extraña habilidad de distinguir la sangre de quienes poseen algún don especial, aquellas cuyos fluidos corporales encierran el secreto del poder creador, más propio de los dioses que de los humanos.
La arlesiana, acomodada por la escasa clientela del momento, nos comentó que esas cosas siguen sucediendo con consecuencias tan dramáticas como las padecidas por van Gogh. Y nos contó el caso de un holandés imberbe, desgarbado y tan alto y delgado como ciertos semáforos catalanes, a quien se ve deambulando por los jardines de la Maison de la Santé, donde estuvo alojado van Gogh, vestido con una minifalda que colocada sobre un cuerpo más favorecido, induciría vértigo. Según sus aclaraciones, este excéntrico personaje, que se proclama artista conceptual de primerísima fila, que ha expuesto varias veces en Venecia y en la FIAC, tiene la costumbre de comprar comida en su colmado, porque no siempre puede permitirse el lujo de gastase los 50 € que cuesta nutrirse en el "Café van Gogh", que al pintor holandés inmortalizó, dos años antes de suicidarse (Terrasse de cafè le soir, 1888). Y en sus frecuentes visitas siempre se queja de lo mismo, de que los malditos mosquitos le están volviendo loco. "A mediados de agosto —dijo casi en un murmullo—, estuvo a punto de cortarse una oreja, que se le puso como un tomate podrido por las picaduras."
Siguió en tono confidencial, como de garganta profunda, que, según su opinión, el artista holandés desgarbado y aficionado a las minifaldas, influido por el ambiente turístico de la ciudad, que enfatiza hasta el esperpento la memoria de la última fase de la vida de van Gogh, se había obsesionado, con fanatismo discipular, en seguir los pasos de Vincent y que ello le conducirá, inexorablemente, a cometer una locura, por supuesto, catalizada por la ferocidad de los mosquitos. Y culminó sentenciosa:
—A van Gogh le pasó exactamente lo mismo: no pudo soportar las picaduras de los mosquitos.
En ese momento entró un joven de rasgos faciales argelinos y cuerpo fibroso y la joven se puso a tararear algo sumamente familiar...
Los honorables científicos, entre quienes había varios psiquiatras e historiadores, se podrían haber ahorrado el esfuerzo: les habría bastado con darse una vuelta por Arles y haber hablado con la arlesiana de Bizet, reencarnada en una cajera de un hiper del boulevard Georges Clemenceau. Según esta mujer, cuyo aspecto sensual y de exotismo moreno habría desencadenado la lascivia de Gauguin, los "episodios de psicosis intermitentes" fueron ocasionados por los ataques foribundos de los mosquitos del lugar, que gracias a las cualidades de las pestilentes turberas de la Camargue, adquieren un tamaño descomunal y una capacidad de succión más poderosa que la de Nosferatu.
En la región es notorio que las hembras de los insectos no pican a todo el mundo, sino únicamente a personas especiales, porque tienen la extraña habilidad de distinguir la sangre de quienes poseen algún don especial, aquellas cuyos fluidos corporales encierran el secreto del poder creador, más propio de los dioses que de los humanos.
Van Gogh, Terrasse de cafè le soir, 1888 |
Cafè van Gogh |
Siguió en tono confidencial, como de garganta profunda, que, según su opinión, el artista holandés desgarbado y aficionado a las minifaldas, influido por el ambiente turístico de la ciudad, que enfatiza hasta el esperpento la memoria de la última fase de la vida de van Gogh, se había obsesionado, con fanatismo discipular, en seguir los pasos de Vincent y que ello le conducirá, inexorablemente, a cometer una locura, por supuesto, catalizada por la ferocidad de los mosquitos. Y culminó sentenciosa:
—A van Gogh le pasó exactamente lo mismo: no pudo soportar las picaduras de los mosquitos.
En ese momento entró un joven de rasgos faciales argelinos y cuerpo fibroso y la joven se puso a tararear algo sumamente familiar...
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