Preámbulo con resumen del “argumento”, en el sentido común del término.
Érase una vez a mediados de la década mítica de los años sesenta del pasado siglo, cuando en las ciudades de Occidente los jóvenes debatían, ante todo, sobre sexo y política… Érase una vez un lugar del agro mítico, entre Calatayud y Calamocha, que aún no podía conocer el legado escatológico y escéptico de don José Antonio Labordeta, donde según dicen, son frecuentes las personas especialmente testarudas. Érase una vez un alma de Dios, un anciano llamado Agustín, casi analfabeto pero con mucha gramática parda, especialmente iluminado por la virtud de la caridad; érase un maño tan dispuesto a cumplir el mandato evangélico de amar a los demás, que hubiera podido quitar el puesto en los altares rústicos a San Martín, que, por lo visto, compartió su capa con los necesitados, por supuesto, sin que en el hecho amoroso quepa interpretar malicia sexual alguna.
Si alguien tiene un apuro, bástele dirigirse a él, que encontrará la fórmula magistral para resolverlo: regalará una “tricotosa” a la joven de rostro angelical pero con limitaciones de movilidad, para que, con ello, pueda trabajar cómodamente; pagará los impuestos de sus vecinos pobres aunque para ello tenga que vender sus tierras, regalará su ganado a los prójimos… Por supuesto, aunque en ello haya un cierto componente de crítica al orden establecido, lo hará en sintonía con un cura párroco iluminado por el aura de santidad y con un alcalde capaz de comer mierda —literalmente—con tal de conseguir el reconocimiento de los convecinos. Y tampoco aquí debe el lector interpretar alusión retórica alguna al concepto de “democracia orgánica”, aunque acaso debiera entenderlo con referencias más intemporales o, incluso, próximas.
En ese marco idílico, que hiede a los ambientes pastoriles de finales del siglo XIX o a un paraíso contemplativo católico —con matices utópicos de tiempos anteriores a Tomás Moro—, como el bueno de don Agustín se encuentra algo pachucho, marcha a Madrid, que, según reza el dicho, en verano está cerca del Infierno, es decir, a medio camino entre Sodoma y Gomorra. Allí vive su hijo, médico de gran prestigio, que podrá cuidar de él…
Pero al llegar a la capital, don Agustín descubre una situación diferente a la imaginada, y en lugar de recibir los cuidados que podrían corresponder a quien ya sientes próximas las reclamaciones de las Parcas, ha de ser él quien oficie de curador de purulencias, úlceras y dislocaciones, al parecer causadas por los peligrosos microbios urbanitas, ajenos a las leyes del "orden natural", según criterios clericales. Y Habrá de tenérselas con las encastadas huestes del Maligno...
Tras un conjunto de peripecias, salpicadas de humor blanco, blanquísimo, especialidad de Paco Martínez Soria, al final de la película el bueno de don Agustín, resueltas las dolencias morales, decide regresar al punto de partida, donde lo reciben sus convecinos con agasajo de hijo pródigo ilustre.
En un visionado rápido, la película hace pensar en las muchas comedias teatrales y cinematográficas, que se ofrecieron en las salas españolas durante aquellos años y que definieron el género costumbrista más manoseado del tercer cuarto del siglo XX. Casi todas estas últimas partían de un axioma que he oído mil veces en los ambientes profesionales: hacer cine es, simplemente, contar una historia. Desde esa premisa resultaba sencillo establecer una relación directa entre el cine y el teatro, tal y como sucedió a principios del siglo XX en Francia e Italia y un poco más tarde en Japón. Pasados los años, cuando el lenguaje cinematográfico se desarrolló y con él crecieron las posibilidades narrativas —el “punto de madurez” podría situarse entre 1941 (Citizen Kane) y 1959 (Nort by Nortwest)— , mantener aquella idea en el frontispicio del sagrado templo cinematográfico quedaba un poco simple, pero así estuvieron las cosas en España hasta el último cuarto del siglo XX, cuando menos. Y La ciudad no es para mí, por derecho propio, podría quedar como ejemplo paradigmático de aquella tradición, tal vez justificada de facto por el excesivo interés que sus “industriales” ponían en la parte comercial —tal y como se entendía “el espectáculo” en la España de entonces—, es decir, en los rendimientos de taquilla. Acaso porque no tenían alternativa: contemplar la relación de las películas más taquilleras del cine español acredita que, también en este asunto, en el solar patrio, era (es) temerario salir de los caminos compactados.
En síntesis preliminar obtenida del “visionado rápido” y más allá de otras consideraciones, que contemplaremos en su momento, la “historia” se construye sobre dos pilares: la disyuntiva entre las formas de vida rural y urbana, y el eterno conflicto generacional, protagonizado por el abuelo, enfrentado a las generaciones que, de modo natural, le suceden. Sin embargo, La ciudad no es para mí ofrece muchas más cosas…
Para orientar un análisis seguramente demasiado extenso y algo disperso, conviene recordar al vuelo las circunstancias de su estreno (1966), treinta años después del comienzo de la Guerra Civil, en un ambiente de gran ebullición cultural, que se manifestó en lo literario, en lo musical y, sobre todo, en lo cinematográfico. En ese marco, propugnar, en una comedia costumbrista —de humor baturro—, la supuesta superioridad moral de la vida rural sobre la urbana, suponía un gesto comparable al de Mozart al reivindicar, en los albores del nacimiento de la nación alemana, el "humor inocente" de Le nozze di Figaro en ambiente "español". Si el objetivo era simplemente entretener, diríamos que la película, mal que bien, cumple. Ahora bien, si se pretendía hacer una gran película, sería esperpéntico comparar a los realizadores de ésta con Mozart...
Digresión al paso: sobre el cine como instrumento para la educación en valores
También es importante recordar que, desde el fin de la Guerra Civil y como consecuencia de un control político implacable, el cine español se había articulado, invariablemente, mediante un componente de autobombo y otro pedagógico, en proporción variable que, con el paso del tiempo, fue inclinándose hacia este último sin olvidar por completo el primero. Dicho con palabras de nuestros días: en época franquista el cine se empleó como un recurso de “educación en valores”, para consagrar una tradición que se mantuvo firme con el paso de los años, aunque como es lógico, cambiaran las referencias, los paradigmas. Y en los años sesenta, las referencias básicas estaban definidas desde la parafernalia franquista, que se autocalificaba como “democracia orgánica”, aunque los más interpretaran que el constructo aludía, sobre todo, a los (órganos) genitales del general.
En la actualidad está de moda apostar por las posibilidades que el cine tiene para “educar en valores”; y, en consecuencia, son abundantes las películas que, realizadas por directores excesivamente “profesionalizados”, inciden en los asuntos “de moda”, por lo general, según los criterios de los medios de comunicación, autoproclamados cancerberos de los intereses dominantes. En la época de Franco sucedía exactamente lo mismo aunque, "lógicamente", los “valores”, las doctrinas, eran otros diferentes... ¿Seguro?
La relación entre las artes y los valores éticos se había planteado solemnemente en el cine primitivo cuando Griffith realizó El nacimiento de una nación. Al comienzo de la película, los espectadores pudieron leer un manifiesto breve que debiera haberse grabado en oro en algún lugar especialmente simbólico... tal vez, en un frontón neoclásico adosado al Coliseo romano:
El estreno de El nacimiento de una Nación (Grffith, 1915) fue una lección impagable de la que aprendieron casi todos los directores posteriores pero sobre todos ellos, Eisenstein, los cineastas de la República de Weimar y, por supuesto, los consejeros de Hitler. Y desde ellos, todos los creadores y profesionales que continuaron haciendo cine con mayores o menores pretensiones... pero casi siempre con algún componente propagandístico más o menos velado.
Como sucedió a finales del siglo XVI con Caravaggio, acaso fuera demasiado pronto para explicar "científicamente" todos los fenómenos de “activación psicológica” propios del hecho cinematográfico, pero desde muy pronto estuvo claro el “manual de usuario”, el “recetario de cocina”, las fórmulas necesarias, para hacer coherente el discurso narrativo en “formato cine”. Contemplado desde el punto de vista del productor y de quienes pudieran estar en la órbita financiera, pronto estuvo claro también lo que se debía hacer para ganar dinero y, por supuesto, para mover la conducta de quienes dejaban sus ahorros en la taquilla. Ganar dinero, hacer atractivo el "espectáculo" y ofrecer un mensaje de "cohesión social" desde los principios dominantes, establecieron un marco de relaciones sumamente estrechas y entrecruzadas, que definieron los primeros pasos de una globalización incipiente, que, a su vez, tuvo en el cine uno de los instrumentos más eficaces.
Algunos autores han destacado, en esas relaciones estrechas y entrecruzadas, el potencial de realimentación que tanto el cine como la publicidad han jugado durante el siglo XX y lo que llevamos del XXI, sobre ciertas formas de relación o, incluso, sobre ciertas costumbres: seguramente, uno de los territorios más reconocidos sea el de los roles sexuales, particularmente enfatizados en casi todas las películas norteamericanas del siglo XX. Pero las posibilidades "persuasivas" del cine llegaron mucho más allá... Me atrevería a decir que el cine fue el más poderoso medio de adoctrinamiento del siglo XX.
Durante la tercera década del siglo XX y, especialmente, en los años sucesivos, ya estaba claro lo que se debía hacer para que el espectador entendiera la historia, tomara partido por el protagonista o se identificara con él, valorara las situaciones como convenía al ritmo narrativo, y al "interés social", sintiera que la historia participaba de los roles sexuales que él tenía "asumidos", etc., etc. y, por supuesto, para que asimilara como propios “los valores” ofrecidos por la película. Proyectar El nacimiento de una nación suponía que una parte significativa de los espectadores hiciera suyos los valores de "la cultura norteamericana" ofrecidos en ella. Del mismo modo, ofrecer “los reportajes” de Leni Riefensthal implicaba que, al menos, buena parte de los espectadores interiorizaran el esplendor del régimen nazi. Asistir a la proyección de El acorazado Potemkin (1925) debía suponer asumir los valores más elementales de la revolución soviética; contemplar una obra de Brecht o La ópera de tres centavos en versión cinematográfica (Pabst, 1931) debía implicar que el espectador “tomara conciencia” de una cierta manera de contemplar los fenómenos sociales…
Como sabemos, las posibilidades persuasivas o de manipulación, subyacentes a los espectáculos públicos no aparecieron con el cine, porque los fenómenos de creación más o menos artística asociados a los planteamientos narrativos compartieron un potencial “pedagógico” que fue substancial en muchos de ellos. Es más, con frecuencia, la entidad de ese elemento ha servido para construir el juicio crítico que nos merece una obra en concreto. Ahí tenemos, por ejemplo, el teatro de Shakespeare, las novelas de Cervantes, el teatro de Molière, las obras de Oscar Wilde o las de Pérez Galdós… el teatro de Bertolt Brecht…
Recordemos también en este punto la pintura de la Contrarreforma, concebida para transmitir los valores y las creencias que distinguían al catolicismo de las corrientes reformistas. Asímismo, durante el XIX y por influjo de las corrientes ilustradas y enciclopedistas, todas las academias europeas apostaron por un tipo de pintura ("pintura de historias") que debía transmitir los valores éticos de las referencias históricas, reconvertidas con mayor o menor acierto, en paradigmas de los valores defendidos en cada momento y cada lugar. Y aún podríamos remitirnos a fenómenos muy anteriores: no creo que las imágenes románicas fueran “la Biblia de los iletrados”, pero sí un “instrumento educativo” de cierta entidad. Sin embargo, puede que, en su capacidad para llegar a ingentes cantidades de personas, el cine haya sido —y siga siendo— uno de los factores de adoctrinamiento social más relevantes del proceso de globalización que estamos viviendo desde principios del siglo XX.
En todo caso, desde el año 1930 la práctica totalidad de la producción norteamericana se concibió con un “componente pedagógico” de mayor o menor sesgo —según cada momento histórico— , especialmente sensible en películas como La diligencia (Ford-Wanger, 1939), Casablanca (Curtiz, 1942), Qué bello es vivir (Capra, 1946), Centauros del desierto (Ford, 1956)… etc. Ese "componente pedagógico" se articulaba mediante la interrelación entre una serie de principios morales, casi siempre elementales, que, con frecuencia, se relacionaban con recreaciones históricas que, según parece, tenían la finalidad de acrecentar los pocos elementos comunes de una sociedad construida mediante la aportación de sucesivas oleadas de emigrantes procedentes de lugares diversos.
Si nos detenemos brevemente ante La diligencia, enseguida advertiremos el juego argumental que, sazonado de situaciones concebidas para mantener el interés y canalizar la emotividad del espectador, se le ofrecía. Varios personajes, entre quienes destacan un hombre de pasado violento y una mujer de moral “relajada”, que se hubiera dicho entonces, habrán de enfrentarse a circunstancias especialmente peligrosas. Ambos sortearán los peligros mediante una sabia combinación de esfuerzo, sacrificio, audacia y, por supuesto, violencia, aplicados a los enemigos comunes: un territorio inhóspito, los indios malos —por entonces ya había “indios buenos”, que se sometían al nuevo orden blanco— y los “blancos malos”. De ese modo se definía el "par dialéctico" que facilita la identificación del público con el héroe, primero idealizado y luego, sublimado; por supuesto, con el apoyo de los fenómenos asociados al star system, en este caso, personalizado por el ya popular John Wayne, paradigma de semental del Nuevo Mundo en estado puro, mil veces parodiado en la propia industria cinematográfica, tal vez para ocultar la existencia de otros actores más "contradictorios" como Randolph Scott o Errol Flynn.
Como si se tratara de un juego ingenuo de fundamento freudiano, que haría las delicias de Lacan, el hombre descarriado y la meretriz culminarán el proceso redentor, que pasará por el muy manido y eficaz heroísmo de guardarropía, en la unión amorosa que les conducirá hacia un futuro incierto pero esperanzador, que inevitablemente implica aportación de una nueva y renovada generación de americanos —y, por supuesto, americanas— fuertes, justos, nobles y, por supuesto predispuestos a usar el revólver. Ellos estaría perfectamente capacitados para imponer su modelo cultural y político a cualquier descarriado, tanto si vestía plumas como si empleaba plumero.
La diligencia expone un argumento mil veces repetido por la industria cinematográfica norteamericana con otros tantos formatos ambientados en diferentes situaciones… Recuerde el lector la trama de Pretty Woman, Marshall, 1990, sensiblemente similar a la de Ford pero enmascarada en el pasado inmediato con matices de La Cenicienta. En todo caso, la historia narrada en esta película y en todas las comparables, se parece demasiado a los elementos básicos de la sociedad norteamericana, amoldada a los intereses del sistema liberal...
¿Educación en valores? Alguien dijo que ese fondo de películas del “género western“ compone algo parecido a lo que fue la obra de Homero para los griegos de los tiempos de esplendor: una referencia mítica cargada de "símbolos" alusivos a la complejidad de la historia y la “psicología” (en sentido muy amplio) de unos pueblos que apenas tenían en común una lengua, una forzada vocación marítima y poco más. Quizás por ello la mitología griega es tan compleja… y, tal vez, por la misma razón, la mitología norteamericana sea tan simple, pueril y reiterativa. En el caso griego, el reto suponía desnudar el alma humana; en el norteamericano, sencillamente justificar una estructura económica y disolver o reformular el “pecado original” de un territorio que, en las primeras oleadas, fue colonizado por personas expulsadas de Inglaterra por sus veleidades morales.
Casi como si se tratara de una “anécdota” de esas que ilustran con brillantez las transformaciones humanas, en el año 1969 Don Siegel —el de Harry el Sucio— firmó como el nombre vergonzante de Allen Smithee (el rodaje se inició bajo la dirección de Robert Totten) un western extraño: Death of a Gunfighter. La película, de calidad manifiestamente mejorable, ofrece una versión desgarrada de las transformaciones asociadas al cambio de siglo; en ella se repite el planteamiento argumental mítico (pistolero y prostituta redimidos, etc), pero al final el sheriff es asesinado a manos de sus conciudadanos. En 1969 como en el 1900, eran precisos mitos nuevos y sobre todo, los relacionados con la voluntad crítica de un sistema democrático necesitado de regeneración.
Y podríamos continuar con la otra película mencionada, “al paso”: Casablanca o la recreación estratégica del mito de una nación con vocación imperial, representada por Rick, que sacrifica sus intereses (sexuales) por el bien de los europeos… Como si la intervención de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial hubiera tenido por objeto exclusivo liberar a los europeos de la maldad de Hitler. Muchos de quienes la consideran "obra maestra" pasan por alto el momento de su realización, en plena Guerra Mundial, cuando Hollywood se puso al servicio de los intereses militares norteamericanos. No se excusó de la colaboración ni el pato Donald.
Pero sería injusto no reconocer que esa mitología —a mi juicio, valorada con relativo acierto pero con alguna precipitación por Slavoj Zizek —se ha visto compensada gracias también a la propia industria norteamericana por obras magníficas, relativamente ajenas a la ideología dominante —derivadas de las corrientes críticas del “pensamiento occidental”— realizadas, sobre todo, a partir de los primeros años de la década de los sesenta, cuando cedió el corsé impuesto por la caza de brujas y reaparecieron las voces críticas...
En todo caso, sería demasiado ingenuo suponer que los espectadores sometidos a la reiteración de “argumentos” como los mencionados no “aprendieron” o reforzaron los valores que están en el fondo del sentimiento popular de “nación norteamericana”. Del mismo modo que lo sería no reconocer la influencia de los Simpson en las generaciones que se formaron mientras la popular serie se emitía por televisión, contando, incluso, con que los primeros episodios no estuvieran concebidas para niños.
Era imposible que los fenómenos mencionados pasaran desapercibidos en otros lugares del planeta, incluso, aunque en ellos hubieran arraigado anomalías tan dramáticas como el régimen franquista. En consecuencia, las autoridades españolas, progresivamente inmersas en la ola cultural global, “asumieron” pronto que el cine podía ser un instrumento “pedagógico" de primera magnitud y de inmediato lo pusieron al servicio de sus intereses. Al principio, con el apoyo de la industria italiana, los objetivos pasaron por el enaltecimiento de "los mártires" (de "sus mártires") y, desde luego, por "reconstruir" un enfrentamiento maniqueo entre “buenos” (los militares rebeldes) y “malos” (los republicanos). Incluso se realizó una película (Raza, 1941) con el argumento del propio Franco para “explicar” las razones del “alzamiento”… que se debió corregir precipitadamente tras el descalabro del Eje y del desenlace de la Segunda Guerra Mundial (Espíritu de una raza, 1950). En esta última, además de matizar las implicaciones del término "raza" en tono espiritual, se “pulieron” las alusiones al sistema democrático y a los Estados Unidos, y se enfatizó la supuesta lucha contra “el comunismo”, seguramente para que el discurso franquista encajara en la estrategia de bloques asociada a la guerra fría. Pero las películas más comunes, siempre filtradas por una censura hiperactiva durante los 50 y los 60, desembocaron en fórmulas más modestas, menos pretenciosas, pero casi siempre relacionadas con lo expuesto.
La “voluntad pedagógica” se manifestó de varias formas. Unas veces, de forma indirecta, como cuando se alteraba un diálogo para sortear situaciones “indecorosas” (la fórmula se empleó en los doblajes y en los guiones que debían ser aprobados antes del rodaje); otras, de forma directa, cuando la historia relatada o, mejor aún, el argumento expuesto, se acomodaba a los “valores” específicos del régimen. Y, a mi juicio, ese es el caso de buena parte de las películas rodadas hasta mediados de los sesenta e, incluso, de muchas posteriores, como La ciudad no es para mí.
La película, firmada por Pedro Lazaga, director de larga trayectoria en tiempos de la dictadura, se realizó con un guión firmado por Vicente Coello, Pedro Masó y Fernando Ángel Lozano, que encubría al insigne Fernando Lázaro Carreter; precisamente, este último había firmado también con seudónimo la obra de teatro homónima, que se estrenó en 1962 en diferentes lugares de España, con magnífica acogida del público. Desde esta circunstancia, la película hace pensar en Nobleza baturra, que también se realizó a partir de una obra homónima de Joaquín Dicenta que, a su vez, intervino en la realización del guión, cofirmado con el director. Y las relaciones aún llegaron a otros aspectos de las respectivas historias; de momento, interesa destacar que ambas se desarrollan en Aragón, acaso para presentar a esta región como quintaesencia de “lo español”, dado que, según cuentan las fuentes antiguas, fue lugar de "cristianos viejos y rancios". Por aquellos años era lugar común enfatizar paradigmas el carácter hispano de la Virgen del Pilar y los sucesos heroicos protagonizados por Agustina de Aragón ante los franceses. Es posible que, como “tierra de transición” entre Castilla y Cataluña, también implicara ciertos matices de integración nacionalista, según ésta se entendía en los foros que reivindicaban el legado de Mesonero Romanos..
Entre los elementos prestados de las prácticas habituales en la industria cinematográfica norteamericana, también destaca el recurso a las posibilidades del star system, por supuesto, con las peculiaridades específicas de la sociedad española, especialmente sensible a las cupletistas. De hecho, esa fórmula ya se había empleado en tiempos de la República: para la mencionada película de Florián Rey, que contó con Imperio Argentina, a pesar de una fotogenia especialmente mejorable. A las tonadilleras se sumaron los actores cómicos para configurar una fórmula de producción que unas veces hace reír y otras... llorar.
Supongo que a más de un lector, atento a lo que implica el constructo star system, pudiera juzgar chirriante comparar implícitamente al John Wayne joven con Paco Martínez Soria o con Pepe Isbert, pero a mi juicio, ello ayuda a entender algunas conexiones en positivo y negativo —sería prolijo indicarlas todas—existentes entre la cultura cinematográfica norteamericana y la española a principios de los sesenta.
Eran tiempos en los que los dirigentes franquistas, con unos cuantos años de prevenciones hacia la cultura norteamericana, habían dado a regañadientes su brazo a torcer. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Franco tuvo que aceptar de buen o mal grado que si deseaba continuar en su puesto, habría de presentarse ante las autoridades norteamericanas como un colaborador convencido de su vocación anticomunista, incluso aunque entre las esencias primigenias del régimen hubiera un cierto espíritu antiamericano que se remontaba a los tiempos de la guerra de Cuba, que dejó heridas profundas en la tradición militar española, tal y como se advierte en la primera versión de Raza...
Acaso por la necesidad de presentar la cultura española en cauces de modernidad “no acomplejada” por la hegemonía USA, la película acota el "segundo acto" describiendo Madrid como una gran ciudad moderna —con rascacielos, multitud de coches y bancos— y cosmopolita, conectada con el exterior gracias a las posibilidades de los modernísimos aviones (de la TWA), que despegan del aeropuerto de Barajas... Es difícil entender esa parte de la película en términos estrictos de continuidad narrativa: más parece un speech para "la galería".
Por no abrir demasiado “el tema” y aunque, en principio, pudiera parecer inoportuno o tan forzado como el aludido speech de la modernidad de Madrid, intentaré una síntesis preliminar que nos ayude a enfocar el análisis de ciertos aspectos de la película en cuestión. Si atendemos a los fenómenos de manipulación así como si abrimos la lente para observar el hecho cinematográfico en general, a partir de finales de la década de los cuarenta, el cine español beberá en varias fuentes:
a) La tradición propia (cinematográfica, literaria y de otro orden). Si se hubiera tratado de otra película, no hubiera tenido necesidad de remitirme a la tradición cinematográfica, dado que el cine español de la República apenas existió como tal: unas pocas películas, de calidad desigual pero sobre todo sumamente pobres, definieron un jalón con pocas referencias para los años venideros. Por suerte o por desgracia, una de las pocas películas de los tiempos republicanos que merecen ser mencionadas guarda estrecha relación La ciudad no es para mí: Nobleza Baturra (Florián Rey, 1935). A ella se alude indirectamente en la película: mientras pasan los créditos, la cámara recorre Madrid de noche y se aprecia que en sus cines ofrecen varias películas (Una yanqui en el Haren J. Lee Thompson, 1965, etc. ), entre las que destacan La familia y uno más, F. Palacios, 1965 (producida por el propio Pedro Masó) y el remake de Nobleza baturra firmado por Juan de Orduña en 1965. En todo caso y frente a lo que veremos en las líneas sucesivas, interesa destacar que el argumento de Nobleza baturra no es especialmente progresista, como cabría suponer con ingenuidad de una "película republicana"...
Desde ese marco y teniendo en cuenta la voluntad franquista de evitar cualquier “conexión formal” con la República —más adelante veremos que hubo de integrar técnicos republicanos—, desde 1939 se “generó” un “cine español” con unos rasgos propios más relacionados con las temáticas teatrales que con elementos específicos del lenguaje cinematográfico. De hecho, sería absurdo buscar grandes aportaciones específicas en los albores de una industria que, contando incluso con Segundo de Chomón, se incorporó a la dinámica general con demasiados años de retraso. A ese factor teatral deberíamos unir otro, asimismo "tradicional", relacionado con los elementos culturales enfatizados por el régimen franquista.
b) Las enseñanzas prácticas de la industria norteamericana. Aunque se veía mucho cine norteamericano, los creadores españoles de la República no sacaron demasiado jugo artístico: son raras las películas españolas de esa época que vayan más allá del "puro entretenimiento". Y la situación no cambió mucho en los años posteriores: la precaria infraestructura del cine español apenas dio para realizar películas más atentas al rendimiento económico que a la calidad global. Sin embargo, no todo fueron factores negativos: ciertos realizadores españoles tomaron nota de la importancia de la historia, de los guiones —durante algún tiempo recurrieron a escritores profesionales de probada calidad—, de la importancia de los personajes secundarios, de las posibilidades del humor para mantener el ritmo narrativo, de la opciones de la voz en off, la inclusión de números musicales, etc. Aunque habitualmente se han enfatizado las pecualiaridades de la censura española, conviene recordar que, como ya he adelantado, también en eso la producción industrial norteamericana sentó cátedra con el código Hays. El control más o menos férreo de la producción cinematográfica fue común en casi todos los países del mundo.
c) Aunque para algunos resulte natural y para otros desconcertante —según el punto de vista de cada cual—, en el cine de época franquista pervivió un componente derivado de la industria alemana, que se manifestó con particular claridad en el magisterio de Heinrich Gärtner que, a mi juicio, está en el origen de la, por lo general, “anómala” calidad de la fotografía de las películas españolas, incluso, de las menos cuidadas. Más adelante volveré sobre ello, porque ahora sólo interesa destacar aspectos generales y, entre ellos, que, indirectamente, esa relación suponía una cierta apropiación de las fórmulas expresivas de Eisenstein. Interpreto —tal vez equivocadamente— que el cine franquista asimiló mediante este conducto los mecanismos que movilizan ciertos sentimientos humanos: empatía, sublimación, inquietud, etc. Y, por supuesto, la importancia del montaje.
d) Pero, sobre todo, el cine español de la época de Franco bebió de sus conexiones casi permanentes con el cine italiano, de gran presencia en España desde cuando se realizó Sin novedad en el Alcázar, (Genina,1940); es probable, incluso, que también mediante este conducto se dejaran sentir las circunstancias mencionadas en el apartado anterior. Ello permitió la creación de una infraestructura escasamente desarrollada pero suficiente para poder hacer una película de cierta coherencia narrativa. Y la vinculación permanecerá, cuando menos, hasta los tiempos del spaghetti western.
¿Hasta dónde llegó esa conexión? El influjo del neorrealismo italiano parece claro y, en especial, en la vertiente católica (De Sica, El ladrón de bicicletas, 1948). Da la sensación de que, durante algún tiempo, recurrir a “actores” no profesionales quedaba chic y, por supuesto, tenía una ventaja capital en negocios que, con frecuencia, eran precarios: eran baratos. Y hasta tengo la impresión de que, al amparo de esa corriente, cedió el interés por cuidar la interpretación de los figurantes, particularmente penosa en La ciudad no es para mí. En todo caso, no se puede decir que esta película se hiciera eco de algún modo del vendaval que se había levantado en Italia durante los años inmediatamente anteriores a su realización. Es obvia la "huella" de Fellini, pero no veo tan nítida la repercusión de otros directores coetáneos como Bertolucci, apenas divulgado internacionalmente antes de 1970, ni por supuesto de Antonioni, que para cuando se redó La ciudad no es para mí ya había causado furor en toda Europa con un conjunto de obras de especial interés estético. Por no hablar de otras aportaciones aún “más lejanas”…
Los cuatro factores definen otras tantas coordenadas que podrían ayudarnos a referenciar cualquier película española de la época si pretendiéramos establecer algo así como una función ("matemática") que definiera el desarrollo del cine español. Con pretensiones menos rigurosas, nos serán útiles para a "entender", pero sobre todo a contextualizar, cualquier película que fuera más allá del puro entretenimiento y sobre todo, algunos de sus elementos. En La ciudad no es para mí es relativamente fácil distinguir el peso relativo de las cuatro "fuentes", entre las que, como es natural, destacara el peso de las "tradiciones" propias, entendidas éstas en sentido amplio..
El guión. ¿Volver a la Edad Media?
Como ya quedó expuesto, la “historia” de la película, que sigue con bastante fidelidad la de la obra de teatro de Lázaro Carreter, se construye a partir de la circunstancias de un hombre ya anciano, que vive holgadamente en un pueblo pequeño de Aragón en compañía de sus paisanos, dedicándose a hacer el bien en sintonía con el cura… Es decir, se trata de una película que, ante todo, debemos relacionar con las tradiciones narrativas conservadoras, dentro de las cuales debemos situar la mencionada Nobleza Baturra, cuyo argumento, centrado en un “asunto de honra vaginal”, también se matizaba de acuerdo con las creencias religiosas, enfatizadas en un desenlace con intervención directa de la Virgen del Pilar. En ambas películas, la nobleza de los protagonistas se ofrecen con una generosidad tan desmedida e inverosímil que escandaliza...
Pero antes de continuar con el análisis, desde la voluntad de establecer vínculos con "la tradición", me parece interesante enfatizar que la ubicación de la historia en Calaciereva es un dato particularmente interesante, desde el punto de vista de las referencias teatrales, ampliamente desarrolladas en la tesis doctoral de Laura Arroyo Martínez y tan importantes en esta película. Frente a lo que hiciera Galdós con Orbajosa y ante lo que algunos autores han indicado con precipitación, Calacierva, el pueblo del protagonista, no es un lugar “abstracto”, concebido con un nombre de pretendidas posibilidades semánticas, sino un pueblo real perteneciente al municipio de Daroca. Ítem más, según parece, el personaje protagonista de la película está inspirado en uno real, llamado Ignacio Bericat, que fue maestro a principios del siglo XX en Calacierva y acreditó capacidad y empeños ejemplares para proporcionar estudios a sus hijos…
Dicho en otros términos: Lázaro Carreter no se aventuró por las sendas definidas por Galdós y Valle-Inclán, sino por las de Donoso Cortés, Menéndez Pelayo y Ramiro de Maeztu...
En la obra y en la película se completa la imagen del personaje con unas circunstancias que desbordan las de Ignacio Bericat, porque no sólo se ocupa de cuidar con celo extremo de su hijo, sino de todas las personas que lo necesiten; y, como ya he adelantado, lo hace en comandita con el cura del pueblo, que aparece en la película como una personificación particularmente empalagosa, y del alcalde, personaje de limitadas entendederas…
Es indicador un detalle, que pudiera rectificar esa valoración: presentar al alcalde "comiendo mierda" podría interpretarse como una carga de profundidad sobre el poder municipal, sobre todo si recordamos que, en aquellos años, para ser alcalde aún era recomendable poseer carnet de Falange. Pero francamente no creo que fuera esa la voluntad de quienes escribieron el guión. Es más probable que la alusión se justificara porque, por entonces, ser alcalde pedáneo era oficio de quienes tenían pretensiones de figurar, puesto que no estaba remunerado y, por lo general, los alcaldes tenían escasa capacidad de maniobra. Acumulaban más poder los secretarios y, por supuesto, los caciques.
Recordemos que en La ciudad no es para mí el anciano, que se siente pachucho, decide hacer una visita a su hijo, que vive en Madrid en posición social acomodada… Y como así mismo está dicho, el “fondo argumental” se concreta en varias ideas entre las que destacan “el conflicto generacional” y el antagoinismo entre la forma de vivir en la ciudad y en el campo. El problema del “conflicto generacional” se ha tratado muchas veces en el cine y, desde los datos que están a mi alcance hoy, sería difícil encontrar la posible fuente directa que inspiró a Lázaro Carreter. Suponiendo una “apertura” acaso incompatible con los usos culturales españoles de la época, se impondría, cuando menos, una mención a Tokyo monogatari (Cuentos de Tokio), de Yasujiro Ozu (1953), cuyo guión se centra, precisamente, en la pérdida de los lazos personales que, hasta la crisis de la cultura japonesa, había definido a las familias tradicionales. Y las “coincidencias” aún llegan más allá porque uno de los hijos del matrimonio de ancianos también es médico. Aunque por el tono de la película japonesa, especialmente dramático, y por el planteamiento estético general, cuesta trabajo imaginarse una relación directa entre Lazaga-Lázaro Carreter y Ozu, no deja de sorprender la coincidencia, que multiplica la carga reflexiva de la relación entre padres e hijos. El hijo se dedica en cuerpo y alma a atender a las personas pero no tiene tiempo para sus padres…
En cuanto al segundo aspecto, la contraposición entre la vida rural y la urbana, que también podría hacernos pensar en Ozu, ofrece un panorama que, una vez referido al “factor religioso”, escapa de la propuesta reflexiva del director japonés. En la ciudad reina la pérdida de los valores morales tradicionales; los hijos no respetan a sus mayores, las mujeres burlan a sus esposos, etc, etc. En resumen: todas las ciudades, que en sus cualidades de “modernidad” han prescindido de Dios, nos remiten a Sodoma y Gomorra. Por el contrario, en el campo, donde todavía reina el orden de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, todo es bondad, entendimiento, armonía… conjunción perfecta entre el Ying y el Yang —si se me permite la broma metafórica—. Por supuesto, lejos está aún el rodaje de Los santos inocentes (Camus, 1984), para que el cine español nos ofrezca una imagen diferente de esa rusticidad idílica, que en cierto modo recuerda la mamarrachadas de ciertos sectores de la creación artística del siglo XVIII. Sin embargo, como ya he indicado, no estaban tan lejos las obras de, por ejemplo, Galdós y Valle-Inclán, especialmente críticos con los sistemas culturales de la "España profunda"...
La formación de Lázaro Carreter ha dado pie a que algunos estudiosos hayan hecho elipsis de los valores conservadores (¿ultraconservadores?) de la obra para remitirse a un texto de Antonio Guevara —Menosprecio de corte y alabanza de aldea—, publicado en 1539 y ciertamente los títulos de algunos capítulos del libro podrían justificarlo:
Cap. V. “Que la vida de la aldea es más quieta y más privilegiada que la vida de la corte”,
Cap. VII. “Que en la aldea son los hombres más virtuosos y menos viciosos que en las cortes de los príncipes”,
Cap. VIII. “Que en las cortes de los príncipes ninguno puede vivir sin afeccionarse a unos y apasionarse con otros “,
Cap. XV. “Que entre los cortesanos no se guarda amistad ni lealtad, y de cuán trabajosa es la corte”
Pero el posible paralelismo se disuelve cuando sobrepasamos los títulos y leemos el texto, porque la corte del siglo XVI definía un universo absolutamente distinto de lo que suponía una ciudad europea de mediados del siglo XX. En todo caso, no sería de extrañar que Lázaro Carreter partiera de Antonio Guevara para redactar su obra, porque esos paralelismos que, inevitablemente, viajaban al pasado remoto, eran fórmula habitual en la erudición de tiempos franquistas y aún en nuestros días (que lance la primera piedra quien no lo haya hecho alguna vez)… Y en ese sentido, es tentador concluir que Lázaro Carreter pretendía ofrecer una “actualización” del texto de Antonio Guevara.
Por otra parte, hablar de la dicotomía campo-ciudad, en la España de los años sesenta, suponía hablar, necesariamente, del problema migratorio, que complicó extraordinariamente la vida en las grandes ciudades, afectadas por la llegada descontrolada de gran cantidad de personas presionadas por la miseria bucólica. Aunque la película no habla expresamente de la emigración del campo a la ciudad, acaso se concibiera contando con la inmensa cantidad de emigrantes que había en las ciudades y que, a buen seguro, se identificarían con las peripecias del protagonista... Más adelante volveremos sobre ello.
Y si relacionamos La ciudad no es para mí con este asunto, surge la necesidad de relacionarla, a su vez, con otras dos películas que también lo afrontan con mayor o menor claridad: Surcos (Nieves Conde, 1951), en tono de drama, y Bienvenido Mr. Marshall, (García Berlanga, 1953), en clave de comedia.
Las tres enfatizan una parte medular de los principios del régimen franquista, a su vez, deudor de la ideología joseantoniana que, con el tiempo, se fue convirtiendo en almacén vetusto de sentencias y de soflamas apenas correspondidas con una realidad condenada a converger con la praxis liberal. Sin embargo, en 1951 las ideas falangistas se mantenían vigorosas; y aún permanecieron en acervo referencial, incluso cuando se impusieron los tecnócratas del Opus Dei.
Efrén Borrajo en un manual de Formación del Espíritu Nacional (para sexto de Bachillerato), que se continuaba empleando en 1966, al parecer, concebido con cuidado extremo para restañar viejas heridas, incluía como entradilla de frontispicio la siguiente cita de José Antonio:
“He aquí la tarea de nuestro tiempo: devolver a los hombres los sabores antiguos de la norma y el pan. Hacerles ver que la norma es mejor que el desenfreno; que hasta para desenfrenarse alguna vez hay que estar seguro de que es posible la vuelta a un asidero fijo. Y por otra parte, en lo económico, volver a poner al hombre los pies sobre la Tierra, ligarle de una manera más profunda a sus cosas: al hogar en que vive y a la obra diaria de sus manos”.
No creo que lo de "poner los pies sobre la Tierra" se limite a la figura retórica más manida... Casi todos los historiadores que se han ocupado de ello han enfatizado como una de las cualidades más relevantes del falangismo la voluntad de quedar al margen de las utopías ofrecidas tanto por el nazismo como por los fascistas italianos para propiciar la creación de un “hombre nuevo”. Por el contrario, las doctrinas del “Movimiento Nacional” se definían desde la voluntad de “recuperar” los valores del cristianismo hispano y en ese sentido, encajaba bien hasta el texto de Antonio Guevara.
El Fuero de los Españoles (18 de julio de 1945) definía al “nuevo régimen", que intentaba resolver las supuestas “carencias” del sistema democrático, mediante varios mecanismos entre los que destacaban la expresión de fe católica (artículo sexto) y una organización política “representativa” articulada a partir de “la Familia, el Municipio y el Sindicato” (sic). Trece años después, en 1958, se matizaron dichos planteamientos en lo que se llamó la “Ley de Principios del Movimiento Nacional”; en ella aparece una vez más aquello de que “España es una unidad de destino en lo universal”, que tanto divirtiera a los satíricos de los años setenta y, por supuesto, la nítida alineación con los principios de la jerarquía católica y del orden sociopolítico articulado entre la familia, el municipio y los sindicatos, ahora mencionados en minúsculas (buen ejemplo para un análisis hermenéutico perverso):
II, “La Nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación”
VI, “Las entidades naturales de la vida social: familia, municipio y sindicato, son estructuras básicas de la comunidad nacional. (…)”
Desde el esquema definido por esos cuatro factores (catolicismo, familia, municipio y sindicato) y teniendo en cuenta que, desde muy pronto, y por razones de praxis política, el sindicato (vertical) quedó relegado a territorios “peligrosos” —se fue poblando con personas de inclinación ideológica ajena al franquismo—, se comprenderá que, de hecho, la gran referencia del modelo cultural debía construirse a partir de los tres primeros; con lo que ello suponía a efectos de reforzar ciertos valores específicos de la moral católica como la caridad, el agradecimiento, la fidelidad, etc. Rara será le película de esos años que no enaltezca estos valores.
En sintonía con ellos, “la familia”, de estructura similar a la romana,integraba a las personas de “las tres edades” que podían convivir simultáneamente (abuelos, hijos y nietos), junto con los criados y servidores que completaban el espacio definido por las necesidades del grupo. Las casonas del norte junto con los cortijos del sur, dan una idea des posibilidades que, según la zona, podían tener esos espacios "idílicos" de convivencia y explotación agropecuaria. Lógicamente, la fórmula participativa mencionada en la Ley de Principios del Movimiento Nacional no tenía mucho sentido en las ciudades...
No deseo aburrir al lector con consideraciones redundantes sobre lo artificioso de un modelo cultural que tuvo sentido en tiempos del Imperio Romano y, sobre todo, en los años posteriores a la crisis del Mundo Antiguo, cuando las villas cumplían una función económica y social acorde con la autarquía impuesta por el cierre de los canales del mar Mediterráneo. Pero me parece importante destacar la relevancia de ciertos factores...
Algunos estudiosos enfatizan que el franquismo se alimentó con voracidad del platonismo, acaso para expresar añoranza por los tiempos anteriores a la "revolución" tomista... Es posible que una forma de organización social basada en la recuperación de Platón tuviera sentido mientras duró la autarquía forzada de la Alta Edad Media (en la península Ibérica habría mucho que matizar dada la existencia de Alándalus), pero ya durante el siglo XIII pareció "necesario" recuperar el pensamiento aristotélico y, con él, apostar por fórmulas más cosmopolitas, menos "abstractas".
En todo caso, podía tener cierto sentido intentar recuperar los valores neoplátónicos para determinados ambientes: la Iglesia continuó insistiendo en ellos y lo mismo sucedió en el mundo del arte, donde continúa siendo referencia de gran capacidad centrípeta. Pero intentar imponer la estructura asociada a ellos a una sociedad urbana de mediados del siglo XX, con la obsesión de mantener inalterables los privilegios heredados de la Edad Media por ciertos estamentos, no era simplemente absurdo; era un anacronismo esclarecedor sobre las peculiaridades de una sociedad resignada a consentirlo... incluso aunque “lo asumieran” personalidades de indiscutible calidad intelectual como Lázaro Carreter y otros que, como él, durante algún tiempo hicieron encaje de bolillos con ideas ni tan siquiera comprensibles en los cuartos de banderas.
Es notorio que precisamente los fenómenos asociados a la vida urbana ponían en crisis cualquier modelo construido sobre la fe católica, la familia y el municipio; y es notorio que esa disfunción saltó por los aires cuando los nuevos burgueses (ahora me refiero a los burgueses de los siglos XIII y XIV) comenzaron a demandar formas de gobierno más relacionadas con sus circunstancias e intereses… Desde ese proceso se entiende bien la apuesta de Tomás de Aquino por "superar" el neoplatonismo que había teñido el perfil ideológico de la Iglesia durante la Alta Edad Media.
Postular siete siglos después, volver a las raíces del cristianismo para convertirlo en el entramado de una vida social articulada desde el mundo rural, como propugnaban José Antonio, pero sobre todo Onésimo Redondo, no tenía demasiado sentido, entre otras razones, porque, en las circunstancias de la España de la posguerra, quienes tenían menos recursos, sencillamente, preferían vivir en las ciudades.
En todo caso, la obsesión por recuperar aquellos valores primigenios activó ciertos fenómenos de gran difusión a finales del siglo XIX y, por supuesto, durante el franquismo y, sobre todo, una reconstrucción mítica de la Historia que, en gran medida, aún subsiste en los manuales de ESO y Bachillerato. Esa rectificación de la Historia se articuló minusvalorando las aportaciones inconvenientes (como el legado andalusí) e inflando con categorías abstractas ajenas a sus respectivos momentos históricos los perfiles de personajes como El Cid, Guzmán el Bueno, los Infantes de Lara, incluso los almogávares que, por lo visto, fascinaban al propio general Franco. Pero desde esa recuperación se entienden muchos alegatos pronunciados por aquellos años y, sobre todo, asuntos como el programa iconográfico bizantino empleado por los ideólogos de Franco en la bóveda del Valle de los Caídos...
En apariencia, los sectores sociales que se habían visto beneficiados con el resultado de la Guerra Civil, tardaron en comprender que la realidad social caminaba muchos metros por delante de ellos. Sólo desde premisas desconectadas de la realidad del momento, como es norma en el pensamiento conservador español, se puede entender que en 1957, cuatro años después del estreno de Bienvenido Mr. Marshall y, tal vez, en sintonía con su fondo argumental, se publicara un decreto de Presidencia de Gobierno que expresamente prohibía la emigración a Madrid: ningún español sin recursos podía viajar a la capital si no contaba con "domicilio donde acogerse". Ya entonces se combatían los problemas sociales graves con leyes absurdas...
Huelga decir que el decreto no paralizó un proceso que, por otra parte, daba pie a lo que acabaría siendo un elemento substancial de la estructura económica española. José Luis Arrese, falangista con gran capacidad de adaptación, pronunció en 1959 un discurso de gran trascendencia en el que apostó por convertir lo que, hasta entonces había sido una lacra, en una oportunidad de negocio de dimensiones colosales: "No queremos un España de proletarios sino de propietarios". Arrese había dado con la clave para anular de raíz cualquier peligro marxista. Un país de propietarios jamás activaría una Revolución... Como es sabido, la idea, materializada gracias al esfuerzo de millones de emigrantes, funcionó perfectamente hasta principios del siglo XXI...
Por suerte o por desgracia, no todas los magnates franquistas pensaban igual y. muy pronto, algunos de ellos comprendieron que la batalla contra la modernidad cosmopolita (globalizadora) estaba perdida, al menos si se continuaban empleando argumentos neoplatónicos: lo material se imponía sobre los espiritual. Y, como Arrese, optaron por fórmulas más sugerentes, incluso desde foros perfectamente integrados en el universo eclesiásticos (Opus Dei): el primer plan que marca la apuesta del sistema franquista por el desarrollo económico y por olvidarse de las zarandajas forzadas por la autarquía, fue definido por López Rodó en 1959 (Plan de Estabilización). Aunque los resultados no fueron óptimos, se alcanzaron tasas de desarrollo excepcionales, que se dejaron sentir en las ciudades más importantes (Barcelona, Madrid, Bilbao, etc.). En paralelo, el turismo se fue convirtiendo en la industria más importante y los fenómenos migratorios, experimentaron un nuevo impulso.
En definitiva, la progresiva imposición de los tecnócratas —personas vinculadas al Opus Dei— y de falangistras "reconvertidos" sobre los “azules” —cuadros de ideología falangista más estricta— movilizó una dinámica peculiar, basada en el crecimiento económico, condenada a definir un modelo social relativamente homologable a los existentes al norte de los Pirineos y ello, a su vez, imponía un progresivo acercamiento a la práctica de los países de formato democrático.
Poco después de 1960, sólo los sectores más recalcitrantes, cada vez más aislados, podían defender el mantenimiento de un “orden tradicional”, basado en la recuperación de las tradiciones del cristianismo primitivo y la bondad de los valores rurales.
Había llegado el momento de recuperar la crítica de esos valores que se había manifestado desde el siglo XVIII, en paralelo a la implantación de la Ilustración, aunque ello no supuso la eliminación total de la corriente tradicionalista. Como sucediera a principios del siglo XX, se mantuvo una línea que proporcionaba continuidad a las propuestas de Donoso Cortés, Menéndez Pelayo y Ramiro de Maeztu, de la que siguieron bebiendo los sectores conservadores, entre los que no escasearon precisamente algunos creadores de ámbitos ajenos a lo literario.
En ese ambiente de pugna entre tradicionalistas e innovadores, la proclamación de Arrese, determina un punto de inflexión que acota las circunstancias que vieron nacer la obra de teatro de Lázaro Carreter y la película de Lazaga: la emigración había dejado de ser un problema social y de quebranto de las utopías falangistas, para convertirse en un factor substancial del desarrollo económico. No puede ser una casualidad que quienes un día fueran emigrantes, el hijo de don Agustín y su esposa Luciana, aparezcan en la película perfectamente integrados en la vida urbana.
Una acotación a propósito de Bienvenido Mr. Marshall
En ese proceso de dinamismo acelerado, el cine español nos ayuda a recordar cómo se fueron transformando los paradigmas "educativos" —doctrinales— ofrecidos al público. Y al hilo de la película que sirve como “excusa” para estas líneas, merece la pena detenerse un instante más ante las otras dos mencionadas: la de Nieves Conde (Surcos, 1951), la Berlanga (Bienvenido Mr Marshall, 1953). En la de Nieves Conde da la sensación —acaso interprete mal el “argumento”— de que el objetivo es disuadir a los espectadores de emigrar a las grandes ciudades para escapar de la miseria, exponiendo los peligros que les acechaban en unas ciudades “controladas” por estraperlistas y gentes sin escrúpulos. Es posible que, hacia 1950, las autoridades franquistas pretendieran controlar el proceso migratorio o, cuando menos, no estimularlo. En plena autarquía, sólo convenía que acudieran quienes fueran estrictamente necesarios para afrontar las reconstrucciones y otras iniciativas imprescindibles.
En 1953, cuando se realizó Bienvenido Mr. Marshall, habían cambiado poco las cosas y el Gobierno debía enfrentarse a las áreas de miseria definidas por la acumulación de chabolas en los alrededores de las grandes ciudades. En consecuencia, seguía siendo un factor “vital” no estimular la emigración: era “mejor” que la miseria no se viera en las ciudades, que permaneciera en el campo donde, al fin y al cabo, era más operativa la aplicación de “fórmulas” autárquicas.
Se dice que Bienvenido Mr. Marshall “es una crítica a la sociedad española de la época”, que “en tono de sátira y crítica soterrada, habla de la situación política y económica de España en la época del rodaje”. También se ha dicho “que pasó la censura franquista por la dosis de xenofobia que contiene. Aunque otros consideran, como Kepa Sojo (…) que el régimen franquista no vio su carga crítica y la toleró para mostrar que no había censura”. Desde lo ya expuesto sobre el pensamiento falangista y, sobre todo, sobre las ideas de Onésimo Redondo, huelga decir que no suscribo esas ideas en absoluto y que, desde mi punto de vista, los análisis al uso más difundidos sobre ella adolecen de un sesgo sólo comprensible desde el periplo personal de quienes intervinieron en su realización, especialmente, Luis García Berlanga y de Juan Antonio Bardem.
al filo de cualquier valoración, es importante contemplar que en su guión también participó Miguel Mihura, cuyo trabajo se ha minusvalorado con demasiada frecuencia. Mihura fue escritor interesante que, en su evolución personal, nos puede ayudar a entender lo que estaba sucediendo en España durante las década de los cincuenta. Militó en Falange y tuvo un papel bastante activo entre los sublevados: fundó La ametralladora, revista de propaganda política dedicada a los soldados del frente; con el paso del tiempo, esa revista acabó convirtiéndose en La Codorniz (1941), revista satírica que evolucionó en dirección absolutamente crítica hasta acabar siendo una verdadera pesadilla para la censura franquista. Pero lo más notorio de su producción fueron las obras de teatro y las colaboraciones en el universo cinematográfico, invariablemente orientadas hacia el humor, unas veces absurdo y otras, satírico. Precisamente, en los alrededores de la realización de Bienvenido Mr. Marshall, a principios de 1953 había estrenado El caso de una señora estupenda, comedia con matices policíacos; y a finales del mismo año, A media luz los tres, sobre las cuitas de un ligón frustrado; todas ellas, comedias de enredo, de escaso alcance estético y literario…
Según los créditos de la película, el argumento es de Luis García Berlanga, Juan Antonio Bardem, pero el guión está firmado por Juan Antonio Bardem, Luis García Berlanga y Miguel Mihura se ocupó, sobre todo, de los diálogos, y del guión definitivo, que implicaba cambios importantes sobre los borradores anteriores. Más allá del debate interesado y personalista, es obvio que el tono general de la película implica una cierta crítica hacia los “políticos” españoles y hacia la cultura norteamericana, pero también hacia todos los estamentos de la sociedad española: la historia deja en relativo "mal lugar" a la maestra triste porque está soltera, al repelente niño estudioso, al cura, al alcalde, a la folclórica, al representante… Esa crítica generalizada supone, de hecho, que se diluyan los elementos que pudiéramos considerar más “comprometidos”, como los referidos al “delegado” y sus acompañantes… Ante la duda de cuál sería el término más adecuado para calificar la “crítica” implícita en la película, me debato entre la sátira y la parodia. De acuerdo con los matices aceptados por la Real Academia de la Lengua Española, la decisión debería substanciarse a partir de valorar si el tono es “burlesco” (parodia) o si se pretende ridiculizar o censurar la conducta de los personajes (sátira).
Obviamente, según quien contemple la película, será posible enfatizar unas valoraciones u otras, pero, en todo caso, no creo que sea especialmente agresiva con nadie, contando, incluso con la conocida anécdota de Edwar G. Robinson, que culminó en un incidente menor de sainete... en plena caza de brujas.
Más que etiquetar Bienvenido Mr. Marshall como una crítica acerada pero solapada al régimen franquista, acaso debiéramos considerarla como el testimonio de un momento histórico en el que convivían elementos ideológicos del pasado (1939-1953) —la mayoría— junto con otros incipientes que se sedimentarán un poco más adelante: y confieso que yo no percibo en esta película ningún elemento disonante con la ortodoxia franquista. Hasta la "misteriosa" sustitución de "érase una vez un pueblecito andaluz" por el definitivo "érase una vez un pueblo español, un pueblecito cualquiera", parece la acotación puntillosa de un seguidor de Onésimo Redondo o del mismísimo Jaime de Andrade.
En gran medida la película supone la “respuesta lógica” a la marginación española de las ayudas del plan Marshall, explícitamente mencionadas en ella y, desde luego, una sátira de la cultura norteamericana que se mostraba, precisamente, gracias a películas como las que estaban sirviendo para “construir” una historia mítica a medida de los valores dominantes. Hasta se atrevieron a colocar en el punto de mira del juego al Comité de Actividades Antiamericanas a la religión católica, representada por el cura del pueblo que, al comienzo de la película, expone las cifras que definían el envés del esplendor norteamericano. Pero, contando incluso con los planos censurados en su momento, no creo que esa crítica fuera relevante teniendo en cuenta los elementos sobre los que se construye la "posible" crítica al Régimen: la figura del “delegado” y sus colaboradores, que no recuerdan ni el nombre concreto del pueblo.
La parodia que se ofrece del oeste americano, que se acaba contraponiendo con el “españolismo andaluz”, por absurdo, es demasiado ligera y, en gran medida, recuerda las alusiones menos explícitas de la primera versión de Raza.
En el desenlace, los norteamericanos pasan sin detenerse y los aldeanos vuelven a la situación inicial haciendo frente de modo conjunto a los gastos ocasionados por la mascarada: pobres pero no tanto… porque, de acuerdo con la propaganda del régimen, la autarquía rural ofrecía un cierto confort, al menos frente al hambre que se dejaba sentir, supuestamente con mayor fuerza, en la periferia de las ciudades, donde era más complicado practicar actividades de subsistencia con el espigueo o el hurto de subsistencia.A los propagandistas se les escapaba un factor que, a buen seguro, tuvo una incidencia capital en el fenómeno migratorio. Entonces como hoy, las personas abandonaban sus hogares porque el campo sólo ofrecía expectativas de miseria; en la ciudad, por el contrario, si había un poco de suerte...
Entiendo que se ha exagerado la supuesta carga crítica en una película que, a la postre, culmina con un mensaje de tono conformista comparable al de Surcos: aunque pareciera que en el medio rural existían muchas carencias, en realidad no se vivía tan mal.
Para ilustrar el ambiente sociopolítico que contempló el estreno de Bienvenido Mr. Marshall, en el telón "desarrollista" activado por el turismo y la expansión constructiva, me permito ofrecer al lector un dato casi tomado al azar: aunque en el año 1953 estuviera clara la postura internacional del régimen franquista, alineado junto al anticomunismo norteamericano, con ocasión de celebrarse el primer y último Congreso de la Falange, en el apartado de las “bases de acción política” del documento publicado al efecto, entre formulaciones altisonantes sobre el sacrificio y el heroísmo, se deslizaron frases que hubiera podido firmar cualquier general de la Wehrmacht y, tal vez, algún otro personaje no alemán, reconvertido en ferviente anticomunista como el general Patton:
“Ahora los muertos de nuestra División Azul, tan hostilizada y contrariada por los aspavientos de medio mundo, forman parte de la vanguardia de la defensa de Europa” (tomado de ABC, 29 de octubre de 1953, p. 17)
Obviamente, la frase podría interpretarse como una forma de documentar la sintonía del régimen con las autoridades norteamericanas, pero en ciertos sectores esa postura seguramente se interpretó de modo diferente, como una forma velada de expresar el fundamento de las tesis del personaje del bigote que se exhibieron de modo particularmente sangriento por las calles de Varsovia y de Leningrado…
Para cerrar este paréntesis, me gustaría mencionar tres “indicios” que encontramos en Bienvenido Mr. Marshall y en La ciudad no es para mí y que, a mi juicio, asimismo son rezago de los valores anacrónicos antes mencionados. El primero es la función, que en ambas películas se otorga al dinero, no como herramienta de posibilidades productivas en el seno de un sistema capitalista o, incluso, precapitalista, sino como un simple instrumento que sirve para hacer “el bien”, para hacer felices a los semejantes. En este sentido parece un poco más “moderna” Bienvenido Mr. Marshall porque algunos de “los regalos” son productivos. En La ciudad no es para mí, los obsequios de don Agustín son expresión de “pura liberalidad” en el sentido recogido por Diccionario de la Real.
El segundo es consecuencia directa del anterior. Si existe la caridad, ¿qué utilidad tiene la redistribución de la renta? En la película de Lazaga la cuestión es afrontada directamente y en la Berlanga-Bardem, indirectamente, cuando “el delegado” advierte que los campesinos siempre se están quejando de “malas cosechas” y, sin embargo, no tienen donde guardar el grano…
El tercero, la idea de justicia social de corte paternalista preconizada en las dos películas y que, en la de Lazaga, hace hace pensar durante una fracción de segundo en el teatro de Bertolt Brecht: sólo roban quienes tienen necesidades… aunque las “buenas personas” saben afrontar esos problemas sin consentir que caiga sobre ellas el peso “injusto” de la ley. Al fin y al cabo, robar no es más que un pecado, cuya gravedad depende del estado de necesidad de quien lo cometa. Prefiero silenciar lo que me recuerdan las alusiones paralelas en Bienvenido Mr. Marshall... para que nadie se sienta ofendido...
El "influjo" de La dolce vita en La ciudad no es para mí. Aristócratas, arte “moderno” y sexo.
La relación entre La ciudad no es para mí y La dolce vita requiere un epígrafe que podría dilatarse más de lo que supone un texto de esta naturaleza, pero puestos en faena... Además de las alusiones "de pasada" a Nobleza Baturra, a Una yanqui en el Haren y a La familia y uno más, la referencia cinematográfica más clara expresada en la película de Lazaga alude a Fellini. En contexto de un posible devaneo amoroso, que con exceso de imaginación pudiéramos relacionar con alguna película de Antonioni, uno de los personajes femeninos —una de las marquesas—, a quienes se ridiculiza de modo poco sutil desde que aparecen en la pantalla, dice a la esposa del hijo del protagonista:
"—Necesitas unas lecciones de dolce vita (…)"
Poner en boca de los personajes ofrecidos al público como “ridículos” ese comentario implica una valoración bastante desconcertada de la película de Fellini, dada su complejidad argumental; y apoyarse en ella para enfatizar la decadencia de la aristocracia me parece pueril. Aunque Felini ofreció una imagen lacerante de la aristocracia romana, entiendo que la postura de Lazaga-Lázaro Carreter, se desvirtúa por insustancial, incluso aunque la figura de las condesas emplumadas por un cateto sea un hallazgo retórico propio de Bertolt Brecht.
Y también en este caso es relativamente sencillo encontrar precedentes en el fondo argumental franquista. Fue lugar común en "lo aparente" ofrecer un juicio muy negativo de la aristocracia, que se relacionaba con una concepción del poder superada por el Régimen, que, no obstante, se autodefinía como “Reino” aunque no tuviera rey. Torcuato Fernández Miranda lo expresaba del siguiente modo en un manual escrito para ser “doctrina” aplicada a los estudiantes varones de 5º curso de Bachillerato (15 años) —las mujeres debían estudiar “otras cosas”— editado en 1961:
“El Reino es una organización monárquica del Estado; pero monarquía y reino no son términos sinónimos. La monarquía es una forma de gobierno; el Reino una forma de organización del Estado. La monarquía como forma de gobierno se define en contraste con la aristocracia y la democracia. El reino como forma de organización del Estado, se define con respecto a la república. La monarquía sólo es una pieza del reino, parte esencial del mismo, pero sólo parte.
Hernando del Pulgar, en su famosa Crónica del Rey Católico, escribía:
“Ya sabeys, señores, que todo reyno es avido por un cuerpo natural, del que tenemos el rey ser la cabeça y todo el otro reyno los miembros”.
Sin embargo, en el régimen franquista continuó medrando la aristocracia para ocupar puestos claves en áreas estratégicas de la sociedad española y, por supuesto, en el ámbito rural. Es conocido el caso de los latifundios y de ciertas familias andaluces, castellanas y extremeñas; seguramente lo es menos el rol que jugaron en el desarrollo de las ideas estéticas “modernas” durante los primeros años del franquismo, cuando aún era poco apropiado apostar por las vanguardias… En ese sentido, tiene perfecta justificación que en la película se emplee una pintura de Picasso para dibujar una actitud social armonizada con los gustos de un sector de la sociedad que se había alejado del común de los mortales.
Recordemos que hasta bien entrado el tercer cuarto del siglo XX en los ambientes de formación específica en asuntos estéticos españoles, estaba bastante arraigada la idea que manifestaran los círculos próximos a José Francés, según los cuales lo que hoy llamamos las vanguardia históricas, sólo habían triunfado en los países que carecían de una sólida formación estética; para ellos lo que hacían Picasso y sus “compañeros” eran diseños ornamentales para snobs y aristócratas decadentes.
Precisamente, el asunto estético también fue aludido brevemente por Fellini en La dolce vita, a propósito de la secuencia en la casa de Steiner, cuando éste habla de Morandi en términos sugerentes:
—Es el pintor que más amo. Envuelve los objetos con una luz irreal. Sin embargo, los muestra con rigor, con precisión y objetividad. Viéndolo es casi tangible. Se puede decir que en su arte no hay nada casual...
Sería absurdo llevar muy lejos un paralelismo que en absoluto tendría correspondencia entre la figura del hijo médico y el intelectual atormentado de Fellini, pero parece significativo que en la película española se utilice el mismo recurso para acotar parcialmente el carácter de los personajes. En La ciudad no es para mí: los “simpáticos” — el abuelo y la criada— no “entienden” la pintura y ni tan siquiera saben quién es Picasso (el abuelo lo llama “Pegaso”). El problema derivado del progresivo “triunfo” del arte moderno, incluso en el seno de las instituciones franquistas, se convierte en una “batalla” entre la capacidad representativa de la fotografía y el potencial cosmético (“que vale un millón”) de la pintura de Picasso. Situación que habría hecho las delicias de Roland Barthes y, por supuesto, de Bourdieu.
Aunque en 1966 ya se había consumado el “giro vanguardista” iniciado con el “triunfo institucional” de El Paso, es notorio que muchos "intelectuales" continuaban vinculados a las corrientes estéticas originalmente defendidas por Franco y Hitler...
Dejando al margen los sabrosos comentarios del abuelo sobre la entidad representativa del retrato, del contexto argumental, cabe deducir que la imagen de la abuela colocada en lugar preeminente de la casa cumpliría la función de recordarles a todos los miembros de la familia cuál es su origen. Pero esa circunstancia, tal y como pone de manifiesto la secuencia de las marquesas deviene grave inconveniente para integrarse en un grupo social que, sin embargo, aplaude enfervorecido los gustos por “lo moderno”, “lo innovador”, “lo incomprensible”, “lo absurdo”, “lo inquietantes”… En ese sentido es significativo el comentario de la criada cuando le proponen que coloque la pintura de Picasso en su cuarto:
"— Ni hablar, que me dan mareos".
En suma, el retrato de la abuela es un obstáculo para las pretensiones de progreso social; por el contrario, poseer una pintura de Picasso garantiza el nivel cultural y social necesario para formar parte de una clase cuyos miembros se auto-valoran como exquisitos…
También, como en La dolce vita, la película integra una alusión directa a “las nuevas costumbres” de los jóvenes y, en especial a sus gustos musicales, polarizados por los Beatles y los Rolling Stones, aludidos de modo velado. Sorprendentemente, la alusión no es demasiado acerada como tampoco lo es la casi imperceptible referencia al Op Art.
Son particularmente claras las alusiones a la moral sexual, que en esos momentos estaba en proceso de transformación radical, al menos, entre los jóvenes occidentales. El tratamiento que la película ofrece de los “problemas sexuales” femeninos alumbra uno de los marcos más interesantes desde el punto de vista sociológico, porque define bien como entendía el sistema franquista cuál debía ser la posición de la mujer. Se ha escrito tanto sobre ello que apenas me detendré en lo “más grueso”, en las partes de la película que podrían desencadenar todas las furias del pensamiento feminista actual. Y en este aspecto, la situación española no era demasiado excepcional: El gran McLintock, quintaesencia del machismo norteamericano (McLaglen, 1963), se había estrenado tan sólo tres años antes; para justificar el indecoroso planteamiento de la película se ha dicho que estaba inspirada en La fierecilla domada, de Shakespeare… Ni con argumento tan forzado se justifica una película cuyo fundamento comercial estaba construido sobre los sentimientos más casposos de ciertos sectores sociales de todo el mundo.
Ante la situación definida por la película española, en la que una señora de “mediana edad” —en plenitud existencial— es "desatendida" afectivamente por un marido excesivamente volcado en sus obligaciones profesionales, el abuelo, oráculo implacable de orden social, sentencia:
"— (…) En el matrimonio llegan unos años en que el marido se pone lacio y la mujer pachucha. Si entonces el hombre no tiene gracia y salero para inventar otra vez lo que ya cansa, se va todo al cuerno.
(…)
— (…) Ha llegado a olvidarse del respeto que le debe al marido (…) Lo que te pasa es que te estás haciendo vieja y has querido echar ramicas verdes y eso a tu años da mucha pena y mucha risa."
Por si alguien no lo ha percibido con claridad: el anciano está recomendando a la señora de cuarenta años, que se mantiene en magnífico estado físico, que se reprima si su compañero de dormitorio sólo piensa en sus pacientes... Y aún define con otros matices “pedagógicos”, tomados de los manuales de la Sección Femenina, “lo que debe hacer una mujer” cuando se encuentra con un joven apuesto que la corteja. El anciano le “habla como padre y no como suegro”:
"— (…) Menos mal que no se te ha olvidado, por lo menos, llorar (…) Yo sé no eres mala; si acaso, tonta o ciega. ¿No viste que ese mozo podía ser tu hijo o peor aún, que tu hija se podía haber enamorado del él?"
¿Tonta o ciega por intentar escapar de una situación calamitosa? Desde los principios cristianos, tajantemente contrarios al divorcio, que una señora compitiera con su hija por un hombre, era asunto inconcebible, aunque en el mundo rural y, sobre todo, en ciertas regiones españolas fuera frecuente que madres e hijas sufrieran las consecuencias del capricho señorial… Quienes realizaron la película no lo tuvieron en cuenta como tampoco prestaron atención a la complejidad ofrecida por Robert Aldrich en El último atardecer (1961). En este “peculiar” western, que ya no insiste en mitificar el pasado norteamericano, se plantea un problema comparable pero, por supuesto, desde postulados diferentes: un galán maduro corteja a una señora de cierta edad, que tiene una hija y con quien mantuvo una relación hace años; la hija se enamora del hombre maduro; “casualmente”, la hija lo fue de ambos… Y quien desee saber más que vea la película sin olvidar que fue realizada en plena caza de brujas, cinco años antes que La ciudad no es para mí, en un contexto de voluntad “pedagógica” ya alejado del de La diligencia. En la película de Aldrich, la historia sugiere una figura narrativa sobre la reconciliación entre el Norte y el Sur, definida mediante el enfrentamiento entre “la fantasía” y “la realidad”: la fantasía desbordada puede conducir a situaciones terribles…
No menos forzada es la interpretación de la sexualidad masculina, personalizada en el joven galán, sobre quien apenas se detiene la película y en Genaro, paradigma de macho ibérico, que sólo expresa su "amor" mediante los celos. Y, por supuesto, la pareja asume la situación llena de gozo...
Amigas feministas: lo dicho, una película para “reírse” un rato largo con los “valores educativos” empleados en el cine de tiempos no demasiado pretéritos, casi tan “divertida” como El gran McLintock…
Sintetizando… Sería absurdo ir más allá en las relaciones entre La ciudad no es para mí y La dolce vita, entre otras razones porque el fondo argumental de la primera es de una simpleza absoluta y el de la segunda, uno de los más complejos de la historia del cine. Aunque la película de Lazaga-Lázaro Carreter contiene secuencias de temática afín a las de la de Fellini, la relación es demasiado superficial, un penoso indicativo de por dónde estaban los "intelectuales" españoles de los años sesenta..
La ciudad no es para mí como cine. Una acotación maliciosa sobre la producción
Corresponde la producción a Pedro Masó, uno de los personajes más notorios, por prolífico, del cine español de su tiempo, en su calidad de productor, director y guionista; sería difícil destacar en su carrera alguna película de especial calidad, pero es indudable que tuvo un gran olfato para hacer apuestas rentables y, cuando menos, acreditó habilidad en la redacción de guiones.
Acostumbrada como estaba la industria española a realizar películas mediante estructuras narrativas derivadas del teatro, La ciudad no es para mí, no debió plantear grandes problemas, más allá de la incertidumbre derivada de apostar por un actor que, en principio, rompía los principios generales del star system tal y como había sido definido durante muchos años: para facilitar la proyección del público, es mejor contar con actores y actrices jóvenes, guapos, simpáticos o con niños… Según recogen las crónicas, Pedro Masó estuvo muy preocupado por el rendimiento que la película tendría en taquilla; sin embargo, la inquietud se desvaneció enseguida.
El éxito de esta película, que estuvo entre las más taquilleras del cine español hasta hace relativamente poco, acredita ese olfato, que ciertos malintencionados explican desde la naturaleza específicamente rural de una parte altamente significativa de la población de las grandes ciudades. Para ese grupo era sencillo ver al protagonista como un personaje especialmente adecuado para proyectar sobre él sus propias vivencias. En definitiva, aunque le película no habla expresamente de emigración, ese fenómeno jugó un papel fundamental en la explotación comercial. Y si no estuvieran documentadas las prevenciones de Pedro Masó, hasta podríamos haber dicho que la película contó con un magnífico diseño de producción...
Por lo demás... Mucho rodaje en estudio, demasiado para una película de finales de los sesenta, unos pocos exteriores, entre los que destacan los realizados en Loeches con figurantes del lugar. Todo sin grandes alardes... En suma, atendiendo a la que muestra y aunque según dicen, fue una "película cara", se trata de una producción "modesta", dentro de lo habitual en la industria española del momento.
Aunque los sesenta estuvieron dominados por el “triunfo definitivo” del color, no dejaron de hacerse películas con emulsiones tradicionales para mantener firme un camino que, en cierto modo, llega a nuestros días, y pasa por otorgar al cine en blanco y negro especiales cualidades estéticas. Durante los últimos años de la década de los 50 y toda la siguiente, se concretó una fase de transición en la que se rodaron muchas películas en blanco negro, tal vez demasiadas, al ampro de un menosprecio estético de la nueva fórmula que se olvidó rápidamente, a medida que los fabricantes fueron produciendo emulsiones de mayor calidad visual. Durante algunos años fueron muy numerosos quienes pensaban que el cine en blanco y negro era mucho más adecuado para afrontar cualquier aventura con pretensiones de calidad estética. Es posible que Lazaga participara de esa idea y que pretendiera hacer una película comparable con lo que se había hecho y aún se hacían en los contextos próximos.
En 1960, el año de la realización de La dolce vita y de Rocco y sus hermanos (Visconti, 1960), Alfred Hitchcock había “regresado” al blanco y negro para realizar Psycho; no obstante esa fue la última película realizada en ese tipo de emulsión. Algo parecido sucedió con Visconti, que no volvió a rodar en blanco y negro; Fellini, en cambio, firmó la excepcional Otto e mezzo en 1963.
En 1961, Buñuel realizó su Viridiana. En 1962, Kubrick, Lolita y dos años después, Dr. Strangelove, que fue su última película en B/N, porque la siguiente fue la espectacular 2001 (1968)… Casi en paralelo, Antonioni protagonizó un proceso que culminó en La noche (1961), El eclipse (1962) con emulsiones en blanco y negro: pero un poco antes que Kubrick, en 1964, abandonó esa fórmula para realizar El desierto rojo. También en Francia se empleó el blanco y negro asociado a la Nouvelle Vague: Truffault firmó Jules et Jim, película que podría entenderse como punto crucial en la evolución creativa de su director, en el año 1961… Por fin, coincidiendo con el rodaje de La ciudad no es para mí, Tarkovski, que había trabajado en blanco y negro y volvió a ese formato al final de su vida, realizó Andréi Rubliov, con una única secuencia final en color; seguramente deseaba dejar constancia de las funciones específicas otorgadas por su pensamiento estético a ambas emulsiones…
En ambiente menos sofisticado, también continuaron realizándose películas en B/N como El señor de las moscas, Brook, 1963 y, sobre todo, unas cuantas de John Frankenheimer, acaso uno de los directores que mejor explotaron las posibilidades estéticas de las gamas de grises, con varias obras de calidad desigual, pero siempre interesantes: como The Manchurian Candidate, 1962, la excepcional El tren, 1964 y la casi olvidada Plan diabólico, 1966.
En ese contexto, caracterizado por una riqueza inmensa de planteamientos estéticos y de extraordinarios desarrollos formales, es realmente difícil establecer conexiones entre la película de Lazaga y el resto de las mencionadas, a excepción de las superficiales ya mencionadas en el caso de Fellini. El alejamiento que existe entre los planteamientos de los guiones de ambas películas, se mantiene aún con mayor claridad en el tratamiento fotográfico. Basta contemplar las primeras secuencias para certificarlo. Desde las limitaciones fotográficas de la película de Lazaga, tampoco es fácil encontrar relaciones formales que nos permitan exponer alguna conexión con Truffaut, Antonioni, Kubrick, Frankenheimer o Tarkovski…
En suma, es tentador deducir que la elección del blanco y negro fue una decisión tal vez condicionada por una moda imperante en ciertos ambientes, pero es difícil reconocer una voluntad estética de mayor calado.
La fotografía está firmada por Juan Mariné, uno de los directores de fotografía más prolíficos del cine español, deudor de un ambiente general dominado por una calidad media de cierta entidad. A mi juicio, esa calidad puede relacionarse con la temprana vinculación de la incipiente industria española a la alemana, gracias a la llegada a España de Heinrich Gärtner, que decidió cambiar de aires por su condición de judío. Acreditó su magisterio con películas como Nobleza baturra, que fue referencia profesional durante muchos años, y en la formación de José Aguayo, que a pesar de sus ideas republicanas, fue integrado rápidamente en la industria española.
Paradójicamente —parajódicamente— y a pesar de la “conjura judeomasónica”, Heinrich Gärtner acabó participando en la realización de Raza bajo el nombre de “Enrique Guerner”; asimismo en la película realizada a partir de las ideas de Franco, también participó José Aguayo como “ayudante de cámara”… Es divertido advertir la comprensión que aplicaron a los profesionales "rojos" del cine frente a lo que hicieron con otros "creadores". Es posible que tomaran nota de las “enseñanzas” de Goebels…
De acuerdo con el mencionado ambiente general de calidad alta, en La ciudad no es para mí la cámara se mueve con cierta agilidad y buen sentido narrativo, pero sin demasiados alardes… Basta echar un vistazo a los fotogramas de la película recogidos en este comentario para advertir esa tendencia del cine de producción alambicada a "olvidar" la cámara sobre el trípode... acaso porque ello implicaba (implica) máxima "naturalidad".
Los encuadres suelen ser correctos. Lástima que no se hubiera aplicado a un planteamiento más ambicioso en lo visual, como por otra parte será invariante castizo del cine español hasta los tiempos de "la movida"...
Sería razonable elogiar el montaje, si sólo valoráramos el arranque trepidante; por desgracia, no son raros los "saltos" que, muy probablemente, deriven de la inexistencia de equipos de trabajos homologables a los que existían en la industria norteamericana.
La interpretación y otros aspectos del lenguaje cinematográfico
Aunque la dirección de los figurantes es deplorable y ello ha inducido conclusiones algo forzadas, en general, la interpretación no está mal, sin otras limitaciones que las derivadas de los “vicios” propios del cine español de la época: buena parte de los actores, encabezados por Paco Martínez Soria, hacen de sí mismos, acaso porque eso era lo que esperaban muchos espectadores.
En ese sentido y desde la reiteración que se hizo durante los años sucesivos de ciertos elementos de la película, es tentador entenderla como jalón significativo de un proceso asociado a la industria cinematográfica española, que llevaba varios años en marcha y que culminó en “espectáculos” tan dantescos como las conocidas series de calzoncillo y destape, en gran medida protagonizadas por algunos de los actores que intervienen en esta misma película. Concretamente, Alfredo Landa aparece caracterizado como huevero y ocasional don Juan Tenorio, en un juego de relaciones semánticas más patético que surrealista, que será reutilizado en el cine mil veces.
Otro tanto sucede con José Sacristán en su representación del sacristán del pueblo… Con Manolo Gómez Bur y, por supuesto, de Gracita Morales, encasillada en el rol de criada de peculiar dicción, seguramente porque no se le exigió otra cosa en su dilatada carrera profesional. Star system de brocha gorda, que explotó exageradamente la benevolencia de un público que se reía sólo con ver en la pantalla la cara de Manolo Gómez Bur, la sonrisa “leonardesca” de Gracita Morales o las facciones duras del propio Paco Martínez Soria, más capacitado para el teatro que para el cine. Recogen las crónicas que el director hubo de armarse de paciencia para conseguir que Martínez Soria ofreciera una interpretación “más natural”… Lo que se ve en la pantalla acredita el buen resultado de esa labor aunque, con frecuencia, el actor exagera la vena histriónica que, al parecer, no quisieron suprimir del todo porque en ello estaba su capacidad para hacer reír a gran parte del público.
Como es natural, desde las experiencias acumuladas en la historia del cine, se continuaron aplicando los recursos perceptivos, que ya llevaban casi sesenta años de historia y garantizaban interpretación rápida y “fácil” a los espectadores: los personajes “buenos” tienen aspecto grato mientras que los “malos” o problemáticos, ofrecen matices inquietantes… Son paradigmáticos los rostros beatíficos del los dos personajes masculinos centrales de la historia (el hijo fue interpretado por Eduardo Fajardo), pero sobre todo, el de la joven con poliomielitis, el del sacerdote y el de la nieta, iconografía perfecta de ingenuidad juvenil. También es digno de pasar a los manuales del cine el papel representado por la nuera, interpretado por Doris Coll, que está aceptable en su rol forzado; otro tanto sucede con Sancho Gracia, estereotipado como sicario del Maligno…
Es curiosa la iconografía empleada para ofrecer substancia visual del maestro, a quien se presenta como un pordiosero malencarado más afilado que el cuchillo de Mackie Navaja: el educador ha de ser escéptico e, incluso, crítico, pobre, pero sobre todo feo, porque no hay nada más peligroso que el conocimiento y un maestro hermoso podría dinamitar la sagrada relación entre el Bien, la Verdad y la Belleza, para sustituirla por otra más secular, más próxima a esa Revolución que colapsó la transformación de los proletarios en propietarios.
La ambientación musical está firmada por Antonio García Abril… a quien seguramente no se podría exigir responsabilidades por la manera de interpretar la música pop de la época: los Beratles habían actuado en Madrid un año antes de la realización de la película y, según parece, muchos músicos españoles de entonces, tal vez demasiado condicionados por el dodecafonismo, no acaban de comprender la trascendencia cultural de aquel fenómeno. En todo caso, debemos reconocer que, salvo en algún momento especialmente chirriante, la ambientación musical cumple su función… sin estridencias.
En suma, si no somos demasiado melindrodos con el argumento de fondo, pasando por alto lo previsible de los acontecimientos y cerrando los ojos a las aberraciones ideológicas que salpican la historia, es una película "entretenida", agradable de ver, divertida. Si nos ponemos quisquillosos...
Contemplada en su contexto global, cuesta encontrar cualidades que permitan un juicio positivo; proyecta demasiadas sombras inquietantes teniendo en cuenta la participación de una persona tan valorada por el “juicio histórico” como Lázaro Carreter, a mi juicio, paradigma de sensatez y sentido común —que no siempre es lo mismo— en la última fase de su vida. Si no existiera la obra de teatro, sería injusto arrojar toda la responsabilidad de una película tan peculiar sobre su hombro, pero existe aquella que, además, define lo más substancioso de ésta.
En todo caso, si prestamos atención a cómo se había ido construyendo la historia del cine español desde el año 1939, entre la realización de películas “pedagógicas”, en la senda abierta por Raza, y de embrutecimiento social, con algunas raras excepciones, esa responsabilidad se diluye en un ambiente dominado por una industria demasiado complaciente con las autoridades franquista, tal y como acredita la filmografía de Pedro Lazaga. Habrá que esperar unos años para que las cosas comiencen a cambiar con lentitud exasperante, aunque sean muchos quienes opinen de otra manera y fuercen reconstrucciones históricas que pasan por alto el sentido argumental de películas como Bienvenido Mister Marshall. Ese sentido se mantendrá prácticamente inalterable en La ciudad no es para mí, tal y como sugería con cierta timidez (sobre todo, en la relación obvia entre la dos películas mencionadas) Jesús Peris Llorca que, a mi juicio, hace un análisis interesante de la película, aunque se apoye demasiado en Roland Barthes y pase por alto circunstancias más sabrosas que las apreciables desde “su semiología”.
El fin de la familia tradicional española
Cuando todo está resuelto y se acerca la conclusión de la película, el retrato de la abuela ocupa su lugar original junto a la imagen de la Virgen del Pilar, en lo que podría ser una alusión al final de Nobleza Baturra… Sin embargo, aún queda el "broche de oro": la “manifestación” de los vecinos, que como en la compensación evangélica, le “devuelven” mil por uno, y rematan con una jota:
“Bien has hecho en regresar (…). La ciudad pa quien le guste, que como el pueblo ni hablar”.
De lo expuesto hasta aquí, cabría deducir que La ciudad no es para mí es una película más de las mil que se hicieron durante aquellos años con la voluntad de ofrecer un "entretenimiento sano", de acuerdo con los principios sociales y morales del franquismo; si participamos de éstos, hasta podríamos llegar a decir que se trata de "una comedia de trazado sencillo, superficie francamente cómica, trasfondo social y humano y ambición de decir cosas importantes, perfectamente conseguida”, como según recoge Laura Arroyo, dijo de ella María del Carmen Carrión.
Desde una postura menos complaciente, la valoración sería más acerada. Según la misma fuente, algunos críticos manifestaron estupor ante una obra que les pareció, ante todo, “antigua”. Supongo que para muchos, reforzar la imagen idílica del medio rural era una simpleza. Era notorio que en muchas partes de España la vida rural implicaba el mantenimiento de unos lastres que se estaban criticando desde los tiempos de la Ilustración y, en especial, desde finales del siglo XIX, con una acotación cinematográfica firmada por el mismísimo Buñuel (Tierra sin pan, 1932). Precisamente, esos lastres justificaban la magnitud del movimiento migratorio que transformó España durante las décadas posteriores a la Guerra Civil.
Y aunque la obra de Lázaro Carreter se plantea aparentemente al margen de ese proceso —el hijo de don Agustín "se trasladó a Madrid" a ejercer la medicina como hacía muchos vástagos de los hacendados ricos—, la sola mención de la dicotomía campo-ciudad, lo sugiere. En suma, con gafas poco complacientes, abundan las razones para formular un juicio feroz, tanto de la obra de Lazaga como de la de Lázaro Carreter.
Contemplado el asunto con la perspectiva que permiten los años, la realización en 1966, nos sitúa en un momento muy especial para quienes vivimos aquellos años. Es el año de la "ley Fraga" (ley de prensa e imprenta), que se vendió como un giro hacia la homologación del régimen con los modelos del entorno sociopolítico. Y aunque desde la imagen que hoy tenemos de Manuel Fraga, parezca increíble, estaba clara esa voluntad, al menos, en lo que afectaba al control de los medios de comunicación, hasta entonces sometidos a una legislación de los tiempos de hierro y fuego. Fruto de esa ley desaparecerá la censura previa y, en consecuencia, aparecerán publicaciones de orientación eminentemente política, donde se irán agrupando una parte substancial de quienes años después conformarán los cuadros de los partidos políticos (incluidos los conservadores). De hecho, tal y como ya quedó expuesto, el régimen franquista estaba rolando para consolidarse como un sistema relativamente “anómalo”, pero en proceso de convergencia formal hacia formas políticas menos heterodoxas.
En 1966, nueve años después de la firma del Tratado de Roma que diseñaba la futura Unión Europea, los jóvenes españoles, como los franceses o los italianos, disfrutábamos escuchando a los Beatles y a los Rolling Stones, podíamos leer traducidos al castellanos algunos de los libros “rojos” que circulaban por los campus europeos y americanos, se podían ver casi todas las películas rodadas en el exterior y comenzábamos a pasarnos por el arco del triunfo los viejos códigos morales dictados desde los púlpitos, porque también a España estaba llegando la “revolución sexual” que otorgó carácter a la revuelta del 68. También aquí, frente al caduco concepto de pecado, se reivindicaba el sexo como factor que se podía integrar en la faceta social y cultural de las personas. Los jóvenes ya no practicábamos sexo únicamente con voluntad reproductora, sino para gozar de las posibilidades que proporcionaba la naturaleza, para comunicarrnos, para autoafirmarnose, para romper estructuras represivas, para movilizar procesos creativos, para resolver problemas de desarrollo personal, etc., etc. Nada era nuevo, obviamente, pero sí lo era que se planteara abiertamente y de manera social tan abrumadora.
Contemplar La ciudad no es para mí en la proximidad de películas como La jauría humana, La dolce vita, Lolita, Viridiana, es más deprimente que desconcertante. Sin embargo, acaso existieran “razones“ que ayuden a “entender” su realización, precisamente, en 1966. Ese año define un momento demasiado alejado de la Guerra Civil y de los objetivos falangistas para entenderla como una simple propuesta de entretenimiento alineada con los principios morales franquistas.
Para completar el panorama del ambiente donde surgió la película, aún debo mencionar tres hechos, que en la estela del desarrollismo, tuvieron enorme repercusión en los sectores más activos del momento. Los dos primeros aluden a los cambios políticos que se estaban encubando en la sociedad española. El tercero, se refiere a cómo el propio Régimen comenzaba a asumir que la conservación de los valores culturales del mundo rural no eran patrimonio exclusivo de los principios falangistas de la Sección Femenina, que seguía vinculada a las enseñanzas de José Antonio y Onésimo Redondo; también se podían recuperar mediante la acción de sectores sociales situados en las antípodas:
1. En 1962, casi coincidiendo con la aparición de Comisiones Obreras, la revista Triunfo, tradicionalmente orientada hacia el mundo del espectáculo, se había refundado para definir un foro de pensamiento progresista próximo a las ideas “de izquierdas” (PCE, PSP, etc.), cada vez más activas en la sociedad española, gracias al activismo de los círculos sociales relacionados con el PCE.
2. La voluntad “desarrollista” del Régimen llevaba unos cuantos años movilizando a los sectores culturales del país con propuestas muy alejadas de los “Principios del Movimiento”.En ese ambiente, en 1963, nacía la revista Cuadernos para el Diálogo, como una apuesta de futuro, que se substanciará en grupos “de opinión” relacionados con ella y, por supuesto, afines a los partidos políticos europeos. Ambas revistas pudieron desarrollar sus respectivas actividades sin otros contratiempos que las presiones veladas y las limitaciones aplicadas por la censura que, por lo general, activaban fenómenos similares al efecto Streisand: cada vez que era secuestrado un número de alguna de estas revistas o de La Codorniz, se desbordaba el interés de sectores progresivamente más amplios de la población…
3. En un sentido diferente, pero relacionado con la instrumentalización que hasta entonces se había hecho de “lo rural” (recuérdese el papel de la Sección Femenina en la protección y difusión del folclore rural), en el año 1964, la Jefatura Provincial del Movimiento de Segovia ofreció un gesto que, con el tiempo transcurrido de por medio, parece solemne declaración de ruptura con los principios de Onésimo Redondo y José Antonio. La entidad segoviana publicó en ese año el Cancionero de Castilla la Vieja de 1932 de Agapito Marazuela, represaliado por su pertenencia al Partido Comunista. El universo rural dejaba de ser reserva espiritual de los valores esenciales del régimen para convertirse en “algo” más próximo a las dinámicas culturales globales. Aunque durante muchos años —y aún hoy—, las zonas rurales seguirán siendo un silo de voto conservador, la recuperación de las tradiciones ancestrales dejará de ser objetivo exclusivo del nacionalismo franquista para convertirse en una manera renovada de contemplar la relación de las personas con la tierra, según factores psicológicos más complejos y, por supuesto, alejados del constructo "nación española", que, como acreditaron los hechos posteriores, sólo existía en la letra de la ley.
Más allá de las circunstancias ambientales que dejan en mal lugar a esta película, existe un dato especialmente revelador y que permite matizar el juicio negativo, al menos, de la obra de teatro, no tanto de la película, enfangada por los hábitos de una industria poco interesada por lo específicamente cinematográfico. Si tenemos en cuenta que en 1962 ya estábamos en tiempos de expansión económica y que el protagonista de la historia es un abuelo, cabría distanciar la obra de Lázaro Carreter de las de Berlanga y Nieves Conde...
El proceso que convirtió la emigración en un factor de activación económica, según la fórmula del ministro Arrese, ofrecía un "pequeño inconveniente" para la ortodoxia franquista: debía supeditarse a las posibilidades de endeudamiento de la una población con escasa capacidad económica; ello, unido a los fenómenos especulativos, impuso un modelo de “organización urbanística” que se materializó en los barrios que tapizaron amplias zonas de las grandes capitales. Con las carencias que aún advertimos, por ejemplo, en el trazado urbano de Móstoles, todos ellos se articularon mediante “estructuras habitacionales” de 70 o 75 m/2, compuestas de tres dormitorios, pequeño salón, cocina y aseo, concebidas para “familias estándar” compuestas de matrimonio y dos o tres hijos, pero no para que a ellos se unieran los abuelos. Transformar a los proletarios en propietarios no daba para más.
Planteada la cuestión en estos términos, la obra de Lázaro Carreter y, también la película, no puede interpretarse simplemente como una apuesta renovada por los principios más rancios del franquismo, sino como algo diferente.
Al amparo de la ligereza del humor, la película ponía sobre la mesa un problema para el que, desde las fórmulas empleadas en el modelo de desarrollo, no había solución, o, cuando menos, no había solución sencilla: en un ambiente sociocultural que auspiciaba tener los hijos determinados por la voluntad divina, ¿dónde colocar a los abuelos en pisos de tres habitaciones? Me consta que muchas familias, forzadas por las circunstancias, optaron por la socorrida fórmula de las camas turcas, pero… ¿no estarían mucho mejor en sus pueblos de origen?
Es más... Si en una familia acomodada como la de don Agustín, el abuelo decide "voluntariamente" quedarse en el pueblo, ¿qué deberían hacer los abuelos de los proletarios-propietarios?
El desarrollo económico del sistema franquista había conducido a una situación paradójica —también aquí procedería decir “parajódica”; tomen nota los señores académicos tan proclives ellos a las “innovaciones” forzadas por el uso o mal uso de los términos—que suponía la quiebra radical de uno de los fundamentos del orden emanado del 1939, porque una familia sin abuelos dejaba de serlo según el planteamiento católico, articulado, mediante las “tres edades” del paradigma iconográfico mágico. Y en ese sentido, de acuerdo con la máxima de que el cine suele ser un buen documento de la época en que fue realizado, La ciudad no es para mí, reflota como un documento de primerísimo orden y muy elocuente sobre las transformaciones contradictorias que estaba padeciendo el régimen franquista en sus ansias de supervivencia.
Para salir de la miseria se necesitaba activar la economía y para ello, sólo habían encontrado dos fórmulas "eficaces": impulsar el turismo, con lo que ello implicaba de abrirse a costumbres "perniciosas", y poner en marcha un fenómeno de especulación urbanística que conducía, previa transformación de los proletarios en propietarios, inevitablemente, a la marginación de los ancianos, es decir, a la aniquilación de la familia tal y como había sido definida por el sistema impuesto por Franco, a su vez, tomado del idearios católicos.
En definitiva, sin tan siquiera mencionar los rezagos de catetismo aún apreciables, no creo que la película y la obra de teatro nacieran antiguas: no podían ser más "actuales"...
Érase una vez a mediados de la década mítica de los años sesenta del pasado siglo, cuando en las ciudades de Occidente los jóvenes debatían, ante todo, sobre sexo y política… Érase una vez un lugar del agro mítico, entre Calatayud y Calamocha, que aún no podía conocer el legado escatológico y escéptico de don José Antonio Labordeta, donde según dicen, son frecuentes las personas especialmente testarudas. Érase una vez un alma de Dios, un anciano llamado Agustín, casi analfabeto pero con mucha gramática parda, especialmente iluminado por la virtud de la caridad; érase un maño tan dispuesto a cumplir el mandato evangélico de amar a los demás, que hubiera podido quitar el puesto en los altares rústicos a San Martín, que, por lo visto, compartió su capa con los necesitados, por supuesto, sin que en el hecho amoroso quepa interpretar malicia sexual alguna.
La ciudad no es para mí |
En ese marco idílico, que hiede a los ambientes pastoriles de finales del siglo XIX o a un paraíso contemplativo católico —con matices utópicos de tiempos anteriores a Tomás Moro—, como el bueno de don Agustín se encuentra algo pachucho, marcha a Madrid, que, según reza el dicho, en verano está cerca del Infierno, es decir, a medio camino entre Sodoma y Gomorra. Allí vive su hijo, médico de gran prestigio, que podrá cuidar de él…
Pero al llegar a la capital, don Agustín descubre una situación diferente a la imaginada, y en lugar de recibir los cuidados que podrían corresponder a quien ya sientes próximas las reclamaciones de las Parcas, ha de ser él quien oficie de curador de purulencias, úlceras y dislocaciones, al parecer causadas por los peligrosos microbios urbanitas, ajenos a las leyes del "orden natural", según criterios clericales. Y Habrá de tenérselas con las encastadas huestes del Maligno...
Tras un conjunto de peripecias, salpicadas de humor blanco, blanquísimo, especialidad de Paco Martínez Soria, al final de la película el bueno de don Agustín, resueltas las dolencias morales, decide regresar al punto de partida, donde lo reciben sus convecinos con agasajo de hijo pródigo ilustre.
La ciudad no es para mí: el hijo, el abuelo y la nieta |
La ciudad no es para mí. La tricotosa |
Para orientar un análisis seguramente demasiado extenso y algo disperso, conviene recordar al vuelo las circunstancias de su estreno (1966), treinta años después del comienzo de la Guerra Civil, en un ambiente de gran ebullición cultural, que se manifestó en lo literario, en lo musical y, sobre todo, en lo cinematográfico. En ese marco, propugnar, en una comedia costumbrista —de humor baturro—, la supuesta superioridad moral de la vida rural sobre la urbana, suponía un gesto comparable al de Mozart al reivindicar, en los albores del nacimiento de la nación alemana, el "humor inocente" de Le nozze di Figaro en ambiente "español". Si el objetivo era simplemente entretener, diríamos que la película, mal que bien, cumple. Ahora bien, si se pretendía hacer una gran película, sería esperpéntico comparar a los realizadores de ésta con Mozart...
Digresión al paso: sobre el cine como instrumento para la educación en valores
También es importante recordar que, desde el fin de la Guerra Civil y como consecuencia de un control político implacable, el cine español se había articulado, invariablemente, mediante un componente de autobombo y otro pedagógico, en proporción variable que, con el paso del tiempo, fue inclinándose hacia este último sin olvidar por completo el primero. Dicho con palabras de nuestros días: en época franquista el cine se empleó como un recurso de “educación en valores”, para consagrar una tradición que se mantuvo firme con el paso de los años, aunque como es lógico, cambiaran las referencias, los paradigmas. Y en los años sesenta, las referencias básicas estaban definidas desde la parafernalia franquista, que se autocalificaba como “democracia orgánica”, aunque los más interpretaran que el constructo aludía, sobre todo, a los (órganos) genitales del general.
En la actualidad está de moda apostar por las posibilidades que el cine tiene para “educar en valores”; y, en consecuencia, son abundantes las películas que, realizadas por directores excesivamente “profesionalizados”, inciden en los asuntos “de moda”, por lo general, según los criterios de los medios de comunicación, autoproclamados cancerberos de los intereses dominantes. En la época de Franco sucedía exactamente lo mismo aunque, "lógicamente", los “valores”, las doctrinas, eran otros diferentes... ¿Seguro?
El nacimiento de una nación |
“A Plea For The Art of the Motion Picture.
We do not fear censorship, for we have no wish to offend with improprieties or obscenities, but we do demand, as a right, the liberty to show the dark side of wrong, that we may illuminate the bright side of virtue—the same liberty that is conceded to the art of the written word—that art to which we owe the Bible and the works of Shakespeare.”
Tal y como acreditaban la Biblia y las obras de Shakespeare, nadie debería escandalizarse ante lo que se pudiera mostrar en la pantalla, en un libro o sobre el escenario, si la propuesta argumental tenía por objeto transmitir al espectador un mensaje ético "positivo", es decir de "utilidad social", según el criterio de quienes tenían por misión defender el interés público, es decir, quienes tenían el poder. En aquel caso concreto, exponer que Estados Unidos era una nación de cultura blanca acaso sintonizara con ciertos planteamientos sociopolíticos, pero, desde luego, no con los de la comunidad afroamericana.
En todo caso, los ejecutivos de Hollywood advirtieron pronto que, frente a otras formas de expresión "artística", la difusión masiva del cine podía convertirlo en un instrumento fundamental para modelar una “opinión pública” predefinida,. Y la fórmula para hacerlo era tan sencilla como el mecanismo de un chupete: para empezar, bastaba con definir "lo bueno" y "lo malo" en concordancia con el orden dominante. A partir de ahí, podrían añadirse cuantas acotaciones convinieran... a la voluntad del cineasta-educador.
De ese modo, el cine asumía carácter de "conciencia moral" para emular lo que se había hecho en el seno de las familias y, más tarde, en las escuelas desde la noche de los tiempos, con una diferencia que enseguida se manifestará substancial: los valores se ofrecían en un contexto esencialmente grato, que según dicen los "expertos", es ideal para activar la motivación, a su vez, abono poderoso para que arraiguen sólidamente y fructifiquen los mensajes transmitidos. A ello se unían las posibilidades funcionales del sistema perceptivo, inclinado a reforzar la entidad de los "mensajes" en una dimensión superior a la proporcionada por otras formas expresivas...
En todo caso, los ejecutivos de Hollywood advirtieron pronto que, frente a otras formas de expresión "artística", la difusión masiva del cine podía convertirlo en un instrumento fundamental para modelar una “opinión pública” predefinida,. Y la fórmula para hacerlo era tan sencilla como el mecanismo de un chupete: para empezar, bastaba con definir "lo bueno" y "lo malo" en concordancia con el orden dominante. A partir de ahí, podrían añadirse cuantas acotaciones convinieran... a la voluntad del cineasta-educador.
De ese modo, el cine asumía carácter de "conciencia moral" para emular lo que se había hecho en el seno de las familias y, más tarde, en las escuelas desde la noche de los tiempos, con una diferencia que enseguida se manifestará substancial: los valores se ofrecían en un contexto esencialmente grato, que según dicen los "expertos", es ideal para activar la motivación, a su vez, abono poderoso para que arraiguen sólidamente y fructifiquen los mensajes transmitidos. A ello se unían las posibilidades funcionales del sistema perceptivo, inclinado a reforzar la entidad de los "mensajes" en una dimensión superior a la proporcionada por otras formas expresivas...
El triunfo de la voluntad |
Como sucedió a finales del siglo XVI con Caravaggio, acaso fuera demasiado pronto para explicar "científicamente" todos los fenómenos de “activación psicológica” propios del hecho cinematográfico, pero desde muy pronto estuvo claro el “manual de usuario”, el “recetario de cocina”, las fórmulas necesarias, para hacer coherente el discurso narrativo en “formato cine”. Contemplado desde el punto de vista del productor y de quienes pudieran estar en la órbita financiera, pronto estuvo claro también lo que se debía hacer para ganar dinero y, por supuesto, para mover la conducta de quienes dejaban sus ahorros en la taquilla. Ganar dinero, hacer atractivo el "espectáculo" y ofrecer un mensaje de "cohesión social" desde los principios dominantes, establecieron un marco de relaciones sumamente estrechas y entrecruzadas, que definieron los primeros pasos de una globalización incipiente, que, a su vez, tuvo en el cine uno de los instrumentos más eficaces.
El último tango en París |
Como sabemos, las posibilidades persuasivas o de manipulación, subyacentes a los espectáculos públicos no aparecieron con el cine, porque los fenómenos de creación más o menos artística asociados a los planteamientos narrativos compartieron un potencial “pedagógico” que fue substancial en muchos de ellos. Es más, con frecuencia, la entidad de ese elemento ha servido para construir el juicio crítico que nos merece una obra en concreto. Ahí tenemos, por ejemplo, el teatro de Shakespeare, las novelas de Cervantes, el teatro de Molière, las obras de Oscar Wilde o las de Pérez Galdós… el teatro de Bertolt Brecht…
El acorazado Potemkin |
En todo caso, desde el año 1930 la práctica totalidad de la producción norteamericana se concibió con un “componente pedagógico” de mayor o menor sesgo —según cada momento histórico— , especialmente sensible en películas como La diligencia (Ford-Wanger, 1939), Casablanca (Curtiz, 1942), Qué bello es vivir (Capra, 1946), Centauros del desierto (Ford, 1956)… etc. Ese "componente pedagógico" se articulaba mediante la interrelación entre una serie de principios morales, casi siempre elementales, que, con frecuencia, se relacionaban con recreaciones históricas que, según parece, tenían la finalidad de acrecentar los pocos elementos comunes de una sociedad construida mediante la aportación de sucesivas oleadas de emigrantes procedentes de lugares diversos.
Casablanca |
Como si se tratara de un juego ingenuo de fundamento freudiano, que haría las delicias de Lacan, el hombre descarriado y la meretriz culminarán el proceso redentor, que pasará por el muy manido y eficaz heroísmo de guardarropía, en la unión amorosa que les conducirá hacia un futuro incierto pero esperanzador, que inevitablemente implica aportación de una nueva y renovada generación de americanos —y, por supuesto, americanas— fuertes, justos, nobles y, por supuesto predispuestos a usar el revólver. Ellos estaría perfectamente capacitados para imponer su modelo cultural y político a cualquier descarriado, tanto si vestía plumas como si empleaba plumero.
Pretty Woman |
¿Educación en valores? Alguien dijo que ese fondo de películas del “género western“ compone algo parecido a lo que fue la obra de Homero para los griegos de los tiempos de esplendor: una referencia mítica cargada de "símbolos" alusivos a la complejidad de la historia y la “psicología” (en sentido muy amplio) de unos pueblos que apenas tenían en común una lengua, una forzada vocación marítima y poco más. Quizás por ello la mitología griega es tan compleja… y, tal vez, por la misma razón, la mitología norteamericana sea tan simple, pueril y reiterativa. En el caso griego, el reto suponía desnudar el alma humana; en el norteamericano, sencillamente justificar una estructura económica y disolver o reformular el “pecado original” de un territorio que, en las primeras oleadas, fue colonizado por personas expulsadas de Inglaterra por sus veleidades morales.
Death of a Gunfighter |
Pero sería injusto no reconocer que esa mitología —a mi juicio, valorada con relativo acierto pero con alguna precipitación por Slavoj Zizek —se ha visto compensada gracias también a la propia industria norteamericana por obras magníficas, relativamente ajenas a la ideología dominante —derivadas de las corrientes críticas del “pensamiento occidental”— realizadas, sobre todo, a partir de los primeros años de la década de los sesenta, cuando cedió el corsé impuesto por la caza de brujas y reaparecieron las voces críticas...
En todo caso, sería demasiado ingenuo suponer que los espectadores sometidos a la reiteración de “argumentos” como los mencionados no “aprendieron” o reforzaron los valores que están en el fondo del sentimiento popular de “nación norteamericana”. Del mismo modo que lo sería no reconocer la influencia de los Simpson en las generaciones que se formaron mientras la popular serie se emitía por televisión, contando, incluso, con que los primeros episodios no estuvieran concebidas para niños.
Raza |
La “voluntad pedagógica” se manifestó de varias formas. Unas veces, de forma indirecta, como cuando se alteraba un diálogo para sortear situaciones “indecorosas” (la fórmula se empleó en los doblajes y en los guiones que debían ser aprobados antes del rodaje); otras, de forma directa, cuando la historia relatada o, mejor aún, el argumento expuesto, se acomodaba a los “valores” específicos del régimen. Y, a mi juicio, ese es el caso de buena parte de las películas rodadas hasta mediados de los sesenta e, incluso, de muchas posteriores, como La ciudad no es para mí.
Nobleza baturra |
Entre los elementos prestados de las prácticas habituales en la industria cinematográfica norteamericana, también destaca el recurso a las posibilidades del star system, por supuesto, con las peculiaridades específicas de la sociedad española, especialmente sensible a las cupletistas. De hecho, esa fórmula ya se había empleado en tiempos de la República: para la mencionada película de Florián Rey, que contó con Imperio Argentina, a pesar de una fotogenia especialmente mejorable. A las tonadilleras se sumaron los actores cómicos para configurar una fórmula de producción que unas veces hace reír y otras... llorar.
Bienvenido Mr. Marshall |
Eran tiempos en los que los dirigentes franquistas, con unos cuantos años de prevenciones hacia la cultura norteamericana, habían dado a regañadientes su brazo a torcer. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Franco tuvo que aceptar de buen o mal grado que si deseaba continuar en su puesto, habría de presentarse ante las autoridades norteamericanas como un colaborador convencido de su vocación anticomunista, incluso aunque entre las esencias primigenias del régimen hubiera un cierto espíritu antiamericano que se remontaba a los tiempos de la guerra de Cuba, que dejó heridas profundas en la tradición militar española, tal y como se advierte en la primera versión de Raza...
Acaso por la necesidad de presentar la cultura española en cauces de modernidad “no acomplejada” por la hegemonía USA, la película acota el "segundo acto" describiendo Madrid como una gran ciudad moderna —con rascacielos, multitud de coches y bancos— y cosmopolita, conectada con el exterior gracias a las posibilidades de los modernísimos aviones (de la TWA), que despegan del aeropuerto de Barajas... Es difícil entender esa parte de la película en términos estrictos de continuidad narrativa: más parece un speech para "la galería".
La diligencia |
a) La tradición propia (cinematográfica, literaria y de otro orden). Si se hubiera tratado de otra película, no hubiera tenido necesidad de remitirme a la tradición cinematográfica, dado que el cine español de la República apenas existió como tal: unas pocas películas, de calidad desigual pero sobre todo sumamente pobres, definieron un jalón con pocas referencias para los años venideros. Por suerte o por desgracia, una de las pocas películas de los tiempos republicanos que merecen ser mencionadas guarda estrecha relación La ciudad no es para mí: Nobleza Baturra (Florián Rey, 1935). A ella se alude indirectamente en la película: mientras pasan los créditos, la cámara recorre Madrid de noche y se aprecia que en sus cines ofrecen varias películas (Una yanqui en el Haren J. Lee Thompson, 1965, etc. ), entre las que destacan La familia y uno más, F. Palacios, 1965 (producida por el propio Pedro Masó) y el remake de Nobleza baturra firmado por Juan de Orduña en 1965. En todo caso y frente a lo que veremos en las líneas sucesivas, interesa destacar que el argumento de Nobleza baturra no es especialmente progresista, como cabría suponer con ingenuidad de una "película republicana"...
Desde ese marco y teniendo en cuenta la voluntad franquista de evitar cualquier “conexión formal” con la República —más adelante veremos que hubo de integrar técnicos republicanos—, desde 1939 se “generó” un “cine español” con unos rasgos propios más relacionados con las temáticas teatrales que con elementos específicos del lenguaje cinematográfico. De hecho, sería absurdo buscar grandes aportaciones específicas en los albores de una industria que, contando incluso con Segundo de Chomón, se incorporó a la dinámica general con demasiados años de retraso. A ese factor teatral deberíamos unir otro, asimismo "tradicional", relacionado con los elementos culturales enfatizados por el régimen franquista.
Nobleza baturra |
c) Aunque para algunos resulte natural y para otros desconcertante —según el punto de vista de cada cual—, en el cine de época franquista pervivió un componente derivado de la industria alemana, que se manifestó con particular claridad en el magisterio de Heinrich Gärtner que, a mi juicio, está en el origen de la, por lo general, “anómala” calidad de la fotografía de las películas españolas, incluso, de las menos cuidadas. Más adelante volveré sobre ello, porque ahora sólo interesa destacar aspectos generales y, entre ellos, que, indirectamente, esa relación suponía una cierta apropiación de las fórmulas expresivas de Eisenstein. Interpreto —tal vez equivocadamente— que el cine franquista asimiló mediante este conducto los mecanismos que movilizan ciertos sentimientos humanos: empatía, sublimación, inquietud, etc. Y, por supuesto, la importancia del montaje.
El ladrón de bicicletas |
¿Hasta dónde llegó esa conexión? El influjo del neorrealismo italiano parece claro y, en especial, en la vertiente católica (De Sica, El ladrón de bicicletas, 1948). Da la sensación de que, durante algún tiempo, recurrir a “actores” no profesionales quedaba chic y, por supuesto, tenía una ventaja capital en negocios que, con frecuencia, eran precarios: eran baratos. Y hasta tengo la impresión de que, al amparo de esa corriente, cedió el interés por cuidar la interpretación de los figurantes, particularmente penosa en La ciudad no es para mí. En todo caso, no se puede decir que esta película se hiciera eco de algún modo del vendaval que se había levantado en Italia durante los años inmediatamente anteriores a su realización. Es obvia la "huella" de Fellini, pero no veo tan nítida la repercusión de otros directores coetáneos como Bertolucci, apenas divulgado internacionalmente antes de 1970, ni por supuesto de Antonioni, que para cuando se redó La ciudad no es para mí ya había causado furor en toda Europa con un conjunto de obras de especial interés estético. Por no hablar de otras aportaciones aún “más lejanas”…
Los cuatro factores definen otras tantas coordenadas que podrían ayudarnos a referenciar cualquier película española de la época si pretendiéramos establecer algo así como una función ("matemática") que definiera el desarrollo del cine español. Con pretensiones menos rigurosas, nos serán útiles para a "entender", pero sobre todo a contextualizar, cualquier película que fuera más allá del puro entretenimiento y sobre todo, algunos de sus elementos. En La ciudad no es para mí es relativamente fácil distinguir el peso relativo de las cuatro "fuentes", entre las que, como es natural, destacara el peso de las "tradiciones" propias, entendidas éstas en sentido amplio..
La dolce vita |
Como ya quedó expuesto, la “historia” de la película, que sigue con bastante fidelidad la de la obra de teatro de Lázaro Carreter, se construye a partir de la circunstancias de un hombre ya anciano, que vive holgadamente en un pueblo pequeño de Aragón en compañía de sus paisanos, dedicándose a hacer el bien en sintonía con el cura… Es decir, se trata de una película que, ante todo, debemos relacionar con las tradiciones narrativas conservadoras, dentro de las cuales debemos situar la mencionada Nobleza Baturra, cuyo argumento, centrado en un “asunto de honra vaginal”, también se matizaba de acuerdo con las creencias religiosas, enfatizadas en un desenlace con intervención directa de la Virgen del Pilar. En ambas películas, la nobleza de los protagonistas se ofrecen con una generosidad tan desmedida e inverosímil que escandaliza...
Pero antes de continuar con el análisis, desde la voluntad de establecer vínculos con "la tradición", me parece interesante enfatizar que la ubicación de la historia en Calaciereva es un dato particularmente interesante, desde el punto de vista de las referencias teatrales, ampliamente desarrolladas en la tesis doctoral de Laura Arroyo Martínez y tan importantes en esta película. Frente a lo que hiciera Galdós con Orbajosa y ante lo que algunos autores han indicado con precipitación, Calacierva, el pueblo del protagonista, no es un lugar “abstracto”, concebido con un nombre de pretendidas posibilidades semánticas, sino un pueblo real perteneciente al municipio de Daroca. Ítem más, según parece, el personaje protagonista de la película está inspirado en uno real, llamado Ignacio Bericat, que fue maestro a principios del siglo XX en Calacierva y acreditó capacidad y empeños ejemplares para proporcionar estudios a sus hijos…
Dicho en otros términos: Lázaro Carreter no se aventuró por las sendas definidas por Galdós y Valle-Inclán, sino por las de Donoso Cortés, Menéndez Pelayo y Ramiro de Maeztu...
En la obra y en la película se completa la imagen del personaje con unas circunstancias que desbordan las de Ignacio Bericat, porque no sólo se ocupa de cuidar con celo extremo de su hijo, sino de todas las personas que lo necesiten; y, como ya he adelantado, lo hace en comandita con el cura del pueblo, que aparece en la película como una personificación particularmente empalagosa, y del alcalde, personaje de limitadas entendederas…
Es indicador un detalle, que pudiera rectificar esa valoración: presentar al alcalde "comiendo mierda" podría interpretarse como una carga de profundidad sobre el poder municipal, sobre todo si recordamos que, en aquellos años, para ser alcalde aún era recomendable poseer carnet de Falange. Pero francamente no creo que fuera esa la voluntad de quienes escribieron el guión. Es más probable que la alusión se justificara porque, por entonces, ser alcalde pedáneo era oficio de quienes tenían pretensiones de figurar, puesto que no estaba remunerado y, por lo general, los alcaldes tenían escasa capacidad de maniobra. Acumulaban más poder los secretarios y, por supuesto, los caciques.
Historias de Tokio |
Los santos inocentes |
La formación de Lázaro Carreter ha dado pie a que algunos estudiosos hayan hecho elipsis de los valores conservadores (¿ultraconservadores?) de la obra para remitirse a un texto de Antonio Guevara —Menosprecio de corte y alabanza de aldea—, publicado en 1539 y ciertamente los títulos de algunos capítulos del libro podrían justificarlo:
Cap. V. “Que la vida de la aldea es más quieta y más privilegiada que la vida de la corte”,
Cap. VII. “Que en la aldea son los hombres más virtuosos y menos viciosos que en las cortes de los príncipes”,
Cap. VIII. “Que en las cortes de los príncipes ninguno puede vivir sin afeccionarse a unos y apasionarse con otros “,
Cap. XV. “Que entre los cortesanos no se guarda amistad ni lealtad, y de cuán trabajosa es la corte”
Pero el posible paralelismo se disuelve cuando sobrepasamos los títulos y leemos el texto, porque la corte del siglo XVI definía un universo absolutamente distinto de lo que suponía una ciudad europea de mediados del siglo XX. En todo caso, no sería de extrañar que Lázaro Carreter partiera de Antonio Guevara para redactar su obra, porque esos paralelismos que, inevitablemente, viajaban al pasado remoto, eran fórmula habitual en la erudición de tiempos franquistas y aún en nuestros días (que lance la primera piedra quien no lo haya hecho alguna vez)… Y en ese sentido, es tentador concluir que Lázaro Carreter pretendía ofrecer una “actualización” del texto de Antonio Guevara.
Bienvenido Mr. Marshall |
Y si relacionamos La ciudad no es para mí con este asunto, surge la necesidad de relacionarla, a su vez, con otras dos películas que también lo afrontan con mayor o menor claridad: Surcos (Nieves Conde, 1951), en tono de drama, y Bienvenido Mr. Marshall, (García Berlanga, 1953), en clave de comedia.
Las tres enfatizan una parte medular de los principios del régimen franquista, a su vez, deudor de la ideología joseantoniana que, con el tiempo, se fue convirtiendo en almacén vetusto de sentencias y de soflamas apenas correspondidas con una realidad condenada a converger con la praxis liberal. Sin embargo, en 1951 las ideas falangistas se mantenían vigorosas; y aún permanecieron en acervo referencial, incluso cuando se impusieron los tecnócratas del Opus Dei.
Efrén Borrajo en un manual de Formación del Espíritu Nacional (para sexto de Bachillerato), que se continuaba empleando en 1966, al parecer, concebido con cuidado extremo para restañar viejas heridas, incluía como entradilla de frontispicio la siguiente cita de José Antonio:
“He aquí la tarea de nuestro tiempo: devolver a los hombres los sabores antiguos de la norma y el pan. Hacerles ver que la norma es mejor que el desenfreno; que hasta para desenfrenarse alguna vez hay que estar seguro de que es posible la vuelta a un asidero fijo. Y por otra parte, en lo económico, volver a poner al hombre los pies sobre la Tierra, ligarle de una manera más profunda a sus cosas: al hogar en que vive y a la obra diaria de sus manos”.
No creo que lo de "poner los pies sobre la Tierra" se limite a la figura retórica más manida... Casi todos los historiadores que se han ocupado de ello han enfatizado como una de las cualidades más relevantes del falangismo la voluntad de quedar al margen de las utopías ofrecidas tanto por el nazismo como por los fascistas italianos para propiciar la creación de un “hombre nuevo”. Por el contrario, las doctrinas del “Movimiento Nacional” se definían desde la voluntad de “recuperar” los valores del cristianismo hispano y en ese sentido, encajaba bien hasta el texto de Antonio Guevara.
El Fuero de los Españoles (18 de julio de 1945) definía al “nuevo régimen", que intentaba resolver las supuestas “carencias” del sistema democrático, mediante varios mecanismos entre los que destacaban la expresión de fe católica (artículo sexto) y una organización política “representativa” articulada a partir de “la Familia, el Municipio y el Sindicato” (sic). Trece años después, en 1958, se matizaron dichos planteamientos en lo que se llamó la “Ley de Principios del Movimiento Nacional”; en ella aparece una vez más aquello de que “España es una unidad de destino en lo universal”, que tanto divirtiera a los satíricos de los años setenta y, por supuesto, la nítida alineación con los principios de la jerarquía católica y del orden sociopolítico articulado entre la familia, el municipio y los sindicatos, ahora mencionados en minúsculas (buen ejemplo para un análisis hermenéutico perverso):
II, “La Nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación”
VI, “Las entidades naturales de la vida social: familia, municipio y sindicato, son estructuras básicas de la comunidad nacional. (…)”
Marcos Hiráldez Acosta, Jura de Santa Gadea, 1864 |
En sintonía con ellos, “la familia”, de estructura similar a la romana,integraba a las personas de “las tres edades” que podían convivir simultáneamente (abuelos, hijos y nietos), junto con los criados y servidores que completaban el espacio definido por las necesidades del grupo. Las casonas del norte junto con los cortijos del sur, dan una idea des posibilidades que, según la zona, podían tener esos espacios "idílicos" de convivencia y explotación agropecuaria. Lógicamente, la fórmula participativa mencionada en la Ley de Principios del Movimiento Nacional no tenía mucho sentido en las ciudades...
Salvador Martínez Cubells, Guzmán el Bueno, 1884 |
Algunos estudiosos enfatizan que el franquismo se alimentó con voracidad del platonismo, acaso para expresar añoranza por los tiempos anteriores a la "revolución" tomista... Es posible que una forma de organización social basada en la recuperación de Platón tuviera sentido mientras duró la autarquía forzada de la Alta Edad Media (en la península Ibérica habría mucho que matizar dada la existencia de Alándalus), pero ya durante el siglo XIII pareció "necesario" recuperar el pensamiento aristotélico y, con él, apostar por fórmulas más cosmopolitas, menos "abstractas".
En todo caso, podía tener cierto sentido intentar recuperar los valores neoplátónicos para determinados ambientes: la Iglesia continuó insistiendo en ellos y lo mismo sucedió en el mundo del arte, donde continúa siendo referencia de gran capacidad centrípeta. Pero intentar imponer la estructura asociada a ellos a una sociedad urbana de mediados del siglo XX, con la obsesión de mantener inalterables los privilegios heredados de la Edad Media por ciertos estamentos, no era simplemente absurdo; era un anacronismo esclarecedor sobre las peculiaridades de una sociedad resignada a consentirlo... incluso aunque “lo asumieran” personalidades de indiscutible calidad intelectual como Lázaro Carreter y otros que, como él, durante algún tiempo hicieron encaje de bolillos con ideas ni tan siquiera comprensibles en los cuartos de banderas.
Ignacio Zuloaga, Cristo de la sangre, 1911 |
Postular siete siglos después, volver a las raíces del cristianismo para convertirlo en el entramado de una vida social articulada desde el mundo rural, como propugnaban José Antonio, pero sobre todo Onésimo Redondo, no tenía demasiado sentido, entre otras razones, porque, en las circunstancias de la España de la posguerra, quienes tenían menos recursos, sencillamente, preferían vivir en las ciudades.
En todo caso, la obsesión por recuperar aquellos valores primigenios activó ciertos fenómenos de gran difusión a finales del siglo XIX y, por supuesto, durante el franquismo y, sobre todo, una reconstrucción mítica de la Historia que, en gran medida, aún subsiste en los manuales de ESO y Bachillerato. Esa rectificación de la Historia se articuló minusvalorando las aportaciones inconvenientes (como el legado andalusí) e inflando con categorías abstractas ajenas a sus respectivos momentos históricos los perfiles de personajes como El Cid, Guzmán el Bueno, los Infantes de Lara, incluso los almogávares que, por lo visto, fascinaban al propio general Franco. Pero desde esa recuperación se entienden muchos alegatos pronunciados por aquellos años y, sobre todo, asuntos como el programa iconográfico bizantino empleado por los ideólogos de Franco en la bóveda del Valle de los Caídos...
Guitiérrez Solana, La visita del obispo, 1926 |
Huelga decir que el decreto no paralizó un proceso que, por otra parte, daba pie a lo que acabaría siendo un elemento substancial de la estructura económica española. José Luis Arrese, falangista con gran capacidad de adaptación, pronunció en 1959 un discurso de gran trascendencia en el que apostó por convertir lo que, hasta entonces había sido una lacra, en una oportunidad de negocio de dimensiones colosales: "No queremos un España de proletarios sino de propietarios". Arrese había dado con la clave para anular de raíz cualquier peligro marxista. Un país de propietarios jamás activaría una Revolución... Como es sabido, la idea, materializada gracias al esfuerzo de millones de emigrantes, funcionó perfectamente hasta principios del siglo XXI...
Por suerte o por desgracia, no todas los magnates franquistas pensaban igual y. muy pronto, algunos de ellos comprendieron que la batalla contra la modernidad cosmopolita (globalizadora) estaba perdida, al menos si se continuaban empleando argumentos neoplatónicos: lo material se imponía sobre los espiritual. Y, como Arrese, optaron por fórmulas más sugerentes, incluso desde foros perfectamente integrados en el universo eclesiásticos (Opus Dei): el primer plan que marca la apuesta del sistema franquista por el desarrollo económico y por olvidarse de las zarandajas forzadas por la autarquía, fue definido por López Rodó en 1959 (Plan de Estabilización). Aunque los resultados no fueron óptimos, se alcanzaron tasas de desarrollo excepcionales, que se dejaron sentir en las ciudades más importantes (Barcelona, Madrid, Bilbao, etc.). En paralelo, el turismo se fue convirtiendo en la industria más importante y los fenómenos migratorios, experimentaron un nuevo impulso.
Arrese con Hitler. Foto Wikipedia |
Poco después de 1960, sólo los sectores más recalcitrantes, cada vez más aislados, podían defender el mantenimiento de un “orden tradicional”, basado en la recuperación de las tradiciones del cristianismo primitivo y la bondad de los valores rurales.
Había llegado el momento de recuperar la crítica de esos valores que se había manifestado desde el siglo XVIII, en paralelo a la implantación de la Ilustración, aunque ello no supuso la eliminación total de la corriente tradicionalista. Como sucediera a principios del siglo XX, se mantuvo una línea que proporcionaba continuidad a las propuestas de Donoso Cortés, Menéndez Pelayo y Ramiro de Maeztu, de la que siguieron bebiendo los sectores conservadores, entre los que no escasearon precisamente algunos creadores de ámbitos ajenos a lo literario.
En ese ambiente de pugna entre tradicionalistas e innovadores, la proclamación de Arrese, determina un punto de inflexión que acota las circunstancias que vieron nacer la obra de teatro de Lázaro Carreter y la película de Lazaga: la emigración había dejado de ser un problema social y de quebranto de las utopías falangistas, para convertirse en un factor substancial del desarrollo económico. No puede ser una casualidad que quienes un día fueran emigrantes, el hijo de don Agustín y su esposa Luciana, aparezcan en la película perfectamente integrados en la vida urbana.
Surcos |
En ese proceso de dinamismo acelerado, el cine español nos ayuda a recordar cómo se fueron transformando los paradigmas "educativos" —doctrinales— ofrecidos al público. Y al hilo de la película que sirve como “excusa” para estas líneas, merece la pena detenerse un instante más ante las otras dos mencionadas: la de Nieves Conde (Surcos, 1951), la Berlanga (Bienvenido Mr Marshall, 1953). En la de Nieves Conde da la sensación —acaso interprete mal el “argumento”— de que el objetivo es disuadir a los espectadores de emigrar a las grandes ciudades para escapar de la miseria, exponiendo los peligros que les acechaban en unas ciudades “controladas” por estraperlistas y gentes sin escrúpulos. Es posible que, hacia 1950, las autoridades franquistas pretendieran controlar el proceso migratorio o, cuando menos, no estimularlo. En plena autarquía, sólo convenía que acudieran quienes fueran estrictamente necesarios para afrontar las reconstrucciones y otras iniciativas imprescindibles.
En 1953, cuando se realizó Bienvenido Mr. Marshall, habían cambiado poco las cosas y el Gobierno debía enfrentarse a las áreas de miseria definidas por la acumulación de chabolas en los alrededores de las grandes ciudades. En consecuencia, seguía siendo un factor “vital” no estimular la emigración: era “mejor” que la miseria no se viera en las ciudades, que permaneciera en el campo donde, al fin y al cabo, era más operativa la aplicación de “fórmulas” autárquicas.
Bienvenido Mr. Marshall: el niño "odioso" y la maestra "triste" |
al filo de cualquier valoración, es importante contemplar que en su guión también participó Miguel Mihura, cuyo trabajo se ha minusvalorado con demasiada frecuencia. Mihura fue escritor interesante que, en su evolución personal, nos puede ayudar a entender lo que estaba sucediendo en España durante las década de los cincuenta. Militó en Falange y tuvo un papel bastante activo entre los sublevados: fundó La ametralladora, revista de propaganda política dedicada a los soldados del frente; con el paso del tiempo, esa revista acabó convirtiéndose en La Codorniz (1941), revista satírica que evolucionó en dirección absolutamente crítica hasta acabar siendo una verdadera pesadilla para la censura franquista. Pero lo más notorio de su producción fueron las obras de teatro y las colaboraciones en el universo cinematográfico, invariablemente orientadas hacia el humor, unas veces absurdo y otras, satírico. Precisamente, en los alrededores de la realización de Bienvenido Mr. Marshall, a principios de 1953 había estrenado El caso de una señora estupenda, comedia con matices policíacos; y a finales del mismo año, A media luz los tres, sobre las cuitas de un ligón frustrado; todas ellas, comedias de enredo, de escaso alcance estético y literario…
Bienvenido Mr Marshall |
Obviamente, según quien contemple la película, será posible enfatizar unas valoraciones u otras, pero, en todo caso, no creo que sea especialmente agresiva con nadie, contando, incluso con la conocida anécdota de Edwar G. Robinson, que culminó en un incidente menor de sainete... en plena caza de brujas.
Más que etiquetar Bienvenido Mr. Marshall como una crítica acerada pero solapada al régimen franquista, acaso debiéramos considerarla como el testimonio de un momento histórico en el que convivían elementos ideológicos del pasado (1939-1953) —la mayoría— junto con otros incipientes que se sedimentarán un poco más adelante: y confieso que yo no percibo en esta película ningún elemento disonante con la ortodoxia franquista. Hasta la "misteriosa" sustitución de "érase una vez un pueblecito andaluz" por el definitivo "érase una vez un pueblo español, un pueblecito cualquiera", parece la acotación puntillosa de un seguidor de Onésimo Redondo o del mismísimo Jaime de Andrade.
Bienvenido Mr. Marshall |
La parodia que se ofrece del oeste americano, que se acaba contraponiendo con el “españolismo andaluz”, por absurdo, es demasiado ligera y, en gran medida, recuerda las alusiones menos explícitas de la primera versión de Raza.
En el desenlace, los norteamericanos pasan sin detenerse y los aldeanos vuelven a la situación inicial haciendo frente de modo conjunto a los gastos ocasionados por la mascarada: pobres pero no tanto… porque, de acuerdo con la propaganda del régimen, la autarquía rural ofrecía un cierto confort, al menos frente al hambre que se dejaba sentir, supuestamente con mayor fuerza, en la periferia de las ciudades, donde era más complicado practicar actividades de subsistencia con el espigueo o el hurto de subsistencia.A los propagandistas se les escapaba un factor que, a buen seguro, tuvo una incidencia capital en el fenómeno migratorio. Entonces como hoy, las personas abandonaban sus hogares porque el campo sólo ofrecía expectativas de miseria; en la ciudad, por el contrario, si había un poco de suerte...
Bienvenido Mr. Marshall. Las peticiones |
Desde esas consideraciones, se puede extraer que con Bienvenido Mr. Marshall los propagandistas del régimen jugaban la baza de hacer notar que del mismo modo que eran criticables las peculiaridades de “la cultura española”, también lo eran las de la cultura norteamericana; y que la pobreza material se podía compensar con la riqueza moral de un pueblo sujeto a sus tradiciones y desde ellas, a la tierra. ¿A la tierra que definía la guia Baedeker publicada a finales del siglo XIX?
¿Ideas progresistas? En todo caso, también es importante recordar que ciertos sectores falangistas acabaron confluyendo con las corrientes progresistas y que algunos valores del falangismo primitivo no estaban reñidos con los objetivos de justicia distributiva implícitos en todas las corrientes de raíz marxista. Hasta la Rerum Novarum propuso un mejor reparto de la riqueza.
Beinvenido Mr. Marshall. la derrama. |
“Ahora los muertos de nuestra División Azul, tan hostilizada y contrariada por los aspavientos de medio mundo, forman parte de la vanguardia de la defensa de Europa” (tomado de ABC, 29 de octubre de 1953, p. 17)
Obviamente, la frase podría interpretarse como una forma de documentar la sintonía del régimen con las autoridades norteamericanas, pero en ciertos sectores esa postura seguramente se interpretó de modo diferente, como una forma velada de expresar el fundamento de las tesis del personaje del bigote que se exhibieron de modo particularmente sangriento por las calles de Varsovia y de Leningrado…
Surcos |
El segundo es consecuencia directa del anterior. Si existe la caridad, ¿qué utilidad tiene la redistribución de la renta? En la película de Lazaga la cuestión es afrontada directamente y en la Berlanga-Bardem, indirectamente, cuando “el delegado” advierte que los campesinos siempre se están quejando de “malas cosechas” y, sin embargo, no tienen donde guardar el grano…
El tercero, la idea de justicia social de corte paternalista preconizada en las dos películas y que, en la de Lazaga, hace hace pensar durante una fracción de segundo en el teatro de Bertolt Brecht: sólo roban quienes tienen necesidades… aunque las “buenas personas” saben afrontar esos problemas sin consentir que caiga sobre ellas el peso “injusto” de la ley. Al fin y al cabo, robar no es más que un pecado, cuya gravedad depende del estado de necesidad de quien lo cometa. Prefiero silenciar lo que me recuerdan las alusiones paralelas en Bienvenido Mr. Marshall... para que nadie se sienta ofendido...
La ciudad no es para mí. Las marquesas |
La relación entre La ciudad no es para mí y La dolce vita requiere un epígrafe que podría dilatarse más de lo que supone un texto de esta naturaleza, pero puestos en faena... Además de las alusiones "de pasada" a Nobleza Baturra, a Una yanqui en el Haren y a La familia y uno más, la referencia cinematográfica más clara expresada en la película de Lazaga alude a Fellini. En contexto de un posible devaneo amoroso, que con exceso de imaginación pudiéramos relacionar con alguna película de Antonioni, uno de los personajes femeninos —una de las marquesas—, a quienes se ridiculiza de modo poco sutil desde que aparecen en la pantalla, dice a la esposa del hijo del protagonista:
"—Necesitas unas lecciones de dolce vita (…)"
Poner en boca de los personajes ofrecidos al público como “ridículos” ese comentario implica una valoración bastante desconcertada de la película de Fellini, dada su complejidad argumental; y apoyarse en ella para enfatizar la decadencia de la aristocracia me parece pueril. Aunque Felini ofreció una imagen lacerante de la aristocracia romana, entiendo que la postura de Lazaga-Lázaro Carreter, se desvirtúa por insustancial, incluso aunque la figura de las condesas emplumadas por un cateto sea un hallazgo retórico propio de Bertolt Brecht.
La dolce vita |
“El Reino es una organización monárquica del Estado; pero monarquía y reino no son términos sinónimos. La monarquía es una forma de gobierno; el Reino una forma de organización del Estado. La monarquía como forma de gobierno se define en contraste con la aristocracia y la democracia. El reino como forma de organización del Estado, se define con respecto a la república. La monarquía sólo es una pieza del reino, parte esencial del mismo, pero sólo parte.
Hernando del Pulgar, en su famosa Crónica del Rey Católico, escribía:
“Ya sabeys, señores, que todo reyno es avido por un cuerpo natural, del que tenemos el rey ser la cabeça y todo el otro reyno los miembros”.
La ciudad no es para mí. La pintura de "Pegaso" |
Recordemos que hasta bien entrado el tercer cuarto del siglo XX en los ambientes de formación específica en asuntos estéticos españoles, estaba bastante arraigada la idea que manifestaran los círculos próximos a José Francés, según los cuales lo que hoy llamamos las vanguardia históricas, sólo habían triunfado en los países que carecían de una sólida formación estética; para ellos lo que hacían Picasso y sus “compañeros” eran diseños ornamentales para snobs y aristócratas decadentes.
Precisamente, el asunto estético también fue aludido brevemente por Fellini en La dolce vita, a propósito de la secuencia en la casa de Steiner, cuando éste habla de Morandi en términos sugerentes:
—Es el pintor que más amo. Envuelve los objetos con una luz irreal. Sin embargo, los muestra con rigor, con precisión y objetividad. Viéndolo es casi tangible. Se puede decir que en su arte no hay nada casual...
Sería absurdo llevar muy lejos un paralelismo que en absoluto tendría correspondencia entre la figura del hijo médico y el intelectual atormentado de Fellini, pero parece significativo que en la película española se utilice el mismo recurso para acotar parcialmente el carácter de los personajes. En La ciudad no es para mí: los “simpáticos” — el abuelo y la criada— no “entienden” la pintura y ni tan siquiera saben quién es Picasso (el abuelo lo llama “Pegaso”). El problema derivado del progresivo “triunfo” del arte moderno, incluso en el seno de las instituciones franquistas, se convierte en una “batalla” entre la capacidad representativa de la fotografía y el potencial cosmético (“que vale un millón”) de la pintura de Picasso. Situación que habría hecho las delicias de Roland Barthes y, por supuesto, de Bourdieu.
Aunque en 1966 ya se había consumado el “giro vanguardista” iniciado con el “triunfo institucional” de El Paso, es notorio que muchos "intelectuales" continuaban vinculados a las corrientes estéticas originalmente defendidas por Franco y Hitler...
La ciudad no es para mí. El retrato de la abuela |
"— Ni hablar, que me dan mareos".
En suma, el retrato de la abuela es un obstáculo para las pretensiones de progreso social; por el contrario, poseer una pintura de Picasso garantiza el nivel cultural y social necesario para formar parte de una clase cuyos miembros se auto-valoran como exquisitos…
También, como en La dolce vita, la película integra una alusión directa a “las nuevas costumbres” de los jóvenes y, en especial a sus gustos musicales, polarizados por los Beatles y los Rolling Stones, aludidos de modo velado. Sorprendentemente, la alusión no es demasiado acerada como tampoco lo es la casi imperceptible referencia al Op Art.
La ciudad no es para mí. El pecado entre el peso implacable del tiempo y los peligros del alcohol |
Ante la situación definida por la película española, en la que una señora de “mediana edad” —en plenitud existencial— es "desatendida" afectivamente por un marido excesivamente volcado en sus obligaciones profesionales, el abuelo, oráculo implacable de orden social, sentencia:
"— (…) En el matrimonio llegan unos años en que el marido se pone lacio y la mujer pachucha. Si entonces el hombre no tiene gracia y salero para inventar otra vez lo que ya cansa, se va todo al cuerno.
(…)
— (…) Ha llegado a olvidarse del respeto que le debe al marido (…) Lo que te pasa es que te estás haciendo vieja y has querido echar ramicas verdes y eso a tu años da mucha pena y mucha risa."
Por si alguien no lo ha percibido con claridad: el anciano está recomendando a la señora de cuarenta años, que se mantiene en magnífico estado físico, que se reprima si su compañero de dormitorio sólo piensa en sus pacientes... Y aún define con otros matices “pedagógicos”, tomados de los manuales de la Sección Femenina, “lo que debe hacer una mujer” cuando se encuentra con un joven apuesto que la corteja. El anciano le “habla como padre y no como suegro”:
"— (…) Menos mal que no se te ha olvidado, por lo menos, llorar (…) Yo sé no eres mala; si acaso, tonta o ciega. ¿No viste que ese mozo podía ser tu hijo o peor aún, que tu hija se podía haber enamorado del él?"
El gran McLintock: el protagonista azota con una pala metálica de cocina a la mujer "indómita" |
No menos forzada es la interpretación de la sexualidad masculina, personalizada en el joven galán, sobre quien apenas se detiene la película y en Genaro, paradigma de macho ibérico, que sólo expresa su "amor" mediante los celos. Y, por supuesto, la pareja asume la situación llena de gozo...
Amigas feministas: lo dicho, una película para “reírse” un rato largo con los “valores educativos” empleados en el cine de tiempos no demasiado pretéritos, casi tan “divertida” como El gran McLintock…
El último atardecer o los peligros del pensamiento poético |
La ciudad no es para mí como cine. Una acotación maliciosa sobre la producción
Corresponde la producción a Pedro Masó, uno de los personajes más notorios, por prolífico, del cine español de su tiempo, en su calidad de productor, director y guionista; sería difícil destacar en su carrera alguna película de especial calidad, pero es indudable que tuvo un gran olfato para hacer apuestas rentables y, cuando menos, acreditó habilidad en la redacción de guiones.
Acostumbrada como estaba la industria española a realizar películas mediante estructuras narrativas derivadas del teatro, La ciudad no es para mí, no debió plantear grandes problemas, más allá de la incertidumbre derivada de apostar por un actor que, en principio, rompía los principios generales del star system tal y como había sido definido durante muchos años: para facilitar la proyección del público, es mejor contar con actores y actrices jóvenes, guapos, simpáticos o con niños… Según recogen las crónicas, Pedro Masó estuvo muy preocupado por el rendimiento que la película tendría en taquilla; sin embargo, la inquietud se desvaneció enseguida.
El éxito de esta película, que estuvo entre las más taquilleras del cine español hasta hace relativamente poco, acredita ese olfato, que ciertos malintencionados explican desde la naturaleza específicamente rural de una parte altamente significativa de la población de las grandes ciudades. Para ese grupo era sencillo ver al protagonista como un personaje especialmente adecuado para proyectar sobre él sus propias vivencias. En definitiva, aunque le película no habla expresamente de emigración, ese fenómeno jugó un papel fundamental en la explotación comercial. Y si no estuvieran documentadas las prevenciones de Pedro Masó, hasta podríamos haber dicho que la película contó con un magnífico diseño de producción...
Por lo demás... Mucho rodaje en estudio, demasiado para una película de finales de los sesenta, unos pocos exteriores, entre los que destacan los realizados en Loeches con figurantes del lugar. Todo sin grandes alardes... En suma, atendiendo a la que muestra y aunque según dicen, fue una "película cara", se trata de una producción "modesta", dentro de lo habitual en la industria española del momento.
La ciudad no es para mí: el huevero |
La fotografía
Aunque los sesenta estuvieron dominados por el “triunfo definitivo” del color, no dejaron de hacerse películas con emulsiones tradicionales para mantener firme un camino que, en cierto modo, llega a nuestros días, y pasa por otorgar al cine en blanco y negro especiales cualidades estéticas. Durante los últimos años de la década de los 50 y toda la siguiente, se concretó una fase de transición en la que se rodaron muchas películas en blanco negro, tal vez demasiadas, al ampro de un menosprecio estético de la nueva fórmula que se olvidó rápidamente, a medida que los fabricantes fueron produciendo emulsiones de mayor calidad visual. Durante algunos años fueron muy numerosos quienes pensaban que el cine en blanco y negro era mucho más adecuado para afrontar cualquier aventura con pretensiones de calidad estética. Es posible que Lazaga participara de esa idea y que pretendiera hacer una película comparable con lo que se había hecho y aún se hacían en los contextos próximos.
Psicosis |
En 1961, Buñuel realizó su Viridiana. En 1962, Kubrick, Lolita y dos años después, Dr. Strangelove, que fue su última película en B/N, porque la siguiente fue la espectacular 2001 (1968)… Casi en paralelo, Antonioni protagonizó un proceso que culminó en La noche (1961), El eclipse (1962) con emulsiones en blanco y negro: pero un poco antes que Kubrick, en 1964, abandonó esa fórmula para realizar El desierto rojo. También en Francia se empleó el blanco y negro asociado a la Nouvelle Vague: Truffault firmó Jules et Jim, película que podría entenderse como punto crucial en la evolución creativa de su director, en el año 1961… Por fin, coincidiendo con el rodaje de La ciudad no es para mí, Tarkovski, que había trabajado en blanco y negro y volvió a ese formato al final de su vida, realizó Andréi Rubliov, con una única secuencia final en color; seguramente deseaba dejar constancia de las funciones específicas otorgadas por su pensamiento estético a ambas emulsiones…
Lolita |
En ese contexto, caracterizado por una riqueza inmensa de planteamientos estéticos y de extraordinarios desarrollos formales, es realmente difícil establecer conexiones entre la película de Lazaga y el resto de las mencionadas, a excepción de las superficiales ya mencionadas en el caso de Fellini. El alejamiento que existe entre los planteamientos de los guiones de ambas películas, se mantiene aún con mayor claridad en el tratamiento fotográfico. Basta contemplar las primeras secuencias para certificarlo. Desde las limitaciones fotográficas de la película de Lazaga, tampoco es fácil encontrar relaciones formales que nos permitan exponer alguna conexión con Truffaut, Antonioni, Kubrick, Frankenheimer o Tarkovski…
En suma, es tentador deducir que la elección del blanco y negro fue una decisión tal vez condicionada por una moda imperante en ciertos ambientes, pero es difícil reconocer una voluntad estética de mayor calado.
El tren |
Paradójicamente —parajódicamente— y a pesar de la “conjura judeomasónica”, Heinrich Gärtner acabó participando en la realización de Raza bajo el nombre de “Enrique Guerner”; asimismo en la película realizada a partir de las ideas de Franco, también participó José Aguayo como “ayudante de cámara”… Es divertido advertir la comprensión que aplicaron a los profesionales "rojos" del cine frente a lo que hicieron con otros "creadores". Es posible que tomaran nota de las “enseñanzas” de Goebels…
De acuerdo con el mencionado ambiente general de calidad alta, en La ciudad no es para mí la cámara se mueve con cierta agilidad y buen sentido narrativo, pero sin demasiados alardes… Basta echar un vistazo a los fotogramas de la película recogidos en este comentario para advertir esa tendencia del cine de producción alambicada a "olvidar" la cámara sobre el trípode... acaso porque ello implicaba (implica) máxima "naturalidad".
Los encuadres suelen ser correctos. Lástima que no se hubiera aplicado a un planteamiento más ambicioso en lo visual, como por otra parte será invariante castizo del cine español hasta los tiempos de "la movida"...
Sería razonable elogiar el montaje, si sólo valoráramos el arranque trepidante; por desgracia, no son raros los "saltos" que, muy probablemente, deriven de la inexistencia de equipos de trabajos homologables a los que existían en la industria norteamericana.
Gracita Morales en La ciudad no es para mí |
Aunque la dirección de los figurantes es deplorable y ello ha inducido conclusiones algo forzadas, en general, la interpretación no está mal, sin otras limitaciones que las derivadas de los “vicios” propios del cine español de la época: buena parte de los actores, encabezados por Paco Martínez Soria, hacen de sí mismos, acaso porque eso era lo que esperaban muchos espectadores.
En ese sentido y desde la reiteración que se hizo durante los años sucesivos de ciertos elementos de la película, es tentador entenderla como jalón significativo de un proceso asociado a la industria cinematográfica española, que llevaba varios años en marcha y que culminó en “espectáculos” tan dantescos como las conocidas series de calzoncillo y destape, en gran medida protagonizadas por algunos de los actores que intervienen en esta misma película. Concretamente, Alfredo Landa aparece caracterizado como huevero y ocasional don Juan Tenorio, en un juego de relaciones semánticas más patético que surrealista, que será reutilizado en el cine mil veces.
Otro tanto sucede con José Sacristán en su representación del sacristán del pueblo… Con Manolo Gómez Bur y, por supuesto, de Gracita Morales, encasillada en el rol de criada de peculiar dicción, seguramente porque no se le exigió otra cosa en su dilatada carrera profesional. Star system de brocha gorda, que explotó exageradamente la benevolencia de un público que se reía sólo con ver en la pantalla la cara de Manolo Gómez Bur, la sonrisa “leonardesca” de Gracita Morales o las facciones duras del propio Paco Martínez Soria, más capacitado para el teatro que para el cine. Recogen las crónicas que el director hubo de armarse de paciencia para conseguir que Martínez Soria ofreciera una interpretación “más natural”… Lo que se ve en la pantalla acredita el buen resultado de esa labor aunque, con frecuencia, el actor exagera la vena histriónica que, al parecer, no quisieron suprimir del todo porque en ello estaba su capacidad para hacer reír a gran parte del público.
La ciudad no es para mí. Sancho Gracia como "el malo" |
Es curiosa la iconografía empleada para ofrecer substancia visual del maestro, a quien se presenta como un pordiosero malencarado más afilado que el cuchillo de Mackie Navaja: el educador ha de ser escéptico e, incluso, crítico, pobre, pero sobre todo feo, porque no hay nada más peligroso que el conocimiento y un maestro hermoso podría dinamitar la sagrada relación entre el Bien, la Verdad y la Belleza, para sustituirla por otra más secular, más próxima a esa Revolución que colapsó la transformación de los proletarios en propietarios.
La ciudad no es para mí. El maestro con los niños |
Contemplada en su contexto global, cuesta encontrar cualidades que permitan un juicio positivo; proyecta demasiadas sombras inquietantes teniendo en cuenta la participación de una persona tan valorada por el “juicio histórico” como Lázaro Carreter, a mi juicio, paradigma de sensatez y sentido común —que no siempre es lo mismo— en la última fase de su vida. Si no existiera la obra de teatro, sería injusto arrojar toda la responsabilidad de una película tan peculiar sobre su hombro, pero existe aquella que, además, define lo más substancioso de ésta.
En todo caso, si prestamos atención a cómo se había ido construyendo la historia del cine español desde el año 1939, entre la realización de películas “pedagógicas”, en la senda abierta por Raza, y de embrutecimiento social, con algunas raras excepciones, esa responsabilidad se diluye en un ambiente dominado por una industria demasiado complaciente con las autoridades franquista, tal y como acredita la filmografía de Pedro Lazaga. Habrá que esperar unos años para que las cosas comiencen a cambiar con lentitud exasperante, aunque sean muchos quienes opinen de otra manera y fuercen reconstrucciones históricas que pasan por alto el sentido argumental de películas como Bienvenido Mister Marshall. Ese sentido se mantendrá prácticamente inalterable en La ciudad no es para mí, tal y como sugería con cierta timidez (sobre todo, en la relación obvia entre la dos películas mencionadas) Jesús Peris Llorca que, a mi juicio, hace un análisis interesante de la película, aunque se apoye demasiado en Roland Barthes y pase por alto circunstancias más sabrosas que las apreciables desde “su semiología”.
El fin de la familia tradicional española
Cuando todo está resuelto y se acerca la conclusión de la película, el retrato de la abuela ocupa su lugar original junto a la imagen de la Virgen del Pilar, en lo que podría ser una alusión al final de Nobleza Baturra… Sin embargo, aún queda el "broche de oro": la “manifestación” de los vecinos, que como en la compensación evangélica, le “devuelven” mil por uno, y rematan con una jota:
“Bien has hecho en regresar (…). La ciudad pa quien le guste, que como el pueblo ni hablar”.
La ciudad no es para mí |
Desde una postura menos complaciente, la valoración sería más acerada. Según la misma fuente, algunos críticos manifestaron estupor ante una obra que les pareció, ante todo, “antigua”. Supongo que para muchos, reforzar la imagen idílica del medio rural era una simpleza. Era notorio que en muchas partes de España la vida rural implicaba el mantenimiento de unos lastres que se estaban criticando desde los tiempos de la Ilustración y, en especial, desde finales del siglo XIX, con una acotación cinematográfica firmada por el mismísimo Buñuel (Tierra sin pan, 1932). Precisamente, esos lastres justificaban la magnitud del movimiento migratorio que transformó España durante las décadas posteriores a la Guerra Civil.
Y aunque la obra de Lázaro Carreter se plantea aparentemente al margen de ese proceso —el hijo de don Agustín "se trasladó a Madrid" a ejercer la medicina como hacía muchos vástagos de los hacendados ricos—, la sola mención de la dicotomía campo-ciudad, lo sugiere. En suma, con gafas poco complacientes, abundan las razones para formular un juicio feroz, tanto de la obra de Lazaga como de la de Lázaro Carreter.
Los santos inocentes |
Bienvenido Mr. Marshall |
Contemplar La ciudad no es para mí en la proximidad de películas como La jauría humana, La dolce vita, Lolita, Viridiana, es más deprimente que desconcertante. Sin embargo, acaso existieran “razones“ que ayuden a “entender” su realización, precisamente, en 1966. Ese año define un momento demasiado alejado de la Guerra Civil y de los objetivos falangistas para entenderla como una simple propuesta de entretenimiento alineada con los principios morales franquistas.
Viridiana |
1. En 1962, casi coincidiendo con la aparición de Comisiones Obreras, la revista Triunfo, tradicionalmente orientada hacia el mundo del espectáculo, se había refundado para definir un foro de pensamiento progresista próximo a las ideas “de izquierdas” (PCE, PSP, etc.), cada vez más activas en la sociedad española, gracias al activismo de los círculos sociales relacionados con el PCE.
2. La voluntad “desarrollista” del Régimen llevaba unos cuantos años movilizando a los sectores culturales del país con propuestas muy alejadas de los “Principios del Movimiento”.En ese ambiente, en 1963, nacía la revista Cuadernos para el Diálogo, como una apuesta de futuro, que se substanciará en grupos “de opinión” relacionados con ella y, por supuesto, afines a los partidos políticos europeos. Ambas revistas pudieron desarrollar sus respectivas actividades sin otros contratiempos que las presiones veladas y las limitaciones aplicadas por la censura que, por lo general, activaban fenómenos similares al efecto Streisand: cada vez que era secuestrado un número de alguna de estas revistas o de La Codorniz, se desbordaba el interés de sectores progresivamente más amplios de la población…
Agapito Marazuela. Foto tomada de segoviaudaz |
Fernando Lázaro Carreter. Foto Casamerica |
El proceso que convirtió la emigración en un factor de activación económica, según la fórmula del ministro Arrese, ofrecía un "pequeño inconveniente" para la ortodoxia franquista: debía supeditarse a las posibilidades de endeudamiento de la una población con escasa capacidad económica; ello, unido a los fenómenos especulativos, impuso un modelo de “organización urbanística” que se materializó en los barrios que tapizaron amplias zonas de las grandes capitales. Con las carencias que aún advertimos, por ejemplo, en el trazado urbano de Móstoles, todos ellos se articularon mediante “estructuras habitacionales” de 70 o 75 m/2, compuestas de tres dormitorios, pequeño salón, cocina y aseo, concebidas para “familias estándar” compuestas de matrimonio y dos o tres hijos, pero no para que a ellos se unieran los abuelos. Transformar a los proletarios en propietarios no daba para más.
Planteada la cuestión en estos términos, la obra de Lázaro Carreter y, también la película, no puede interpretarse simplemente como una apuesta renovada por los principios más rancios del franquismo, sino como algo diferente.
Al amparo de la ligereza del humor, la película ponía sobre la mesa un problema para el que, desde las fórmulas empleadas en el modelo de desarrollo, no había solución, o, cuando menos, no había solución sencilla: en un ambiente sociocultural que auspiciaba tener los hijos determinados por la voluntad divina, ¿dónde colocar a los abuelos en pisos de tres habitaciones? Me consta que muchas familias, forzadas por las circunstancias, optaron por la socorrida fórmula de las camas turcas, pero… ¿no estarían mucho mejor en sus pueblos de origen?
Es más... Si en una familia acomodada como la de don Agustín, el abuelo decide "voluntariamente" quedarse en el pueblo, ¿qué deberían hacer los abuelos de los proletarios-propietarios?
Klimt, Las tres edades de la mujer, 1905 |
Para salir de la miseria se necesitaba activar la economía y para ello, sólo habían encontrado dos fórmulas "eficaces": impulsar el turismo, con lo que ello implicaba de abrirse a costumbres "perniciosas", y poner en marcha un fenómeno de especulación urbanística que conducía, previa transformación de los proletarios en propietarios, inevitablemente, a la marginación de los ancianos, es decir, a la aniquilación de la familia tal y como había sido definida por el sistema impuesto por Franco, a su vez, tomado del idearios católicos.
En definitiva, sin tan siquiera mencionar los rezagos de catetismo aún apreciables, no creo que la película y la obra de teatro nacieran antiguas: no podían ser más "actuales"...
Muy interesante esta contextualización de la película. Quede para otra entrada de este blog el análisis de la relación entre el suegro y la nuera, con la intromisión de este último en sus relaciones sociales, e incluso el uso de la compulsión física en el Richmond. También la ausencia de referencias a la religión en la vida urbana: es raro que el suegro no los lleve de vuelta a la iglesia ni haya referencias al respecto, ni aparezca un cura urbano en contraposición con el mosén.
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