domingo, 21 de septiembre de 2014

Santa María de Lebeña: fotos, no; graffitis piadosos, sí

Cuando uno cree que ya lo ha visto todo en materia de gestión cultural en España, los dioses le hacen notar los límites de su imaginación y que en estos asuntos siempre hay alguien que se exprime la sesera para romper los límites de lo imaginable. Pero la creatividad humana no tiene fronteras y menos aún cuando el individuo hace trampas y se encomienda a sus dioses particulares para que le ayuden.
El responsable de la iglesia, que en este caso es un arcipreste, ha pergeñado un curioso procedimiento para ofrecer Santa María de Lebeña a la curiosidad de los turistas, peregrinos y demás viandantes, fundamentado en lo que parecen ser sus máximas preocupaciones: que nadie se valla de allí sin escuchar lo que cuenta una señora menuda, de voluntad enérgica en el cumplimiento de sus obligaciones profesionales, y que nadie realice fotografías en el interior.
El procedimiento está condensado en dos folios con firma y sello, colocados a la puerta del recinto. Se le ha ocurrido la idea de organizar las visitas mediante ciclos de treinta minutos, durante los cuales se cierran la puerta, de modo que no puede entrar nadie, para que quien vigila el monumento ofrezca sus explicaciones al modestísimo precio de 1,50 € (“reducida 1€”). Así, pues, si alguien llega un minuto después del comienzo de cada ciclo, deberá esperar 29 minutos hasta que las puertas vuelvan a abrirse. Lógicamente, no todo el mundo está dispuesto a esperar media hora para contemplar una iglesia, tal y como me explicó en actitud muy molesta y en castellano casi perfecto un hombre italiano que, junto a su familia, había parado en aquel espléndido lugar situado al borde del desfiladero de la Hermida.


En nuestro caso, como habíamos llegado con la voluntad de renovar la documentación gráfica, resolvimos dedicar la espera a dar la vuelta a la iglesia  y tomar imágenes de los relieves y de unos modillones que acaso se hayan valorado con los prejuicios relacionados con la idea del “arte mozárabe” (en otro momento me ocuparé de ellos). Durante el recorrido observamos que a las mencionadas peculiaridades había que unir otra: algunos visitantes empleaban los minutos de espera en dar sosiego a las necesidades fisiológicas en lugares inadecuados. Por desgracia, aunque habían colocado varios carteles que indicaban la existencia de aseos y recomendaban "no ensuciar", los testimonios materiales informaban de que, en caso de necesidad, las gentes responden de acuerdo con un orden de prioridades no siempre elegante. Y aún chocaríamos con otro detalle sorprendente, que alumbraba en la misma dirección y que mencionaré más adelante, por hilar como conviene este comentario…

Cuando a las 10,40 se abrió la puerta y apareció la guía-vigilante, con exceso de ingenuidad, le pregunté si, como era habitual en otras muchas iglesias, la prohibición de hacer fotografías era rigurosa…En casi toda Castilla-León es habitual el cartel, pero salvo en casos excepcionales, nadie vigila el cumplimiento de la norma.
—Está prohibido —enfatizó, con un movimiento de cabeza,
Pregunté las razones de la prohibición y comenzó señalando el cartel de la puerta.
—Son las normas…
Insistí en preguntar la razones… La mujer respondió que “no se podían hacer fotos como en cualquier museo del mundo”. Repliqué que sucedía justo lo contrario, que salvo en unos pocos museos, en casi todos los museos del mundo se pueden hacer fotos, precisamente porque las fotografías son instrumentos fundamentales de estudio, documentación y entretenimiento, esas funciones que, según el ICOM, justifican su existencia, por encima de la voluntad de lucro…
—Cuando la iglesia se llena de gente, es muy desagradable que algunos se dediquen a tomar fotos —indicó con el gesto resignado de quien se da por vencida.
—Pero ahora no hay prácticamente nadie…
La mujer, que en ningún momento perdió la amabilidad, acabó reconociendo que ella no podía quebrantar las normas, porque en caso contrario, sería despedida y “en los tiempos que corren, es difícil encontrar otro empleo”. Le pregunté si no podría hablar con alguien… Ante mi insistencia, me respondió que hablara con el arcipreste y, sorprendentemente, me facilitó un número de teléfono…

La conversación con el señor arcipreste empezó pasadas las 11 de la mañana, en tono cordial y sosegado. Los años hacen que uno pierda agresividad ante lo injusto en beneficio de una templanza que suele ser más fructífera. Además, confieso que cada vez me sorprenden menos situaciones como esa, que menuden al al amparo de la discrecionalidad fomentada por la política española en cuestiones de protección del patrimonio histórico-artístico.
Me repitió el mismo argumento que la guía: que estaba prohibido hacer fotos como en cualquier museo del mundo… De la confrontación de criterios el arcipreste concluyó que habríamos visitado museos diferentes… Le expliqué que había viajado desde Madrid con la exclusiva intención de hacer fotografías… Me preguntó para qué las quería; le explique mis intereses por la arquitectura altomedieval; respondió que debería haber hecho “lo que hace todo el mundo”: escribir una carta para pedir permiso; le insistí en que tanta rigidez no era circunstancia habitual… Me preguntó para qué quería las fotografías, si las iba a publicar y en ese caso, cuánto pagaría por ellas… ¿Pagar por hacer fotografías?
—Naturalmente —respondió.
A medida que intercambiábamos razones o sinrazones, la conversación se fue agriando hasta que, en un momento concreto, cuando le expliqué cuál era mi actividad profesional y le indiqué sus obligaciones de acuerdo con lo que estipula la Ley del Patrimonio Histórico Español, aprecié un giro radical en el tono; alterado, pero “sin perder los papeles”, me recomendó dirigirme directamente al obispado de Santander. Le pregunté, también sin perder las formas, si era consciente de que ello equivalía, de hecho, a prohibirme realizar mi trabajo. Insistió en que solicitara permiso por carta. Le indiqué que haría pública la conversación; respondió que hiciera lo que estimara oportuno.


Aún permanecimos durante unos minutos hablando con la guía, que tenía en las manos los tacos de las entradas. Acaso movida por su voluntad profesional y como no llegara nadie, comenzó a explicarnos la iglesia con los habituales matices "pastorales" … Le respondí que no se molestara porque sólo habíamos acudido allí para hacer unas fotografías y que llevaba ya demasiados años familiarizado con las iglesias del grupo “mozárabe”.
—Además, supongo que la explicará usted tal y como aparece en la “página oficial”…
—¿Y no está usted de acuerdo?
—En absoluto.
—¿En qué no está de acuerdo?
En ese momento sentí como si me hubieran dado un empujón al borde de la piscina.
—¿No me dejan hacer mi trabajo y me pregunta cuáles son mis conclusiones…?
La mujer, que seguía agitando los bloques con las entradas, se quedó pensativa.
—Yo creí que el señor arcipreste le daría permiso…
—Permítame una pegunta… ¿Se siguen celebrando cultos?
—Sí.
—¿Y qué hacen para evitar que la gente haga fotos con flash durante las bodas y bautizos?
—A, no... Durante las bodas y bautizos sí se pueden hacer fotos… Sería imposible controlar a todos los invitados —dijo con un guiño cómplice.
—Sólo se pueden hacer fotos pagando…
—Ah, no —replicó con vehemencia—. En algunos bautizos nadie paga nada…
—Ya, ya lo supongo…
Así, pues, después de todo, la prohibición no es tan taxativa.
Minutos después, dimos media vuelta y salimos mientras la mujer cerraba la puerta no fuera a ser que, en un descuido, "robara" alguna imagen…

Cuando nos marchábamos comprendí  que el turno de visitas no obedecía a la voluntad de organizar racionalmente la visita del monumento, sino a la voluntad de impedir que nadie pudiera entrar en la iglesia sin que le vigilaran estrechamente...




Pero al comienzo de esta entrada, anunciaba que junto a los mojones y los restos nítricos, aún había otro testimonio que informaba sobre el escaso respeto que infunden a algunas personas los restos de gran interés cultural: en uno de los ángulos de la torre anexa a la iglesia y sobre dos de los sillares bien escuadrados, hay un graffiti piadoso, que, deseo creer no tiene ninguna relación con el arcipreste…

En esta "crónica" están acreditadas directamente tres prácticas de conducta contrarias a la naturaleza social de los bienes de interés cultural: la de los incontinentes, la del grafitero piadoso y, por supuesto, la del arcipreste. A ella aún deberíamos unir una cuarta: la de quien, teniendo el poder político y administrativos sobre asuntos culturales, lo consiente...
La existencia del graffiti, que parece realizado hace algún tiempo, ilustra también del fenómeno mencionado en el título de esta entrada: a lo mejor es una apreciación equivocada, pero tengo la impresión de que para quien gestiona esta extraordinaria iglesia, una de las más interesantes de cuantas se conservan en España, es más importante prohibir la realización de fotografías, para intentar conseguir unos pocos euros, que evitar la acción de los incontinentes o de los grafiteros piadosos... Contando, incluso, con que la torre no forma parte de la construcción original, porque fue construida a finales del siglo XIX, según proyecto de José Urioste y Velada.
Pero en honor a la verdad, debo reconocer que la actitud del arcipreste de Lebeña tiene mucha relación con la que las autoridades culturales españolas y, en especial, las de Castilla y León, tienen en este mismo sentido. Como ya indiqué en otra entrada, en la actualidad, el marco normativo en materia de reproducciones fotográficas de bienes culturales bajo control oficial, está concebido para que nadie escape del pago de "derechos de reproducción”. Por fortuna, se impone el sentido común y prácticamente nadie tiene en cuenta esas normas cuando no media acción empresarial y, es raro el museo que las prohíbe, se supone que, para “uso personal”, sin que hoy estén claros los límites de ese uso. Desde la existencia de esas normas, no podría reprochar al señor arcipreste otra cosa que su falta de sentido común y de sensibilidad para ser consecuente con el espíritu de la Ley del Patrimonio Histórico Español, sobre todo, frente a la actitud de buena parte de los aficionados al asunto cultural y, por supuesto, frente a quienes; por razones profesionales, tienen la obligación de investigar...
Quien haya afrontado trabajos de este tipo sabrán la cantidad de tiempo, esfuerzos y dinero, que es necesario emplear para poder trabajar en algún reciento controlado por la Iglesia, incluso aunque los responsables no cobren nada por realizar unas cuantas fotografías. Es surrealista que, en pleno siglo XXI, los dignatarios eclesiásticos se arroguen el derecho a imponer normas y exigir el reconocimiento tácito de ese derecho mediante el hecho de “pedir permiso por escrito” a quienes deberían limitarse a cumplir las servidumbres determinadas por la ley.
En ese sentido, también debo reconocer con dolor que ese fenómeno no es exclusivo de las instituciones eclesiásticas, porque en algunos lugares gestionados desde las instituciones "civiles", la situación es aún peor. Es más, desde mi experiencia personal, ya bastante larga, reconozco que, por lo general, en caso de "anomalía", es más fácil tratar con religiosos que con civiles.

Según mi punto de vista, las circunstancias anómalas derivadas de estas situaciones no están en que un arcipreste o un sacerdote contemplen los bienes culturales como instrumentos rituales o como elementos que les pueden reportar unos euros para el sostenimiento de la parroquia o para lo que sea; el problema está en quienes debieran velar por el cumplimiento de las normas y por el imperio del sentido común, y hacer compatible el uso ritual de estos bienes con sus posibilidades "culturales". Lo de siempre.

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